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El horizonte de la juventud

Dos personas que viven en vecindad tienen una perspectiva espacial similar, mas desde la perspectiva del tiempo, su mundo puede no ser el mismo. Ambas están en un mismo aquí, pero no resulta tan obligado que vivan el mismo tiempo, un ahora común. Si son sensibles, ninguna de ellas estará contenta con el presente, siempre menesteroso e imperfecto, pero una esperará del porvenir lo nuevo que aniquile todo el pasado, mientras la otra lamentará que algunas de las formas de vida y de las cosas que estimaba de ese pretérito se vayan clausurando y desapareciendo sin última justificación. Como si la segunda rozara en ocasiones el mundo en que vive y no acabara de entenderlo. Son, en efecto, dos almas distantes: la revolucionaria y la reformista, que prefiere los cambios sin la ruptura desgarradora.Confieso mi simpatía por la continuadora, y no creo que este rechazo mío a ciertos modos y manías actuales de la gente se deba a que, por mi edad, empiezo a recorrer los desvanes sombríos de la vejez, la cual suele caer en la vulgaridad de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. No es así. Ese sentimiento, para ciertas cosas, lo he tenido desde mi ilusionada y expectante juventud. Con la edad, ciertamente, se oye más fuerte el eco del pasado, y de algo sirve la experiencia, útil sólo cuando la vida es larga. Esa experiencia nos hace vislumbrar en toda plenitud el comienzo de su decadencia, pero, a la vez, nos hace admirar, con mayor vigor que cuando jóvenes, el esfuerzo y el genio de los creadores, aunque de esa creación y de ese esfuerzo quede sólo la huella y el recuerdo, o incluso sólo la ruina y el olvido, y sintamos el mundo como una inmensa bola de melancolía. Asistí, con mis contemporáneos, a cambios profundos en muchos órdenes de la vida, que arrastraron, en buena hora, ideas falsas o caducas y situaciones intolerables. Mas ese vendaval se llevó al tiempo cosas muy valiosas. ¿Cómo veía el mundo un joven cuando yo lo era, esto es, al comienzo de los años treinta?

Si me pongo en el lugar de ese rapaz, veo una España en discordia, en medio de una Europa violentada por los extremismos del comunismo y del .fascismo que a mí -pero no a todos los demás jóvenes- me parecían monstruos semejantes. Pero aún era mi país España entera, y no se habían roto las compuertas de los excesivos nacionalismos. El país, simplemente, existía, todo lo menesteroso y atrasado que se quiera, pero existía unido. Predominaba todavía la vida rural, como puede comprobarse en aquellas fotografías de campesinos mirando, absortos, las representaciones teatrales de la itinerante Barraca de García Lorca. Europa era una ilusión, pero una ilusión lejana. Para los intelectuales de la época, con Ortega, mi padre, a la cabeza, "sólo mirada desde Europa (era) posible España", a la vez que "España (era) una posibilidad de Europa". Aquel joven se emocionaba con los paisajes de su país -"paisajes del alma" los llamó Unamuno- y, paradójicamente, le servía de acicate a su entusiasmo patriótico ver cuánto había por hacer en España, cuánta tarea andaba pendiente. Animaba a emprenderla el gran esfuerzo pedagógico que había iniciado la República y el excelente nivel de la Universidad española, en casi todas sus ramas. Aún creía él, al empezar sus estudios de agronomía, que la transformación de secano a regadío era la solución para superar los males endémicos de nuestra agricultura, y no la reforma agraria, demagógica y vengativa, que aprobaron las Cortes. Admiraba aquel joven la obra inmensa que estaban desarrollando los intelectuales -escritores, científicos, artistas-. Junto a la generación en plenitud de sus padres -Juan Ramón, Falla, Marañón, Américo Castro, Gómez de la Serna, Ortega- aún estaba viva la anterior de Baroja, Unamuno, Azorín, Valle-Inclán, Menéndez Pidal, los Machado, Zuloaga y Sorolla, y venía batiendo sus tambores la nueva de García Lorca, Buñuel, Alberti, Jarnés, Rey Pastor, Zubiri, los Halffter, Pittaluga, y nada menos que Picasso, Miró, Dalí y Juan Gris. Años dorados aquellos que hicieron exclamar al mexicano Alfonso Reyes, al llegar a Madrid en 1922: "¡Y qué Madrid el de entonces! ¡Qué Atenas a los pies de la sierra Carpetovetónica!". Se tenía, en suma, un gran respeto a los intelectuales, tanto a los genios como a los que brillaban por su ingenio, en equilibrada competencia con los franceses -Cocteau, Morand, Giraudoux- que, por las mismas fechas, lucían su proverbial esprit.

La mujer, aunque mantenía con los jóvenes una estrecha relación universitaria y deportiva, no era todavía para ellos la esfinge sin secreto. No era presa fácil para la ansiedad del varón, y la mayor parte de ellas llegaban vírgenes al matrimonio. Tanto jóvenes como mayores hacían pocos viajes lejanos -París era ya distante-; sólo excursiones por la geografia peninsular, más asequibles para los escasos fondos de que se dlsponía. La vida básica -alimentación y vivienda- no era cara, los impuestos pequeños; pero no era fácil encontrar una colocación a pesar de que la mujer participaba muy escasamente en el mercado de trabajo. El cine -primero el mudo, luego el sonoro, el color después- era el gran espectáculo universal, uno de los pocos que apasionaba tanto al gran público como a las minorías más exigentes. El jazz dominaba la música ligera y, desaparecida la moda del tango y la breve del charlestón, el fox-trot y el pasodoble eran los reyes de la fiesta. La calle era segura, y la red de carreteras asfaltadas hecha por Primo de Rivera hacía las delicias de los escasos automovilistas que las transitaban. La seguridad social estaba en sus balbuceos, el seguro de enfermedad no existía prácticamente. Los jubilados, otros que funcionarios o empleados de grandes compañías, se extinguían en casa de sus hijos, si éstos eran compasivos y no los abandonaban en sórdidos asilos. Pero la familia aún tenía fuerza y cumplía su misión responsable de eslabón social.

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Las que se denominaron ideas del siglo XX estaban dando asombrosa cosecha, sobre todo en el campo de la flisica y de la biología. Se andaba bastante bien informado de los acontecimientos, gracias a varios buenos periódicos nacionales; y prestigiosos editores continuaban su lento suicidio publicando libros en un país que prefería la tertulia a la lectura. Seguíamos con pasión la oratoria política, en la que eran tenores Azaña, Prieto, Calvo Sotelo, Sánchez Román, Miguel Maura y hasta, con su viejo pero brillante estilo, Alcalá Zamora.

En definitiva, en aquellos años uno se sentía en camino y se tenía ilusión en nuestro futuro personal y en el de España, que parecía entrar en la moder-

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El horizonte de la juventud

Viene de la página anteriornidad. Pero los triunfos electorales de Hitler en Alemania y de Gil-Robles en España, en 1933, que les izaron legalmente al poder, el primero para instaurar un régimen totalitario y el segundo para gobernar una República que no había reconocido claramente, cubrieron el horizonte de negros nubarrones. El año 36 estallaba la tormenta con nuestra guerra civil, y el 39 con la II Guerra Mundial, que truncaron todas las esperanzas, y no se pudo ya aspirar a vivir, sino sólo a sobrevivir.

Aquel poema de Machado, que yo había leído con tanta emoción poética, cuando yendo por tierras de España decía:

"Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta / -no fue por estos campos el bíblico jardín- / son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde vaga errante la sombra de Caín".

Nunca pensé que la guerra civil lo haría trágicamente verdadero. Desde fines del 35, el enfrentamiento entre las dos Españas se venía haciendo inevitable y sólo cabía ya lo que. Américo Castro proponía ante toda situación irreversible: "Y ahora, un padrenuestro por las cosas que no tienen remedio"..

¿Cómo son ahora los jóvenes, 60 años después de haberlo sido yo? ¿Cuál es su horizonte? Grandes sucesos y cambios ocurrieron desde entonces que han cambiado el color del porvenir, pero dos de ellos han sido tremendos: la amenaza de una posible apocalipsis nuclear que acabe con la humanidad (y vengan los insectos a ganar el predominio biológico sobre la tierra), y la obtención práctica, a punto de resolverse, de la energía de fusión barata e inagotable, que puede extender la civilización del ocio a todos los lugares del planeta. ¿Cómo condiciona el alma de los jóvenes españoles esos horizontes tan posibles y tan distintos? Mas, a mi entender, esos jóvenes tienen otros riesgos y venturas que afectan más directamente a sus destinos personales. Pero es tema que debemos posponer para un artículo venidero. Vayámonos ahora escuchando de nuevo a Machado:

"¡Qué importa un día! Está el ayer abierto / al mañana; mañana al infinito. / ¡Hombres de España!, ni el pasado ha muerto, / ni está el mañana -ni el ayer- escrito".

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