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El consejo del miedo

Una amiga, bien entrada ya en la cuarentena, se levanta todos los días a las seis para hacer varios kilómetros de jogging. Como corre sola por el campo, adquirió primero un fumigador con gas paralizante; luego se hizo con una pareja de dobermans adiestrados para el ataque, y semanas atrás inició los trámites para tener pistola. Está decidida a dar clases de tiro, pues -a su juicio- de poco sirven las armas en manos inexpertas.El caso tiene algo de curioso, cuando los años ajaron sus encantos más visibles, y unos virtuales atracadores sólo podrían confiscarle el chandal. Pero casa bien con la proporción de novelas y películas dedicadas hoy a los disuasores del crimen. Atendiendo a su mensaje, vivimos amenazados sin pausa por hordas de desalmados innatos, protegidos únicamente por policías y ejércitos. Aunque a veces hay ovejas negras de esas corporaciones, incluso entonces el inocente de turno acaba salvado por sus ovejas blancas. En definitiva, el peligro son los insolidarios civiles, que necesitan desesperadamente gendarmería para no caer en una guerra continua de todos contra todos. Con más o menos maquillaje, esa moraleja es reiterada por torrentes de imágenes y palabras, canalizadas como sano entretenimiento de masas.

Si en otros tiempos apenas había guardianes de tipo exclusivamente humanitario -como el ángel de la guarda, los hombres de Harrelson o los de Elliot Ness- no era porque faltasen policías y militares, sino porque abiertamente constituían la escolta de nobles, prelados y monarcas, y se ocupaban en la promoción de sus particulares intereses. El gran cambio acontece hace relativamente poco, cuando lo que Hobbes llamaba Leviatán se convirtió en Estado del bienestar. A partir de entonces, pretorianos y asimilados pasaron a ser los amigos proverbiales del pueblo, a la vez que otros personajes (el bandido generoso, el perseguido, el guerrillero, el insumiso y el simple excéntrico) se convertían en sus enemigos.

Al examinar lo equivalente a nuestra literatura policiaca durante el siglo XVII o XVIII, por ejemplo, encontramos que allí son héroes los actuales malvados, y viceversa. En las antiguas ferias, el ciego narraba con ayuda de unas viñetas la historia de aquel campesino que vengaba injusticias cometidas por una autoridad, o la de aquel otro que logró burlar la ira de todo un rey. Hoy los televisores vomitan sin pausa historias bien distintas de Fuenteovejuna; el malvado es quizá un vecino, un amigo, la gente que vive en tal barrio, los vestidos de cierta manera. En cualquier caso, la única cura es una abnegada policía, que para cumplir la ley no debería vacilar en violarla. Depositemos nuestra confianza en ella, y nuestra desconfianza en los demás.

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Pregunté a mi amiga si había sido violada, atracada o golpeada alguna vez. No, no recordaba cosa semejante, salvo ... ¿Salvo qué? Bueno, recordaba haber sido herida gravemente por un caballo de nuestros viejos grises, cuando cargaron contra una manifestación de estudiantes en Madrid y ella iba despistada por la calle. ¿Nada más? En fin, un vista de aduanas le robó por la cara un televisor portátil al entrar en Santo Domingo. Y -ahora lo recordaba- cierto agente de tráfico borracho, en Washington, le hizo proposiciones obscenas, con la agravante de poner el cañón de la pistola a unos centímetros de su nariz, como apoyo para dichas propuestas. Tenía algunas quejas también sobre la brigada judicial mexicana.

Supongo rarísimo este caso, pues muchos lectores habrán tenido ocasión de ver que cuando los persiguen sin motivo unos canallas aparece de pronto en escena -como en las películas- algún representante del orden y zanja el desafuero. Mi propia experiencia, que supongo más infrecuente aún, tampoco coincide con la mencionada película: en casi medio siglo de vida, haciendo excursiones más o menos largas a otros tres continentes, me he hartado de ver solidaridad y respeto entre los humanos, por encima de razas y clases sociales; en realidad, tanto respeto de unos a otros he visto como terror ante los encargados de asegurar solidaridad y respeto por medio de la fuerza.

Con todo, esa actitud popular se está quedando anticuada, y uno de sus signos es el destierro de sujetos como Robin Hood o Curro Jiménez, cuyo lugar en el género lo ocupan sicarios de lujo, a lo James Bond. Hasta formas algo degradadas del coraje -en la línea de Bonie y Clyde o Dillinger- han ido haciéndose cada vez más infrecuentes. No en vano desde muchos púlpitos se reza por el triunfo de perseguidores sobre perseguidos, aunque los templos sigan llamándose casas del desamparado.

La corporación policial-militar sólo sería innecesaria si dejase de haber crímenes, y cosa semejante parece remotísima. Sin embargo, la cacareada inseguridad ciudadana no es una epidemia comparable a la gripe, ni se solventará multiplicando vigilantes; refleja ante todo la pervivencia de ciertos privilegios (el máximo denominador común de los malignos actuales está en ser no-propietarios), y es alimentada por un desprecio generalizado hacia el derecho, que en buena medida brota de mantener algunas leyes injustas, demasiado transgredidas para ser prudentes.

Quienes presentan la inseguridad como cosa nacida de otros orígenes son los mismos que venden defensa ante peligros, en vez de esforzarse por abolir o mitigar motivos para el miedo. Esta diferencia básica se borra cada vez más, en beneficio de una hipocondría que venera a los médicos y un recelo que venera a los gendarmes. Ambos sentimientos son el mejor caldo de cultivo para algo invariable desde los césares por gracia divina al primer ministro por representación parlamentaria: gobernar implica administrar el temor ajeno. El interés objetivo del guardián es que el miedo siga intacto, o hasta crezca, de igual manera que la dolencia es el interés objetivo de una medicina donde el paciente paga cuando está enfermo y no cuando está sano.

Se dirá que el temor es Finalmente angustia ante la muerte, y que en esa medida resulta insalvable. Pero no caigamos en la trampa de creer que los peligros preceden siempre al temor, olvidando la capacidad del temor para producir peligros supeniores aún. Ahí están los feroces perros guardianes de mi amiga, o sus variados equivalentes humanos. El miedo ciego aconseja aumeritar los recursos de disuasión -hacernos más peligrosos que aquellos a quienes tememos-, y anclando la existencia social al concurso de protectores vitalicios, prácticamente irresponsables ante los protegidos, cronifiea las más graves amenazas.

En última instancia, el consejo del miedo es una u otra forma de subordinación, pues sólo reclama soberanía personal quien ha vencido la tentación de vivir aterrado, abierta o secretamente. De ahí que no sea realista esperar, ni de la propagarida ni de los gobernantes, recetas eficaces contra la hipocondría y el recelo. Mientras pagamos a tanto traficante de seguridad, como rebaños de ovejas custodiados por lobos, podríamos atender un momento a lo sustancial del asunto. Ernst Jünger, que el 29 de marzo pasado celebró sus 95 pletóricos años, nos lo cuenta:

"Librar de miedo al ser humano es mucho más importante que proporcionarle armas o proveerle de medicamentos. El poder y la salud están en quien no siente miedo. Y quien pone fin al terror es el mismo que antes ha vencido al miedo".

es titular de Sociología de la UNED.

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