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Ortega, el europeo

José Ortega y Gasset, miembro de una generación de europeos ahora casi enteramente extinguida, aspiraba a un tipo de saber poco común en su tiempo y casi inconcebible hoy. Abriéndose camino fuera de la España provinciana, fuera del Madrid pretendidamente cosmopolita y liberal, Ortega descubrió una nueva Europa en la Alemania de Guillermo Il. En la bucólica Hesse, en la pequeña pero famosa universidad de Marburgo, encontró un maestro docto en filosofía y teología, e interesado por la ciencia de una forma en la que nunca lo habían estado sus profesores del colegio de los jesuitas. También encontró allí una tradición que venía de la Ilustración y que España no había conocido nunca, tradición que daba a los siglos XVIII y XIX un significado que nunca con anterioridad habían tenido para él.Hermann Cohen, el maestro de Ortega, el primer judío creyente que fue nombrado ordinarius en una universidad alemana, se las arregló para crear, en colaboración con su principal colega, Paul Natorp, una de las principales facultades de Filosofía de Alemania, famosa por su enseñanza poskantiana, por sus reinterpretaciones de Platón, Descartes y Leibniz. Ernst Cassirer fue, quizá, el más distinguido entre los alumnos de Cohen, pero nadie que esté familiarizado con la fenomenología o el existencialismo, con Husserl o Heidegger, puede dejar de reconocer la importancia de la escuela de Marburgo en la generación de esas importantísimas tendencias filosóficas del siglo XX.

No obstante, de Ortega se piensa que se llevó de Alemania un escaso bagaje filosófico, abandonando muy pronto el poskantianismo de su juventud. En su propio y emotivo relato de la época en que se sentaba con su anciano maestro a leer juntos Don Quijote, obra a la que todos los españoles cultos aceptaban como un texto nacional casi sagrado, encontramos convencionalmente retratada su relación con la cultura alemana. Para los españoles, y para aquellos hispanoamericanos que conocen bien los escritos de Ortega, situándolo a la misma altura que Unamuno como una de las dos principales figuras intelectuales españolas del siglo XX, los años, de Marburgo aparecen como algo insignificante. Dado que su interés se centra en Ortega, el español, intelectualmente en discordia con Unamuno, aspirando a llegar más allá de las ideas de la generación del 98, fundando y dirigiendo la magnífica Revista de Occidente y trabajando, en circunstancias adversas, para contribuir a crear la efímera República española, tienen poco incentivo para buscar a Ortega, el europeo.

Leer muchos de los escritos convencionales sobre Ortega -que repiten las mismas pocas historias, deteniéndose raramente en el peculiar carácter de su mente o de su experiencia- es entender por qué no hay nada que pueda y siquiera remotamente pasar por ser una biografía crítica. Dada esta tendencia, podemos preguntarnos, no totalmente en broma, cuál podía haber sido la vida de Ortega si hubiera decidido estudiar en Cambridge (el Reino Unido) en lugar de hacerlo en Marburgo (Alemania). Nacido el mismo año que John Maynard Keynes, Ortega, casi con toda certeza, se hubiera encontrado allí con él, junto con algunos otros de los últimos bloomsburies, entre ellos Leonard Woolf, Lytton Strachey y posiblemente también E. M. Forster. ¿Qué hubiera hecho Ortega con los escritos filosóficos de Bertrand Russell y Alfred North Whitehead? ¿Cómo hubiera reaccionado ante las enseñanzas morales de G. E. Moore, uno de los particulares favoritos de Cambridge? ¿Habría aprendido mucho sobre la ciencia británica tal como entonces se practicaba en Cambridge, pero también en Manchester y en Londres? ¿Cómo se habrían desarrollado sus opiniones sobre el liberalismo y la democracia después de residir dos años en el Reino Unido?

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Estas preguntas están inspiradas, en parte, por la consideración de los perspicaces comentarios sobre Ortega formulados en 1964 por sir Herbert Read. Dirigiéndose a una audiencia en la Wesleyan University, en Connecticut, Read dijo de Ortega:

En numerosas esferas del pensamiento, en sociología y en ciencia política, en historia y en educación, en crítica literaria y en biografía, así como en ética y en metafísica, fue uno de los hombres más elocuentes y más inteligentes de nuestra época. Si hubiera escrito en inglés o en francés o en alemán, su nombre sería ahora conocido por todo el mundo. Pero escribió en español, una lengua que se abre camino lentamente en el mundo, y además fue deliberadamente informal, lo que no agrada a la crítica académica y ni siquiera a los editores comerciales."

¿Hubiera sido diferente la recepción de Ortega en el Reino Unido si hubiese conocido personalmente a prominentes figuras británicas intelectuales y políticas en la forma en que Alexis de Tocqueville las conoció en el siglo XIX? Un menor conocimiento del pensamiento de Dilthey y Simmel, de Schopenhauer y Nietzsche, ¿se habría visto compensado por un mayor conocimiento del pensamiento inglés, francés y estadounidense, en la forma en que todo este pensamiento llegó a ser transmitido por un pequeño grupo de intelectuales británicos en los primeros años del siglo XX? Estas preguntas son importantes porque Ortega, prácticamente desconocido fuera del mundo hispánico hasta la década de los treinta, necesitó la publicación de La rebelión de las masas, primero en el Reino Unido y luego en Estados Unidos, para conseguir renombre fuera de España y de sus antiguas dependencias coloniales.

Stanley Unwin, uno de los principales editores británicos, entre cuyos autores se incluían Russell y Tawney, Freud y Webb, Croce, Strindberg, Sorel y Romains, se ocupó de que Ortega, traducido, viajara también a través del Atlántico hasta llegar a un editor estadounidense, W. W. Norton, quien compró las páginas sin encuadernar. Los británicos fueron los primeros que mostraron interés por Ortega; en realidad, la edición original en castellano de su obra La rebelión de las masas tuvo una crítica favorable, a la manera anónima del Times Literary Supplement, en agosto de 1931. Esta crítica fue tan perspicaz como cualquiera de las que Ortega había recibido hasta entonces en el mundo de habla inglesa. Cuando, un año después, apareció la traducción al inglés, el Times Literary Supplement hizo una nueva reseña, de una forma, mucho más superficial, en un ensayo que en su mayor parte comentaba El tema de nuestro tiempo, de Ortega, traducido e impreso por un editor británico de segunda fila.

La reacción estadounidense, a finales del verano, fue considerablemente más entusiasta. The New York Times, en primera plana de la reseña dominical de libros, firmada por J. D. A., hizo un elogio inequívoco de la obra. El lector fue informado por J. Donald Adams, el editor del Book Review, de que "no encontraría un alimento tan estimulante en una docena de tem

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Stephen R. Graubard es director de Daedalus y profesor de Historia en la universidad de Brown, Cambridge, Massachusetts (EEUU). Traducción: M. C. Ruiz de Elvira.

Ortega, el europeo

Viene de la página anteriorporadas editoriales". Adams aseguraba también al lector que el libro no resultaría ser una "dura prueba mental"; no debía nada a la filosofía germana. Cómo, dada su propia educación, Adams sabía esto es imposible decirlo, pero fue la clase de bombo publicitario con que un editor sólo puede soñar. Si otras críticas estadounidenses, incluyendo la de H. L. Mencken, fueron más parcas en elogios, tales reservas no sirvieron en. absoluto para contrarrestar lo que el venerable The New York Times había logrado al encontrar extraordinaria la obra.

¿Qué es, pues, lo que los estadounidenses encontraron tan interesante en La rebelión de las masas? ¿Por qué se vieron tan captados por el libro? ¿Por qué, en realidad, lo compraron? ¿Lo leyeron realmente? ¿Por qué han venido recomendándolo a sus alumnos sucesivas generaciones de profesores universitarios? En medio de la peor depresión económica de la historia del país, ¿qué pudo significar un libro así para los estadounidenses? Estas preguntas nunca han sido contestadas, y, en realidad, raramente se han formulado. Sólo ahora, casi medio siglo después de su publicación, la obra parece de repente guardar relación con las preocupaciones de Estados Unidos. ¿Cómo puede ser esto?

Ortega, escribiendo sobre Europa, describía un mundo de "lleno", de aglomeración y apreturas, de perpetuo conformismo. Una democracia más antigua, basada en los valores liberales del siglo XIX, con su respeto incondicional a la ley, estaba desapareciendo. La nueva nivelación, tanto entre las clases como entre los sexos, no era del todo mala; en realidad, llevaba en sí las posibilidades de una nueva civilización. El pasado estaba claramente muerto; el futuro era totalmente desconocido. Ortega, a diferencia de Edmund Burke, no suspiraba por una Europa civilizada destruida por las fuerzas de la Revolución Francesa; tampoco, como Winston Churchill, deploraba el que las armas modernas hubieran dado lugar a la creación de una nueva barbarie.

El espacio y el tiempo cósmicos, escribía, eran mejor conocidos y mejor entendidos. La propia velocidad daba placeres incomparables; las idas y venidas no tenían fin. Esto, sin embargo, no nos trasladaba por sí solo hacia una mejor calidad de vida. Hacía al hombre más egocéntrico, señor de todo, extrañamente incapaz de controlarse a sí mismo. El hombre "se siente perdido en su propia abundancia".

¿Cómo había llegado a suceder todo esto? Europa, lo mismo que Estados Unidos, había sido testigo de una extraordinaria explosión de la población entre el año 1800 y 1914. El crecimiento de la población europea había sobrepasado, en realidad, incluso al de la estadounidense, y el poblamiento del Nuevo Mundo debía mucho a este "reboso" masivo. Era imposible asimilar culturalmente tales cantidades de valores tradicionales. Mientras que el tipo medio del hombre europeo era más sano y más fuerte que sus antepasados, era también más primitivo, sólo superficialmente instruido en determinadas técnicas tecnológicas modernas.

Si para todas las clases sociales el mundo había sido antes un lugar de pobreza, dificultad y peligro, el siglo XIX pretendió que ya no necesitaba ser esas cosas para nadie. Si todo sentido de jerarquía y tradición se había desvanecido, el nuevo interés universal estaba en el bienestar individual. El individuo, satisfecho consigo mismo, imaginaba que sus opiniones preferencias y gustos eran omniimportantes.

La vanidad -el atributo predominante del hombre masa- permitía que la vida pública europea llegara a estar do minada por el individuo intelectualmente vulgar, sólo capaz de operar en una sociedad que había pasado a ser bárbara. Para Ortega, la barbarie era sinónimo de la falta de normas. Sin normas, no existía una vida pública, nada que pudiera llamar se una existencia civilizada.

Al igual que Alexis de Tocqueville un siglo antes, Ortega no tenía la menor idea de adónde conduciría esta democracia de masas. Una posibilidad -la de "ser tránsito de una nueva y sin par organización de la humanidad"- tema que ser considerada; otra, no menos problable, podía ser una "catástrofe en el destino humano". Depende mucho de si fuera posible infundir de nuevo un sentido de la responsabilidad. Un mundo interesado principalmente por los automóviles y los deportes no era probable que mostrara interés también en algo llamado civilización. Incluso el supuesto interés por la ciencia de la Europa y los Estados Unidos contemporáneos estaba contaminado; no guardaba ninguna relación con los principios generales de la cultura; únicamente por la inversión de fondos para llevar a cabo descubrimientos científicos.

Grecia y Roma habían fracasado a causa de la carencia de principios; la Europa moderna estaba amenazada por una carencia de hombres, una falta de mentes. Demasiados pocos tenían algún sentido de la historia; de hecho, el inicio de la decadencia podía encontrarse ya en las últimas décadas del siglo XIX. Para Ortega, tanto el bolchevismo como el fascismo eran expresiones de la decadencia europea. Uno y otro eran. "dos seudoalboradas", primitivas, anacrónicas. Europa, para sus asuntos, necesitaba desesperadamente ponerse en las manos de hombres que fueran .contemporáneos", que conocieran la historia, no porque buscaran recurrir a ella, sino porque confiaran en escapar de la misma.

¿Quiénes, pues, podía esperarse que tomaran el lugar de Europa, dispuestos a asumir el liderazgo? ¿Los hombres de Nueva York? ¿Los hombres de Moscú? Ni los unos ni los otros, en opinión de Ortega, representaban nada fundamentalmente nuevo. Eran, para él, simplemente "fenómenos de camouflage histórico". Para la Unión Soviética, Ortega mostraba un escaso respeto. El pueblo ruso, para él, era un "pueblo juvenil", todavía en proceso de formación. Rusia era marxista de la misma manera que habían sido romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano. Su conclusión más importante, quizá, era que "Rusia necesita siglos todavía para optar al mando". El tecnicismo inventado por Europa y adoptado por Estados Unidos, otro "pueblo nuevo", definía la edad moderna. Pero Estados Unidos se encontraba solo en los comienzos de su historia -todavía no había sufrido-, en palabras de Ortega, "es ilusorio pensar que pueda poseer las virtudes del mando".

Para Ortega, las grandes "cabezas claras" de la antigüedad no iban a encontrarse en la India, China, Egipto o Persia, sino únicamente en Grecia y Roma, principalmente entre los políticos inteligentes. Nombraba a Temístocles y César como aquellos que mejor entendieron por qué la política era más que una ciencia, por qué exigía ir a la raíz de las cosas.

En el siglo XX, Europa, poco segura de su capacidad para mandar sobre el resto del mundo, necesitaba un nuevo principio de vida. En ese momento, el sistema estatal estaba expirando, los nacionalismos se encontraban en un callejón sin salida. Al tiempo que era posible que el comunismo soviético, con sus nuevos "planes de cinco años", tuviera pronto un gran atractivo para Europa, que pareciera una gigantesca empresa humana digna de emulación, Ortega esperaba que esto no sucedería. En su mente, "la construcción de Europa como gran Estado nacional" era "la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del plan de cinco años". En vez de una nueva moral eslava, Ortega reclamaba una nueva moral europea, "la incitación de un nuevo programa de vida".

Ortega, en estas observaciones aparentemente hechas al azar, proporciona un alimento intelectual que los europeos (y los estadounidenses) pueden tener razón en encontrarlo interesante en este nuevo n de siècle. En realidad, algunos, con el tiempo, podemos llegar a estar suficientemente interesados en conocer cómo Ortega llegó a saber, por qué no fue tanto un don de profecía el que le fue concedido como un don de la mente, como para que incluso seamos capaces de darnos cuenta de qué es lo que él quería decir cuando hablaba de la importancia de la experiencia, de la historia, de la diferencia generacional. Cómo se reflejaron estas ideas en su propia vida, en Alemania y Argentina, así como en España, es un tema que espera ser explorado, posiblemente por los europeos, quizá por los estadounidenses.

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