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De la incuria al infarto

Paloma Díaz-Mas

Resulta bastante difícil encontrar en Europa un país en el que los ciudadanos conozcan tan poco de la cultura judía como en España. En los países de nuestro entorno cercano, quien más quien menos sabe que Yom Kipur es una festividad religiosa, que el yídish es una lengua parecida al alemán hablada por los judíos de origen centroeuropeo, que la comida casher es la preparada de acuerdo con determinadas prescripciones rituales, que Disraeli o Cohen son apellidos judíos, o podría nombrar algunos escritores contemporáneos de ese mismo origen. Todo ello forma parte de la cultura general de nuestros vecinos, pero parece ser que no de la nuestra.Las causas de ese desconocimiento hispánico parecen claras: en todos esos países que nos rodean la sociedad es variopinta, compuesta de elementos que difieren en lo étnico, lo religioso y lo cultural; la presencia judía -como la de otras etnias, religiones y culturas- puede ser más o menos minoritaria, pero forma parte del tejido social, está presente en la vida cotidiana. La sociedad española, en cambio, arrastra varios siglos de rara uniformidad, que la convierten en un fenómeno ciertamente extraño dentro del panorama europeo; un tejido social que -parodiando el anglicismo wasp- podríamos calificar de abrumadoramente calab: católicos, latinos y blancos.

Una sociedad tan insólita sólo ha podido forjarse por un proceso lento y complejo. Pero, en lo que se refiere a la ausencia del elemento judío, conmemoramos precisamente hoy una fecha clave: el quinto centenario del edicto de expulsión por los Reyes Católicos.

El edicto vino a quebrar definitivamente una larga coexistencia de cristianos y judíos que ya llevaba por lo menos un siglo resquebrajándose. La cultura judía vivió en la Edad Media peninsular una auténtica edad dorada. Primero, en la España musulmana (Al Andalus), sobre todo del siglo X al XII, hay una extraordinaria floración de intelectuales que producen tanto en hebreo como en árabe. Posteriormente, a raíz del integrismo islámico de almorávides y almohades, el florecimiento de las juderías se da sobre todo en los reinos cristianos, donde los judíos, al ser considerados propiedad real, poseen un estatuto jurídico que les permite organizar sus comunidades con notable autonomía. Las oleadas de antijudaísmo que azotan la Europa medieval sólo estallan con gran violencia en la Península a finales de ese siglo inestable, lleno de guerras, que es el siglo XIV: 1391 es el año trágico en el cual se producen matanzas masivas y asaltos a juderías. Y también emigraciones y conversiones forzadas.

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Muy discutidas han sido las causas que llevaron a Isabel y Fernando a firmar el edicto de expulsión. Pero aquí nos interesan sobre todo las consecuencias. La primera, de tipo externo, es el éxodo en condiciones dramáticas de más de cien mil judíos, que van a asentarse en el norte de África, en Portugal (donde se les obliga a convertirse pocos años después), en los Países Bajos, en Italia, en el sur de Francia o en el Imperio Otomano, lugares que constituyen, las comunidades de los llamados sefárdíes (de Sefárad, nombre hebreo de la península Ibérica), que durante siglos han conservado unos rasgos culturales específicos: la conciencia de su ascendencia hispánica, una liturgia propia y, en muchos casos, el uso del español como lengua de comunicación y literaria hasta el mismo siglo XX.

Pero el edicto tuvo también consecuencias intemas: aparte del empobrecimiento que tal sangría de población pudo producir a las coronas de Castilla y Aragón, la conversión masiva y forzada al cristianismo de quienes no quisieron abandonar su tierra vino a acentuar el ya existente problema de los conversos y constituyó la base de un grave conflicto social (entre cristianos viejos y nuevos) en los siglos XVI y XVII. La última consecuencia -interna- del edicto fue lo que señalábamos al principio: los españoles han vivido durante siglos -por mera falta de convivencia- en un estado de ignorancia profunda con respecto a todo lo judío, ignorancla especialmente dolorosa teniendo en cuenta que los logros alcanzados por la cultura hebraica en Sefarad deberían constituir uno de nuestros más apreciados patrimonios, máxime cuando a lo largo de la Edad Media fue habitual la colaboración de judíos con musulmanes y con cristianos en empresas culturales; no es posible entender, por ejemplo, la labor científica de Alfonso X, la difusión de las ideas de Aristóteles en Occidente o la tradición de traducciones de la Biblia en lengua vulgar sin tener en cuenta la participación de los judíos en esas labores. Ignorar la cultura judía medieval es ignorar una buena parte de nuestra propia cultura.

No quiero decir con esto que no haya en nuestro país buenos conocedores de la cultura judía: contamos con especialistas de muy alta talla, vinculados a las diversas universidades donde se imparten estudios de Filología Hebrea o al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Pero la mayor parte de la población incluidos, por desgracia, los medios de comunicación- acusa una notable falta de información sobre el tema judío, lo cual es campo abonado para tópicos, prejuicios, malentendidos y falsas interpretaciones.

Se acumulan en este 1992 demasiadas conmemoraciones. Y una de ellas es la expulsión de los judíos, que, aunque no sea la que esté acaparando el interés mayoritario, ha recibido por lo menos alguna atención: de noviembre a enero tuvo lugar en la sinagoga del Tránsito de Toledo una espléndida exposición sobre La vida judía en Sefarad, con magníficas piezas artísticas y arqueológicas judeomedievales (aviso para los que se perdieron la exposición: no se pierdan el catálogo); la Comisión Nacional Judía Sefarad 92 está organizando un denso programa de actividades culturales y artísticas de muy diversa índole; son varias las instituciones que han programado actos (mesas redondas, ciclos de conferencias, cursos, conciertos) de temática judía, y -al menos en estos días- los medios de comunicación están dedicando espacios a informar sobre el tema.

Sea todo ello bienvenido, sobre todo lo que está hecho con seriedad, amenidad y rigor, y cumple, por tanto, la misión de informar cabalmente al público. Porque forzoso es decir que no todo el mundo prepara las informaciones o las actividades con la misma seriedad; es comprensible, porque siempre resulta más incómodo vencer la pereza mental y enterarse de las cosas que echar mano de lugares comunes; como siempre que un tema está en candelero, estamos teniendo que oír y ver bastantes tonterías, que en este caso se concretan en la reiteración de tópicos manidos y sensibleros (el supuesto amor a España de los sefardíes, lo de las llaves de Toledo, las nostalgias seculares más o menos inventadas), mezclados a partes iguales con paternalismo condescendiente e injustificada mala conciencia o intempestivas extrapolaciones políticas.

Otro de los peligros es que todo se convierta en una nube de verano: pasada la conmemoración, a olvidamos del asunto. Si es así, tantos esfuerzos no habrán servido para gran cosa. Porque si para algo vale conmemorar es para iniciar una labor de divulgación y de enseñanza que haga a los ciudadanos más sabios sobre el asunto que se conmemora. Sin continuidad, se producen actos todo lo relumbrantes que se quiera, pero que son eso: relumbrón. No vayamos a caer en lo que certera y humorísticamente definía un amigo mío como "cinco siglos de incuria y una semana de infárto".

Paloma Díaz-Mas es profesora de la Universidad del País Vasco. Autora de Los sefardíes: historia, lengua y cultura.

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