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Ante la Cumbre de Río de Janeiro

Hace ahora dos décadas que tuvo lugar la cumbre de Estocolmo en la que se formalizó el acta de nacimiento de la conciencia ambiental de la humanidad. Mañana, 3 de junio, se inaugura solemnemente la conferencia de Río de Janeiro sobre esta misma temática, auspiciada por las Naciones Unidas, que constituirá seguramente un hito histórico significativo, no tanto por lo que allí se convenga, que será poco, sino porque a partir de este encuentro, que concentrará a los dirigentes de todos los países del mundo, se podrá avanzar más en la solución de los problemas pendientes. Parece oportuno, pues, realizar algunas reflexiones sobre la situación de partida.No podemos por menos de admitir en términos científicos que en algún momento desapareceremos como especie, lo que desde luego sucederá el día que se enfríe la Tierra. Nadie duda que ni la vida ni el género humano están asegurados indefinidamente. Pero el caso es que podemos extinguirnos mucho antes de lo que nos corresponde en virtud de equivocaciones de comportamiento cometidas por nuestras interferencias en los sistemas planetarios. Mi hipótesis, discutible por cierto, es que probablemente el hombre en cuanto tal se agotará relativamente pronto porque estamos mal programados genéticamente. Disponemos de excelentes aptitudes para descubrir las leyes de la naturaleza, tenemos capacidad para escudriñar las normas que rigen el cosmos, en esto el ser humano es verdaderamente genial, hemos conseguido importantes logros en nuestra dinámica intelectiva que se han incorporado al momento cultural actual.

Pero, sin embargo, no contamos con capacidad suficiente para organizarnos, para conseguir una positiva simbiosis con los sistemas naturales, para vivir en armonía con el mundo y con otros grupos de sujetos.

En estos momentos nos rigen, por ejemplo, por dos sistemas capitales de valores que no nos valen aunque hayan sido útiles en otras épocas, pero ahora están desfasados y no sabemos sustituirlos. La humanidad está encuadrada por dos ejes de coordenadas, que son la democracia nacional y el mercado. Es obvio que como mínimo tenemos que ser demócratas, la alternativa sería la ley del más fuerte, lo que ética y civilizatoriamente sería inasimilable, pero la democracia que nosotros vivimos y practicamos, un sistema de gobierno del que se ha dicho que es el peor que existe después de descartar todos los demás, tiene todavía la impronta de las pequeñas comunidades griegas, donde se generó, en las que la gente, de viva, voz, resolvía sus pequeños problemas.

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Con este ingenioso y todavía no reemplazable sistema se priman las libertades, aunque la voluntad de los más se imponga a la de los menos, lo que evita que la toma de decisiones requiera unanimidad, haciendo funcionar así las organizaciones colectivas. Pero, sin embargo, y esto es una de las características propias de nuestra época, como ahora vamos a ver, esta regla no vale en términos absolutos y excluyentes para sociedades desarrolladas. Los Estados nacionales, en el mejor de los casos democráticos también, son organizaciones espacialmente limitadas, territorialmente insuficientes, constituyen plataformas políticas obsoletas, claramente propicias además al egoísmo del grupo y a la perversidad ambiental. Las soberanías celosamente nacionales contrastan en estos momentos con la escala mundial de los problemas que se presentan en un contexto interrelacionado de sistemas terráqueos que no constituyen peculiaridades exclusivas de cada una de las comunidades soberanas. Todos los habitantes de la Tierra estamos colectivamente imbricados, pero carecemos de una auténtica organización internacional.

Las Naciones Unidas son un foro ineficaz al que habría que dotar de mecanismos más ágiles y sobre todo de muchas más competencias detraídas de los Estados, pero éstos no quieren oír hablar de tales abdicaciones. Los cascos azules y toda la parafernalia coactiva de este organismo son simples paños calientes. No existe realmente nada que pueda representar las voluntades de todos los que habitamos este mundo. Es improbable que el actual dispositivo de organización de la humanidad en Estados nacionales pueda generar impulsos para un sistema de gobierno mundial acorde con las inmanentes exigencias del tiempo y del espacio.

Los mecanismos de elección de los dirigentes de los países poderosos del Norte presionan espontáneamente hacia la adopción de políticas que benefician localizadamente a los votantes. Sería suicida para un candidato plantear un programa que vaya contra los intereses materiales inmediatos de la mayoría de los electores, proponiendo trasvases de rentas a otros países o sacrificios actuales en pro de generaciones venideras.

Basta contemplar la experiencia de, la nación hoy líder mundial indiscutible, la más poderosa de la Tierra; si ni siquiera ha sido capaz de organizar su propia solidaridad interior -recordemos los recientes sucesos de Los Ángeles-, es inimaginable que esta dimensión altruista luzca en los planteamientos de su política exterior.

La Cumbre de Río ha estado a punto de fracasar por los temores del actual presidente, candidato a la reelección, de comprometerse en una política de rentas internacionales que supondría un aumento de impuestos para los norteamericanos o en programas de disminución del consumo de energía que afectarían a las aspiraciones de nivel de vida de los ciudadanos de aquella nación. En menor grado quizá, pero con la suficiente intensidad, estas motivaciones egoístas lastran también las preferencias de los componentes de otras naciones.

Sólo una alteración profunda de las ideologías predominantes podrá propiciar el cambio. Pero para ello se precisará de un movimiento formidable, catalizado por un gran líder mundial, una figura genial parangonable a las que en otras épocas han cambiado el curso de los tiempos. No hay barruntos de que esto vaya a suceder, aunque, como ocurrió en el pasado, antes de las grandes revoluciones históricas, exista una cierta receptividad potencial.

La otra coordenada es el mercado. Bienvenido sea el derrumbe aparatoso, desgraciadamente retrasado, del muro de Berlín, pero que ello no nos lleve a la falsa conclusión de que pueden resolverse los problemas mundiales sólo por vías de liberalización, mediante el funcionamiento de los precios, a través de la valorización de los bienes en los intercambios, con ayuda de la famosa mano oculta del mercado.

La lógica del mercado es difícilmente sincronizable con la ambiental, esta última demanda un uso ahorrativo y parsimonioso de los recursos naturales, especialmente de los no renovables, mientras que el liberalismo que quintaesencia la dinámica mercantil presiona hacia la ampliación indefinida de los bienes consumibles, hacia la eliminación de trabas y cortapisas. Una empresa reprimida en su crecimiento por causas intrínsecas o extrínsecas está abocada al fracaso. El empresario que no desee ampliar su cifra de negocios más vale que cambie de oficio, lo que es extrapolable a toda la economía nacional. Como dice el zorciko vasco, "todos queremos más y más y más y mucho más".

El mercado no es, desde luego, la panacea, y el individualismo, menos; somos una especie solidaria, un gigantesco termitero, un enorme panal, y debemos comportarnos como tales, no podemos fraccionarnos indefinidamente en países ricos o en países pobres, en gente sana y enferma, joven y mayor. Es indudable que lo que hacemos, deseablemente al menos, en pequeña escala ayudando a los menesterosos, a los dolientes o a los ancianos, lo debemos hacer a escala terráquea. Lo que no sabemos es cómo.

Este tipo de supraconcepto está siendo anclado ahora en unas bases nuevas: la conciencia ambiental, la conciencia de la Tierra. Pocos pensaban en la Tierra como tal hace 30 años. La preocupación de grupos crecientes por la biosfera tiene no más allá de dos décadas, se inicia en términos rigurosos cuando estos cuestionamientos se formalizan en la cumbre de Estocolmo que precedió a la versión de Río de Janeiro. Este tipo de reflexión profunda que todavía no ha llegado a todos exige determinadas reacciones cuyo alcance y medida no se nos alcanza todavía. Parece, no obstante, evidente que, como anticipábamos, si el hombre no actúa con la escala adecuada acortará su permanencia en el cosmos. No quiere decir que esto vaya a suceder mañana, pueden pasar todavía unos cientos o miles de años, que no son nada en la historia de la Tierra ni tampoco incluso en la de la especie a la que pertenecemos.

Parece que tendríamos que pensar en las generaciones venideras haciendo justicia al tipo de continuidad en que estamos inmersos. De hecho, somos partes de una especie que pretende durar y nos está, por tanto, vedado traicionar nuestro propio destino, que no se agota como tal en el decurso físico, activo, de cada generación. Un viejo y conocido dicho señala que el hombre necesita para perpetuarse tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Todo ello está apuntando hacia una pequeña eternidad, entre comillas, que radica en la prolongación del nosotros. No obstante lo efímero de la sustancia inerte que nos soporta, podemos transmitir espiritual y culturalmente nuestra impronta con una duración impredeterminada.

El hombre es evolutivo en sí, en sus innovaciones y en sus progresos, no parte de cero, sino que está inmerso en un arrastre cultural, civilizatorio, institucional, de signo deslizante, que renueva incrementalmente sus aportes; pero se requiere una renovación institucional, de signo fundamentalmente comunitario, para restaurar la armonía del hombre con el tiempo y el espacio, si es que esto es posible, lo que no está acreditado. Ello exigirá la asimilación en gran escala de un orden nuevo de valores, cuyas características sólo vagamente intuimos, porque debe reconocerse que en estos momentos no hay soluciones asimilables, de recambio, ni para la democracia tradicional ni para el mercado.

Ramón Martín Mateo es catedrático de Derecho Administrativo y rector de la Universidad de Alicante.

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