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Imagen de AIberto Jiménez Fraud

Hace escasos días pude evocar en Madrid, en la Residencia de Estudiantes, ante un público fundamentalmente joven, la figura memorable de quien fuera su creador, Alberto Jiménez Fraud. La evocación, en cualquier caso irrenunciable en aquel recinto que fue el suyo y que la fidelidad y la memoria siguen haciendo suyo, llegaba naturalmente atraída por la proximidad del 25º aniversario de su muerte.Murió Jiménez Fraud -don Alberto, como siempre lo habíamos llamado- en Ginebra el 23 de abril de 1964. Quien esto escribe estaba a su lado entonces. Don Alberto -según he dicho en otra ocasión- vivió esa hora con la misma elegancia y dignidad con que había vivido todas. Entro en ella sin descompostura ni temor. Como si en él se hubieran cumplido en modo poco sólito las palabras de un texto de destierro, un texto de Maquiavelo que él amaba y que desde su propio destierro -nunca definitivamente interrumpido- de tan entero modo asumió: non temo la povertá, non me sbigottisce la morte. "Libre fue ante la muerte, / con libertad que sólo / su propia vida pudo darle", escribí en un poema de aquellos años que quiso ser uno de sus epitáfios posibles.

A finales de 1969, los restos de Alberto Jiménez Fraud fueron trasladados de Ginebra al cementerio civil de Madrid y depositados en la misma sepultura donde reposan los de Julián Sanz del Río, Fernando de Castro, Gumersindo de Azcárate, Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío.

Tal vez sea oportuno, a propósito del primero de los nombres que encabezan esa relación, recordar las siguientes palabras de Antonio Machado: "Todo el movimiento filosófico moderno español, al margen de la escolástica, arranca de un pensador ilustre, hijo de la tierra soriana, de don Julián Sanz del Río, a quien deben su -verticalidad -según frase del maestro Giner- la mitad, por lo menos, de los españoles que andan hoy de pies".

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¿Cabría recordar, a propósito del segundo, que en las aulas de extensión universitaria, creadas y, promovidas por Fernando de Castro durante su período de rectorado en la universidad de Madrid, se sentó puntualmente un joven tipógrafo gallego llamado por sus compañeros Paulino, que algún tiempo después iba a ser el fundador del Partido Socialista Obrero Español? Al reunir los nombres de la primera generación krausista con los de los creadores y propulsores de la Institución Libre de Enseñanza, resume o simboliza esa lápida el paciente y formidable esfuerzo de la fracción ilustrada de una siempre opaca burguesía española para llevar a este país a niveles europeos de educación, de formas de vida y de cultura.

El lento camino así iniciado en los años de la Restauración, como respuesta a la llamada "cuestión universitaria", es decir, a la crisis que entonces provocó el sector más oscurantista del primer Gobierno de Cánovas, se interrumpe de forma cruenta, como sabido es, en los de la guerra civil. Cabe decir que el retraso impuesto -y todavía no remediado- a ese proyecto reformador nos hace hoy llegar con retraso a Europa, no sólo en la perspectiva de la educación y la cultura, sino en la de la madurez del cuerpo social y de las instituciones políticas.

Nacen del proyecto reformador, en la práctica de la educación y en la práctica de la cultura, dos grandes instituciones. La primera es la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que dirigió con una eficacia y una austeridad casi míticas José Castillejo. La segunda fue la Residencia de Estudiantes, "creada para ayudar a la mejora y reforma de la vida universitaria española".

Con la sencillez característica de quien, como él, supo ser maestro en el arte sutil de la persona, explica así don Alberto ese simple suceso: "Un día recibí carta de Giner: la junta quería iniciar una obra universitaria; ¿podría yo adelantar mi viaje a Madrid y lanzar un pequeño colegio universitario que nacería como tímido y callado intento hasta ver si la opiniónespañola estaba preparada para recibirlo? Me puse en viaje, y en el mes de septiembre de 1910 me instalé en un hotelito de la calle de Fortuny hacia el final del paseo de la Castellana y repartimos unos folletos anunciando para la apertura del curso universitario la inauguración de una residencia de estudiantes". Tal es el tenue, delicado y nunca aparatoso o multimillonario comienzo de toda aventura del espíritu o, de toda empresa noble y verdaderamente duradera.

Fue así la Residencia, en su proyecto y en su crecimiento, recinto de la amistad y del diálogo, lugar de la cultura y del espíritu, entendidos ambos como espacio de encuentro y de unificación de los saberes y de las artes, de la investigación y de la creación.

Sobradamente conocida es la larga nómina de creadores de todo el espacio de las artes que en ella convivieron, desde Juan Ramón hasta Lorca o desde Dalí hasta Buñuel. Tal vez se recuerde menos que en sus publicaciones vieron la luz el primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, y la primera edición de obras completas de Machado, o se recogieron los ensayos de Unamuno o las conferencias de Eugenio d'Ors.

Pero al fomento de las humanidades y de las artes se unió, como era necesario en la perspectiva del encuentro y la comunicación de los saberes, el de la investigación y de las ciencias. De lo que fue el trabajo desarrollado en los diversos laboratorios de la Residencia (anatomía microscópica, química, fisiología, anatomía de los centros nerviosos, histología, bacteriología) quizá nadie haya podido dar más autorizado juicio que Severo Ochoa: "La contribución de los laboratorios de la Residencia a la formación de la juventud científica española ha sido asombrosa, y numerosos son hoy día los ejemplos de tal contribución". Ocioso sería decir que, en el orden científico, es el propio Ochoa el más alto ejemplo de lo que el espíritu de la Residencia contribuyó a generar.

Proyecto, pues, la Residencia, de ayer y de hoy, cuya actualidad no se ha extinguido. Como no se han extinguido en nosotros ni el espíritu ni la memoria del hombre que supo concebirla ni su irradiante amistad ni la delicada imagen de su persona.

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