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El fantasma del imperio acosa a Rusia

Moscú no tiene todas las bazas en su mano, pero de su habilidad depende en gran medida que haya paz o guerra en las ruinas de la antigua URSS

Pilar Bonet

Una etnia dominante y mandona decide jugar al imperio con otra etnia pequeñita que no quiere ser vasallo. Varios clanes regionales se enfrentan por el poder en un país que, a pesar de estar reconocido internacionalmente, no se percibe a sí mismo como un Estado. Dos pueblos vecinos están dispuestos a desangrarse por controlar unas montañas pedregosas del Cáucaso.De argumentos como éstos está tejida la trama de las guerras y enfrentamientos que la URSS ha dejado en herencia. Desde 1986, el saldo acumulado por la Unión Soviética y sus descendientes suma un total de 60 conflictos, 32 de ellos con víctimas, decenas de miles de muertos y casi dos millones de refugiados que han buscado cobijo en la Federación Rusa.

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Cuando el imperio soviético, con Mijaíl Gorbachov a la cabeza, ya no pudo emplear la violencia como factor de cohesión, comenzaron a proliferar conflictos bélicos, que, en algunos casos, habían invernado desde la formación de la URSS.

Las contiendas que hoy desestabilizan los Estados ex soviéticos tienen un denominador común: la importancia del factor ruso. Rusia no tiene todas las bazas en su mano, pero de la habilidad de los políticos de Moscú depende hoy en gran medida que la paz o la guerra se impongan en las ruinas del imperio.

En mayo de 1992, Rusia firmó un Tratado de Seguridad Colectiva con los países asiáticos ex soviéticos y Armenia, y las tropas rusas están en todas las zonas de guerra y conflicto, menos en Azerbaiyán (de donde se retiraron la pasada primavera) y en el enclave del Alto Karabaj.Entre la política interna rusa y la situación en los frentes, desde el Transdniéster hasta Tayikistán, existe un sistema de vasos comunicantes. La dualidad de Rusia -a caballo entre una idea imperial y una idea democrática- se refleja en las guerras, y éstas, a su vez, se proyectan en la vida interna rusa, dando argumentos a uno u otro sector. Según cuáles sean las voces a las que preste atención, el Ejército ruso puede verse engullido en las refriegas de Moldavia, Georgia y Tayikistán, o desempeñar un papel pacificador en éstas y otras contiendas.

Desde 1992, Rusia está aprendiendo un nuevo papel de mediador en los conflictos periféricos del imperio. Medió con éxito entre Moldavia y el Transdniéster, gracias a la energía y capacidad de decisión del general Alexándr Lébed (perteneciente la pléyade de veteranos de Afganistán). Con ayuda del 140 Ejército, Lébed puso fin a varios meses de matanzas entre fuerzas moldavas y efectivos de la república secesionista del Transdniéster, y consiguió la firma un acuerdo de alto el fuego en julio de 1992. Debido a su empeño en luchar contra la corrupción, Lébed se ha distanciado de los dirigentes rusófonos del Transciniéster, y algunos temen sigan las refriegas si el militar abandona Tiráspol y regresa a Rusia.

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En el Cáucaso, Moscú ha colaborado en la pacificación de Osetia del Sur, donde un batallón ruso vigila, junto con georgianos y osetios, el mantenimiento de la tregua lograda en junio de 1992. Esta semana, Rusia ha contribuido a la firma del acuerdo entre Georgia y Abjazia. En espera del contingente de las Naciones Unidas, solicitado por el líder georgiano Edvard Shevardnadze, los observadores rusos vigilarán, con georgianos y abjazos, el alto el fuego logrado tras casi un año de guerra.

Un estudio del Consejo de Seguridad de Rusia, realizado a fines de 1992, daba al Cáucaso el título de "región más inestable del espacio postsoviético". Y el analista militar coronel V. Símonov opinaba que el Cáucaso es "una de las regiones más militarizadas" del mundo. El viceprimer ministro de Rusia, Serguéi Shajrai, jefe del Comité de Asuntos de la Federación, ha dedicado sus energías a desactivar el potencial explosivo de la región, donde reside medio centenar de pueblos, en su mayoría musulmanes.

Shajral aborda el Cáucaso como un conjunto interrelacionado. Entre la zona no rusa y la zona rusa hay un desestabilizador tráfico de fugitivos de la primera a la segunda y un no menos desestabilizador tráfico de hombres y armas en sentido inverso.

En el Cáucaso ruso, las evocaciones de las guerras coloniales del siglo XIX se suman a las secuelas de las deportaciones masivas ordenadas por Stalin en los años cuarenta. La república rebelde de Chechenia, dirigida por un pintoresco veterano de Afganistán, ha idealizado a Shamil, el caudillo de los pueblos montañeses contra los colonizadores zaristas. La manzana de la discordia entre Osetia del Norte e Ingushetia es el territorio de Prigorodni, que los ingushes, deportados en 1944, no recuperaron cuando Nikita Jruschov reacomodó a osetios e ingushes en nuevas fronteras. En abril de 1991, el Parlamento ruso aprobó una ley que permitía a los pueblos deportados volver a sus lugares de origen, lo que equivalía a revisar 38 demarcaciones territoriales. Dándose cuenta de lo que se le venía encima, el Parlamento congeló la ley, pero no pudo frenar sus efectos.

Moscú ha conseguido salvar su papel de mediador en el sur del Cáucaso, pese a que Georgia ha acusado en más de una ocasión al Ejército ruso de ayudar a los rebeldes abjazos. Los esfuerzos de mediación en el enclave del Alto Karabaj, que los armenios disputan a los azerbaiyanos, no han dado resultado, pero la guerra de Nagorni-Karabaj -la más antigua de todas las que hay en la extinta URSS- ha creado un lucrativo mercado de armamento, que en su inmensa mayoría es de fabrIcación rusa.

El abastecimiento de armas a las partes en conflicto no parece entrañar ninguna dificultad. Además, están los arsenales legados por la URSS. No todos les sacan el mismo partido. Azerbaiyán, que recibió una herencia mejor que Georgia y Armenia, ha perdido el 40% de los efectivos heredados por incompetencia en la gestión y manejo, según afirma el coronel V. Símonov en la revista Armia.

Rusia podría estar satisfecha de su actuación si no fuera por la guerra civil en la república asiática de Taiyikistán, la más sangrienta de todas las que asolan los confines del antiguo imperio. Este conflicto, que ha causado la muerte de entre 20.000 y 40.000

personas y la huida de 350.000, reaviva en la memoria rusa el fantasma de Afganistán, especialmente después del ataque en el que perdieron la vida 25 hombres de las, tropas fronterizas rusas, atacadas desde territorio afgano el pasado 13 de julio. Como hace varios años, el diario del Ejército, Krasnaia Zvesdá, vuelve a ensalzar a los compatriotas muertos sin poder utilizar esta vez "la ayuda internacionalista" como argumento.

La situación es paradójica: con la División 201 y las tropas guardafronteras (una presencia bélica de unos 10.000 hombres a principios de este año), Moscú ayuda a los antiguos comunistas tayikos a exterminar a la oposición demócrata musulmana a la que antes apoyaba. Los representantes rusos invocan con creciente frecuencia el peligro del integrismo islámico. Sin embargo, orientalistas como Aleksei Malashenko dicen que ya es hora de que Rusia, un país con 15 millones de musulmanes, se acostumbre a tratar al islam político como vecino permanente y no aborde este fenómeno como lo hace Estados Unidos o Europa.

En opinión de otros observadores, lo que prima en Tayikistán para los dirigentes rusos no es el miedo al islamismo importado de Afganistán, sino los factores económicos y estratégicos. La relación económica con Taiyikistán es tal vez la más colonial de todas cuantas Rusia mantiene con las ex repúblicas soviéticas, ya que Moscú gestiona directamente las explotaciones de uranio y de níquel del Estado tayiko.

Algunos aconsejan que Rusia abandone la frontera con Afganistán y se repliegue a su propia línea fronteriza con Kazajstán. Esto exigiría muchos recursos humanos y logísticos, además de los problemas que plantearía el tratar de concretar la demarcación imprecisa que existe entre Kazaistán y Rusia. Por otra parte, un repliegue de Rusia a su propia frontera dejaría a Asia central expuesta a la influencia exterior, y no sólo de los muyahidin afganos. China sigue con atención los acontecimientos en la zona tayika del Pamir (refugio de la guerrilla antigubernamental tayika), donde vive una minoría kirguisa que reside también en el lado chino. Además, la retirada de Rusia puede desencadenar un proceso de reivindicaciones territoriales en cadena, ya que las fronteras entre los países del Asia central soviética fueron trazadas arbitrariamente durante la época estalinista.

Rusia, la depositaria de la herencia de la URSS como superpotencia, sufre. hoy un proceso de "redimensionamiento" en sus nuevas fronteras: una longitud de 58.562 kilómetros, de los cuales un tercio limita con antiguas repúblicas soviéticas.

Moscú se debate hoy entre la necesidad de tener unas fronteras claras y los peligros que esto entraña, ya que supone, en muchos casos dividir a etnias que están a caballo entre dos Estados distintos (lesguinos y osetios en el Cáucaso, y rusos en las regiones septentrionales de Kazajstán) y crear conflictos que no se planteaban cuando los límites territoriales eran simples demarcaciones administrativas.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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