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El color y la memoria

Era suave de gestos, elegante. Jamás le oí elevar la voz, mientras la tuvo. Cuando la perdió siguió manteniendo la misma actitud acompasada, serena, ante el mundo. Algunos se empeñaron en amargarle sus, últimos meses de vida. Dudo que lo consiguieran. Él siguió pintando hasta que ya no pudo más, hasta que el enemigo de su voz se apoderó también de su cuerpo. Andaluz profundo, tenía demasiado señorío para que le alcanzaran mezquindades y logrerías. Señorío, sí: lo hay de una condición especial en Andalucía; no es necesario pertenecer a una determinada clase social para poseerlo. Está amasado con siglos de elegante escepticismo, con una larga, acumulada sabiduría. Este señorío vertebraba a Pepe Caballero, aquel muchachillo de Huelva que con menos de veinte años se paseaba por el Madrid republicano de Federico García Lorca y Pablo Neruda y, discípulo privilegiado de Vázquez Díaz, alumbraba dibujos y lienzos surrealistas de extrema calidad.Pueden verse ahora colgados en las salas del Centro Cultural de la Villa, con motivo de la Exposición antológica que se ha dedicado al pintor. Su contemplación es una lección de pintura, de rigor, de oficio (inocencia del color, hiriente turbación de la línea, triunfo de la imaginación), pero lo es también de historia viva de España. be la mejor España. Pues esta obra comenzó su andadura en años luminosos de nuestra cultura, para luego desarrollarse entre enormes dificultades. Tanto que Caballero decidió enmudecer, pictóricamente, durante buena parte de los años cuarenta. Un silencio salpicado de llameantes paréntesis clandestinos. Exiliado interior, no podía olvidar cómo en septiembre de 1936 había recibido devuelta en su casa de Huelva la carta que poco antes había dirigido a García Lorca a Granada acompañada de la siniestra advertencia de que por "su seguridad personal" no volviera a escribir a la dirección del poeta asesinado, todo ello rematado por una amenazante apostilla: "Primer aviso". Pero Caballero superó el silencio y las prohibiciones. Y volvió a pintar. Y lo hizo con abundancia y talento, fiel a su destino, sin importarle la victoriosa mediocridad circundante.

Su producción, y la de otros, configuraron, sí, una cultura antifranquista cuya significación debe subrayarse enérgicamente si no queremos diluirla en un mero resistencialismo doctrinario que sólo alcanza a expresarla de modo muy parcial. Espriu escribió en ocasión memorable que su generación había vivido para salvar las palabras y entregárselas a quienes vinieran después. Caballero, y otros con él, salvaron las formas plásticas, esto es, aseguraron la perduración de la imaginación, la vigencia de la poesía pictórica frente al adocenamiento y la vulgaridad predicados por un poder enemigo del arte y fomentador por eso de los epigonismos más residuales, sin olvidar las estéticas fascistas, en cuyo ámbito pleno (cripta de no sé qué, ni me importa) quiso el dictador resolverse -menos mal- en su nada. Ojalá el olvido se adueñe también de ella.

La historia de la cultura antifranquista está por escribir. Se la ha reducido con demasiada frecuencia a la disidencia explícita del régimen, cuando la más profunda fue la que se produjo sin gesticulaciones formales ni señales explícitas de hostilidad. Algunos lienzos de Caballero de aquellos años irredentos, como Al llegar el verano, de tan insinuado como turbador erotismo, o como Amigas de la luna, de tan intensa irradiación vital (en el primero aparece una muchacha de espaldas semitapada por una sábana; en el segundo, cuatro mujeres alzan o portan sandías lunares), eran tácitos signos de desvío notorio de aquella España de tambor y sacristía y regentada por el más acendrado estilo de cuartel.

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Representaba el de Caballero un desvío existencial, que es más profundo que el meramente político. Esa fue la grandeza de los mejores momentos de la II República, en cuya cultura germinó el pintor: haber alumbrado otro talante, otro discurso vital, pautado por melodías distintas, por sones diversos. Ésa es, dicho sea de pasada, una de las hipotecas que más gravitan sobre la actual situación: la ausencia de una sensibilidad nueva.

En todo caso, ésos y, otros cuadros y dibujos de Caballero son hijos, directos o indirectos, de aquella plenitud creadora, de aquella energía puesta en pie y hecha por una vez pueblo en días perdurables que los revisionistas y reescribidores de la, historia han tratado, tratan, de borrar con insistencia, y de cuyo resplandor hay que seguir hablando, porque son materia indispensable de nuestra memoria, alimento nutricio que no podemos rehusar. "Yo me acuso( ... ) de no creer en las verdades del barquero", escribió el pintor en uno de esos candentes textos que fue alumbrando a trechos, un poco o un demasiado para sí mismo. Por eso, porque no creyó en las verdades dadas, tuvo la imaginación que tuvo y dotó a su obra de esa superior dimensión poética en que se sustenta, más allá de su hermosa, continua evolución. Por eso no participó del grotesco orden estatuido e incluso, cuando la dictadura había terminado, padeció marginaciones poco generosas e incomprensiones torpemente gratuitas.

Algunos le han objetado el haber colaborado como ilustrador en determinadas revistas del fascismo. Los organizadores de la Exposición han incluido con buen tino algunas de esas colaboraciones que en absoluto comprometen la identidad del pintor ni su limpia trayectoria y sólo acreditan algo evidente: la necesidad de sobrevivir que tuvieron los vencidos. De hecho, los fascistas más radicales se dieron cuenta de la extraña y discordante presencia en sus revistas de este "rojo encubierto", como lo llamó uno de ellos, que pidió la inmediata exclusión del pintor.

"El arte sólo tiene interés mientras se hace", solía repetir José Caballero, que mantenía ante su pintura un distanciamiento ejemplar. Al parecer, cuando terminaba sus obras, las volvía de espaldas. Pero las formas artísticas albergan un ínsito impulso de supervivencia. Y son también señales de la memoria colectiva. Dé la mejor memoria. La que vive a salvo de los fantasmas y los fantasmones. La que se nutre de la plenitud y quema con el fuego de la zarza donde arden y viven siempre los más altos dioses de los hombres.

M. García Posada es crítico literario.

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