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Mercè

Esto no es Noruega, claro. Y así resulta que a las pocas ministras y a las directoras generales que se atreven a meterse en política las ponemos en una pecera para reírles las gracias. Existe en los mirones políticos una especie de androcracia residual que no llega a machismo, pero que desconfía de la mujer cuando se intenta medir con el hombre, y así vamos empedrando nuestro incierto progreso con cadáveres de mujeres políticas que quisieron llevar no los pantalones de la hombría, sino simplemente los pantalones de las ganas de vivir o de gobernar.Los asesores de imagen de los hombres públicos se lo pasan en grande cuando pueden disfrazar a su pupilo. El terno azul marino de la Administración es el nuevo traje talar de la religión del Estado y, a veces, conviene retocarlo con afeites y pinturas. Es cuando se coge a un ministro y se le sumerge en el fondo de una mina con casco sincero y hollín en el cutis, o cuando se le viste con la bata blanca del galeno bondadoso o con las botas embarradas de los obreros que algún día quiso emancipar. Pero todos estos elementos de tramoya necesitan siempre la presencia de las cámaras. Se visten para lucirse. Y en este travestismo de los políticos se percibe la lejana tentación panteísta del poder, cuando sus jerarcas máximos se jactan de ser el primer albañil, el primer electricista o el primer idiota del país.

Todo eso a los hombres se les perdona. Pero a las mujeres se las mira con lupa y se las sojuzga a la menor desviación del guión. Mercè Sala nunca ha conducido el tren para que la vieran. Y cuando la cámara la descubrió, yo sentí el humano sentimiento de la envidia del niño que nunca tuvo un tren tan grande para recorrer el mundo. Libérrima Mercè, que sabe gozar de su trabajo sin perderse el respeto a sí misma. Me gusta esta mujer de gestos siderúrgicos y corazón de peluche. Su tren es también el mío.

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