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Tribuna
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¡Dejemos a Homero en paz!

Hace un tiempo soñé que tenía que escribir la solapa de mi última novela. Fue una pesadilla. Aseveraciones como novela definitiva o discurso narrativo decididamente único eran las luminosas ideas que acudían a mi mente en ese momento de duda. Con estas dos etiquetas tan manidas no podía escribir mi solapa, así que decidí documentarme al respecto, a ver si me inspiraba.Enseguida me di cuenta de que las tintas se han recargado hasta lo indecible. El juego absurdo e inútil de la adjetivación y la glosa desmedida me dio una primera pauta: nadie puede fiarse de lo que ponen las solapas. Para empezar, me documenté sobre la forma de presentar los datos biográficos. De autores extranjeros, sobre todo norteamericanos, podía leer datos tan relevantes como: "Fulanito nació en Long Island, fue educado en la High School de Chicago y estudió en la universidad de Illinois, aunque actualmente es profesor en la, Washington University de Sant Louis". Impresionante. En otros casos la cosa iba de más personal: "Vive en una granja en New Jersey con su esposa Peggy y su perro Lou-Lou, actividades que combina con la docencia en la Fundación Rockefeller, donde enseña literatura francesa contemporánea". Fantástico, me dije. Como para hacerse una vaga idea de qué va la obra del citado autor. Luego me remití a las solapas de autores españoles y comprendí que aquí el asunto ha sido siempre más crudo. "Zutanito fue a los Jesuitas y cursó estudios de Filosofía y Letras en...", como si esta información avalase definitivamente el nivel creador del autor. Y para rizar el rizo, en algunas se apostillaba: "Pero los abandonó [los estudios] en cuarto curso". Una forma de evidenciar la rebeldía de los contestatarios de los sesenta y los setenta. Perplejo, comprobé la manía de recalcar que determinado autor "ha pronunciado numerosas conferencias" (¿cuántas, 3, 572, 16.000?, misterio), o la de los que se confiesan "autodidactos empedernidos" (generalmente quienes no han seguido la vía universitaria, flagrante manera de vocear sus fantasmas), o la de los que "han sido traducidos a numerosos idiomas" (con lo que tenía obligatoriamente que preguntarme que a cuántos exactamente), por no hablar de la de los que habían viajado a "varios países".

Hasta el momento sólo había encontrado comentarios gratuitos, que no me ayudaban a comprender nada de la obra en cuestión y, por tanto, tampoco servían de modelo para mi solapa. Rápidamente deduje que un autor tiene que residir en Madrid, Barcelona, Zaragoza, Bilbao, Sevilla o Valencia. ¿Por qué, me preguntaba, no podría decir que vivo en La Almunia de Doña Godina? Por lo visto, vivir en las capitales viste.

¿Y qué pensar de quienes "han llevado a cabo los más diversos oficios"? Sí, una moda norteamericana donde las haya. Al parecer queda muy bien haber sido pintor de brocha gorda, descargador en un muelle, ayudante de matarife en un mercado o matón de puti-club.

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Tales circunstancias, supuse, ayudan a fomentar y agrandar el mito de un autor. Comenzaba a diseñar mentalmente el contenido de mi solapa cuando la originalidad de otro tipo de datos volvió a vampirizarme las ideas. Eran solapas que incluyen datos personales, como la mayor parte de los que mencioné antes, pero premeditadamente inútiles para la mayor comprensión de la obra. "Fulanito detesta los ordenadores", es un devoto de la polifonía medieval", "odia las plantas artificiales", "le encanta practicar el wind-surfing" o es "un consumado lepidopterólogo". Incapaz de imaginar para mí mismo manías y aficiones tan llamativas, decidí concentrarme en la búsqueda de adjetivos. El primer libro consultado era de un joven autor que publicaba su primer trabajo en una de las así llamadas editoriales literarias. Ahí, en la solapa, en apenas un par de decenas de renglones y refiriéndose a su obra, juro que se leía: "delicioso", "original", "extraordinaria maestría", "verdadera revelación", "perfecto", "agudeza", "rebosante de poesía", "riqueza imaginativa", "gracia narrativa", "inconfundible talento", "extraordinaria amenidad", "interés", "sorprendente", "subyugante", "enigmático" y "mano maestra". Y era su primera solapa.

Aturdido, pensé que si en los tiempos que corren quena vender mi obra debía escribir, al menos, algo así como "un nombre imprescindible" o una "voz absolutamente original" en el contexto de la narrativa actual. Más allá del pudor, no podía escatimar adjetivos ni sustantivos, a no ser que quisiera pasar desapercibido en esta feria de las vanidades. Los autores, seguía soñando, y cuanto más noveles más se insiste en ello, son " pura-sangres literarios" o "escritores de raza", cuando no narradores con un "genuino pedigrí". Encomiable empeño por animalizarnos, especulé ya en plena cirrosis mental. Traté de imaginar qué pensará la gente, los lectores, de tantas voces "rotundamente personales", de "saludables sorpresas", "gratísimos descubrimientos" o de "irrupciones en el panorama narratívo". Porque, ¡ay de aquel que no irrumpa! Y es que hay quien irrumpe antes de publicar, según comprobé leyendo un boletín promocional en el que se anunciaba la irrupción de un autor que aún no había publicado su primera novela. La susodicha irrupción, avisaba la nota de prensa, iba a producirse en el plazo de pocos meses.

En vista de todo esto, descarté la idea de elaborar una solapa discreta. Debía ser avasalladora y de acuerdo con la moda del momento. Si en los años sesenta las voces narrativas eran renovadoras y en los ochenta han sido originales, a punto de entrar en una nueva década, la de los noventa, lo que priva es ser preciso. ¡Ay de aquel o aquella que no lo sea! Constaté la sobreabundancia de autores de textos "primorosos en su brevedad", "de minuciosa elaboración", "efímeros e intensos", o que escriben con maestría y parquedad". Me convencí de que estamos sumidos en una especie de frenesí automutilador al leer en una solapa que cierta obra atendía a los dictados de una "destilación minuciosa", cuando no de una feroz "purificación fenomenológica" del lenguaje. Qué miedo.

La pesadilla persistía y yo, con insistencia canina, me veía impelido a explicar a mis lectores que mi libro (para no ser menos que los demás) era "formidable", "original" y, fundamentalmente, "insólito". Temblaba al pensar que aún podía apuntar más alto, que podía poner sobre aviso a esos lectores de que mi obra era la "magistral historia de toda una generación" o, descartando definitivamente el pudor, hablar en términos de "implacable vivisección de la condición humana". Menuda responsabilidad.

Había tocado techo. Pensé: del mismo modo en que la gente se ha hartado de autores que venían a ocupar un lugar de "honor en el contexto de las letras españolas", de "novelas del siglo", "de la década" o libros "rabiosamente imprescindibles", ahora se estarán hartando de consignas triunfalistas que más suenan a mahonesa o panties que a literatura. Pero el compromiso de escribir mi solapa no se desvanecía por haber comprobado, en la clarividencia de mi sueño, que los lectores seguramente pasaban ya de solapas. Tenía que dar con la clave que me permitiera salir airoso de este reto y, por ello, continué documentándome con denodado afán. Comprobé estupefacto que los editores permanecían inmersos en la desmesura. Presionados por las obvias necesidades de mercado y por esa especie de fiebre de la precisión, algunas solapas avisaban de que la colección X apuesta abiertamente por "la estética de lo breve", por obras de "cuidada escritura" o incluso "correctamente escritas". Faltaría más. Y aún peor, de algunos autores se insistía en ese inquietante "Fulanito no dice nada, tan sólo insinúa". Esto me dio mucho que pensar. Lo más patético del asunto, seguí soñando, es que la cosa está contagiándose también a quienes no lo necesitan para vender. De un autor más que consagrado, para promocionar su última novela, se leía que dicha obra era "heredera de Joyce y de Proust, de Conrad y de Faulkner", aparte del consabido summun de elogios.

Entre el sonrojo, la tentación por el exceso y la apremiante necesidad de tirar la toalla, me aferré aún a otra posibilidad: las referencias a los clásicos. Pero no. En algunas solapas ya se había comparado oblicua y respetuosamente a Fulanito con Shakespeare: "Alcanza el tono trágico e intemporal de..." y con Catulo o el mismísimo Virgilio al mencionar la elevada "tensión lírica". Y, por supuesto, con apellidos al estilo de Rabelais Nabokov, Cortázar o Laurence Sterne. Sí. Quizá en el reconocimiento filial por mis autores preferidos encontrara definitivamente la clave. Pero inmediatamente sufrí un sobresalto. Hasta la fecha aún quedaba un bastión inexpugnable: Homero. Tal vez porque Homero no sea sino un símbolo, alguien que acaso no existió. Un concepto. A modo de glosa de cierto autor, y por boca de un prestigiosísimo crítico, topé con la frase demoledora, detonante. La obra de Zutanito, afirmaba la sopala, "forma parte de la cadena áurea que empieza en Homero y acaba no se sabe dónde". Con tan arriesgada afirmación creí despertar de mi sueño. Lo hice sudoroso y en estado de enorme agitación. No me lo pensé dos veces: amenacé de muerte a mi caniche blanco, gordo, viejo y ciego. Pegué una buena paliza a los niños. Escupí sobre una foto de la boda de mis padres. Reflexioné intensamente en el suicidio. Insatisfecho y desesperado, por fin cogí el teléfono y llamé a mi mejor amigo. Con la menor excusa le dije que era un mediocre y un fracasado. Ya más sereno, fue entonces cuando creí despertar del todo. El panorama estaba claro. Liquidado Homero, agotados todos los tópicos y adjetivos posibles, me convencí de que no quedaba sino la posibilidad de afrontar con cierta elegancia, con asepsia, el dificil problema de describir en síntesis el propio ombligo. 0 eso o volver a sumirse en el sueño y, una vez allí, ser, por ejemplo, todo un matón de puti-club de carretera comarcal despertando, quién sabe, en los brazos de una hermosa troyana.

Javier García Sánchez es novelista.

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