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Tribuna:
Tribuna
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Cabeza de turco

Liebe Hildegard:

Gracias por haberme hecho de guía durante mi visita a Alemania y por haberme ayudado a acercarme, y a veces sortear, a la gente de tu admirable país, ya reunificado y con su volksgeist (o comunidad de sangre, suelo y alma de la gran familia alemana) reencontrada y hasta plasmada en el ordenamiento constitucional. No se me olvidará, la expectación que despertábamos, pues debíamos de parecer salidos de Los Nibelungos: tú, rubia como una Crimilda, y yo, no precisamente un Sigfrido, sino más bien tirando a Atila. Porque qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo y soy un peripatético meteco de todas las razas que desembocan en el Mare Nostrum, en vez de hermoso y rubio como la cerveza (aunque Emil Ludwig decía de esa bebida, "fatal para los alemanes" porque les abotarga y apandorga, que era un "brebaje turbio, intensamente mezclado y oscuro", como mi sangre).

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"Avec ma gueule de météque" levantino, cruzado de moros, judíos y cristianos; mi cráneo brut nature de skin head (ese mi hermano de rapa bastardo) dolicocéfalo; mis ojillos feroces de tuareg; mi rictus cruel de pirata bereber gumia en boca; mi nariz judeoconvexa de marrano y mi mostacho a lo Sadam Flusein, debía de parecer un fiero turco en Lepanto (media luna las arrugas de mi frente y la huella contumaz del fez sobre la faz) que diera de verme espanto.

íbamos de tiendas y las señoras nos señalaban con el dedo y cuchicheaban torciendo el gesto. Entrábamos en un bar y se hacía un silencio espeso, como cuando en las pefis del Oeste penetra en el saloon el bueno (¿o el malo?). ¿Recuerdas cómo al subir al estrugen-bagen la gente: se apartaba y nos hacía sitio holgado? ¿Y cuando en aquel jardín le devolví su pelotita a un querube y huyó (con "miedo en el corazón, llanto en los ojos", que diría fray Luis de León, uno de nuestros grandes, junto con Góngora y Tirso, judeo conversos) cual si hubiera visto al mismísimo Azote de Dios, Y en Colonia, los scouts de mirada clara y lejos me miraban con asombro mientras yo te gritaba desde el pie de la aguja de la catedral: "¡Baja de la aguja, Hilde; hala, baja ya!".

Me tranquilizaste cuando me asusté ante aquella manifestación que coreaba "Heute, sie; morgen, du" ("Hoy, ellos; mafiana, tú") y yo entendí que "ellos" eran los turcos y "tú" era yo, como si una vez que hubieran acabado con los otomanos fueran a venir a por mí, reconocido al fin como hispano. Pero no, que los manifestantes eran progres y en la frase, brechtiana, "ellos" eran los. inmigrantes y "tú", los, propios alemanes indiferentes ante el neozanismo rampante y rapante.

Te agradezco sobre todo que me echases una mano cuando aquellos skin heads (última versión rapada del super hombre, la "bestia rubia, intrépida y crueV, cuya visión onírica diera pavor sadomasoca al propio Hifier) me llamaron "cerdo turco" ("türkisches schwein") y tú les dijiste que era español, y entonces, gruñendo con desprecio "iberisches schwein", se fueron hozando en busca del auténtico puerco turco, posiblemente por no haber jamás jamado jamón de cerdo ibérico.

Pensé, en adelante, andar por ahí cantando de España soy, de España vengo, y dando pases de pecho para identificarme como español, una de las pocas cosas serias que se pueden ser en este mundo. Pues soy heredero universal de Don Quijote, de Don Juan, del Buscón y de Escamillo; de Carlos I de España y V de Alemania; de los tercios de Flandes (España y yo, señoras, somos así) y del Manco de Lepanto (donde, pese a todo, estuve en este bando) y descendiente de Isabel y Fernando, cuyo espíritu impera y que hace cinco siglos expulsaron a moracos y judacos a la vez que, con la cruz de su espada, evangelizaban a los sudacas. Y tentado estuve de decirle a algún curioso impertinente que yo era su hermano de mater et Maastricht, compatriota de Carlos Westendorp, de Díez Hochleitner, Frühbeck de Burgos, Cristóbal Half1ter y Alfredo Kraus, y del país que ha puesto 745 moscas en órbita.

Pero desistí, porque intentar diferenciarme de los turcos me parecía entrar yo mismo en el juego de la discriminación racial, y porque no me apeteció la idea de tener que andar por Europa con el carné de identidad en la boca, como aquí en los viejos tiempos. Además, que se jorobasen y quedasen sin saber que soy español, un orgullo, y, aunque importado, de Madrid, un título, claro que sí. Bueno, y a lo peor la palabra español podría no significar para aquella gente otra cosa que "scheiss ausländer" ("extranjero. de mierda"), inmigrante en Francfort o camarero en Benidorm. Mas ¿adónde me llevó la pluma mía que a sátira me voy mi paso a paso y aquesta que os escribo es elegía?

También recuerdo la conversación con Dieter, profesor de literatura como tú, en el Florian berlinés, mientras los intelectuales de ojos azules me echaban profundas miradas fenomenológicas entre heideggerianas y nietzscheanas (así miraba Zaratustra), como si hubieran encontrado el eslabón perdible entre el animal y el superhombre.

Hablábamos del racismo en Alemania y yo me congratulaba de que Helmut Kohl hubiera reconocido como "terrorífica" y creciente la violencia racial en Alemania, y de que el dirigente socialdemócrata Oskar Lafontaine hubiera denunciado el concepto constitucional de volk por reducir la idea de nación a "una familia formada por quienes tienen sangre alemana". Recordaba yo que uno de vuestros grandes poetas nacionales, Heinrich Heine, era paradójicamente judío ("maldita basura", como los llamaba Wagner; "pueblo fatídico", Nietzsche) y que el propio Nietzsche, al igual que Hölderlin, sentía pasión por el Mediterráneo, donde situaba a su superhombre.

Y tú me apoyabas citando al Goethe fáustico que, superado el herderiano volksgeist nacionalista, afirmaba que "el único rasgo distintivo de hombres y pueblos es su pertenencia al género humano" (coincidiendo en eso con Shakespeare, para quien la cuestión era el ser o no ser ser humano), y a Hegel, quien, pese a considerar, como después Spengler, que la realización final de la Idea absoluta de Hombre era el del Estado prusiano, no dejaba de definir el yo como "lo universal abstracto, lo común a todos; cada cual es un yo", sin posibilidad dialéctica de que unos, incluidos los prusianos, fueran más yo que otros.

Dieter, que hablaba español correctamente, se mostraba de acuerdo en principio, pero señalaba que de Shakespeare son también Otelo y Shylock, y recalcaba hegelianamente: "Yo no tengo nada contra los turcos; lo que pasa es que, mientras los alemanes nos estancamos demográficamente, ellos se multiplican como rrrratas... ", y alzaba la voz para repetir "como rrrratas", arrastrando la erre y arracimando los dedos, mientras me atravesaba con una de aquellas mirada iluminadas que tanto pavor causaban a Cioran porque presagian desgracias.

Recordé la profecía casandriaca de Heine cuando, refiriéndose a los predicadores de la pureza racial germánica, advertía a los franceses hace siglo y medio: "En Alemania se desarrollará una tragedia frente a la cual la Revolución Francesa parecerá un idilio inocente. Es cierto que ahora todo está todavía tranquilo, y si veis a algunos alemanes que gesticulan y hablan altisonantemente no creáis que son los protagonistas del drama: sólo son los perros que ladran en el circo, anunciando la salida a la arena de los gladiadores, que la llenarán de sangre entre los aplausos de la plebe"...

Qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo. Mi inconsciente tarareaba el estribillo cuando subí al avión de Iberia que me devolvía a España sombrero en mano y me sumí feliz en el anonimato racial entre ejecutivos mostachudos y calvos. Esa tierra del Norte, me digo como dijo aquel español errante que fue Cernuda, "no es una con la tuya, ni esa gente. ¿No sientes que para ellos sólo puedes ser un extraño? ¿Más que un extraño: uno al que acaso miran con digusto?". No quiero ser el negro del Sur de que, según Ludwig, tus compatriotas, a diferencia de los americanos, carecían y anhelaban tener para que lustrase los zapatos al "pueblo de señores". Mi comunidad particular de alma, corazón y vida, el genio de mi raza espuria, son mediterráneos. A mí me fecundan el espíritu las dulces pestilencias alejandriacas del Mareotis, los efluvios de cañas y barro de la Albufera y las brisas homéricas del Egeo. Acaso, como a Ortega, la tramontana cuando sopla de la Camarga. Y me salpica la espuma de lo eterno cuando, con Horacio, abatirse siento "contra escollos tenaces las olas del Tirreno". Y ahora que me ordenan desde Maastricht codearme con los bárbaros del Norte (con perdón) descendientes de los vándalos y suevos, obedezco, pero, como el escribiente Bartleby, "preferiría no hacerlo" y seguir de incógnito racial entre mi pueblo.

Por cierto, que debería empezar a preocuparme por mi figura, ya que también en los alrededores de Madrid una patrulla ciudadana a la caza de sarracenos me ha lanzado miradas zaratustrianas. En su mala educación racista, los nuevos defensores de la pureza mestiza hispana podrían tomarme por un marroquí en disputa por un puesto de trabajo, ignorantes de que soy, si así os parezco, un turco al asalto de Bizancio.

Tal vez, para darme un aire más norteño, debería quitarme el mostacho y, al igual que un pícaro español llamado El Dioni, camuflarme bajo un rubio y rizado peluquín. Pero no. "Negen espregenvon peluken". Seguiré luciendo (a riesgo de terminar siendo) cabeza de turco. Genio y figura, hasta la sepultura. Aunque a la sepultura me termine enviando un skin head, ese perro ladrador que no hace sino anunciar que los gladiadores raciales vuelven a la arena europea, entre los aplausos de la plebe.

Viele küsse.

es periodista.

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