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La virtud del deseo

Helena Béjar

Desde la penumbra de su consulta ha saltado a la arena pública el psicoanalista. Se ha convertido en una figura que encarna los valores de este fin de siglo. Cada época tiene sus personajes áulicos: la Grecia clásica hablaba por boca del filósofo, mientras que la Inglaterra victoriana expresaba su rigorismo a través del director de la public school. En nuestros días, el psicoterapeuta incorpora la ideología de las sociedades desarrolladas urbanas, el individualismo.Los personajes son los roles sociales que suministran nuestras definiciones morales. Son las representaciones tipológicas, casi físicas, que legitiman un modo de vivir al aglutinar las actitudes y actividades de cada cultura. En este sentido, el terapeuta, y más aún el psicoanalista, personifica los valores de la llamada cultura del individualismo.

Un ejemplo ilustrativo del ascenso de este personaje lo constituye la película House of games (Casa de juegos). Su heroína es una psicoanalista de éxito que, cansada de una vida ordenada y frustrante, decide explorar, de la mano de un seductor estafador, los laberintos del mundo del delito. Cuando comprende que no ha sido sino el objeto de un complicado fraude, la protagonista se propone recomponer su maltrecha dignidad a través de la venganza. La ascética psicoanalista, defraudada en dinero y en amor, matará a su apuesto embaucador y salvará, al menos, su autoestima, nombre psicologista del honor. Al final, recordando el consejo de su maestra ("si has hecho algo verdaderamente imperdonable, perdónate a ti misma"), celebra el suceso en un lujoso restaurante, decidida a satisfacer en adelante todos sus deseos. Libre al fin.

House of games es un excelente thriller que condensa los elementos clásicos del género. La venganza alivia el dolor y restituye el orden: el villano paga con la muerte sus fechorías, la heroína recupera su orgullo y el espectador calma la ansiedad que le provoca la visión de la injusticia, el abuso de confianza. Y sin embargo, a la resolución de la intriga acompaña cierta desazón. El hecho de que el personaje emblemático de nuestro tiempo, dedicado a la cura de las almas, acabe matando por despecho y, sobre todo, justificando el crimen a través de la propia absolución, es, cuando menos, inquietante. La película en cuestión es así un indicio del progreso de la conciencia psicológica. Una señal más de la muerte definitiva del pecado.

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El psicologismo permea la moral contemporánea al hilo de la quiebra del proyecto ilustrado. Éste pretendía construir una justificación racional de la moral, una guía de las acciones humanas a partir de criterios impersonales que posibilitaron un marco ético público, solidario y compartido. Poco queda de tamaña empresa. El estado actual de la moral es, si no de desorden, al menos de fragmentación. El centro de la acción moral es ahora el yo, Son las actitudes, sentimientos o preferencias del mismo lo que orienta la acción, y serán criterios puramente personales los que juzguen la misma. Ninguna acción es ya buena o mala en sí misma. Si las preferencias personales cambian, también lo hará la naturaleza del bien. Habrá, pues, tantas reglas morales como necesidades tenga cada uno es decir, cada actor.

Éste posee un yo proteico, fluido y adaptable a todos los roles que exige una presentación rotunda de la personalidad en la vida cotidiana. Así, la rigurosa psicoanalista de la película se transmuta en delincuente aprendiz primero y violenta vengadora después, para volver, a la postre, a su rol originario de exitosa terapeuta. El yo abierto es asimismo un receptáculo a la espera de acontecimientos, y entiende la libertad no ya como obediencia impersonal (lo cual creaba las condiciones de posibilidad de una moral pública), sino como experimentación en un espacio abstracto, vacío de referencias comunitarias.

La libertad es ahora exploración. Es también liberación. Todos los obstáculos que se interpongan en el pleno desarrollo del yo deben ser apartados sin contemplaciones. Así ocurre con el sentimiento de culpabilidad que se disuelve en el imperativo psicologista "si has hecho algo verdaderamente imperdonable, perdónate a ti mismo". Una vez que el yo es juez de las propias acciones (incluso del crimen), las referencias morales últimas se diluyen. Si uno mismo es el único fin, los otros se verán reducidos a la condición de meros medios, en un marco general de relaciones manipulativas.

Al ideal ilustrado de autonomía le sucede hoy la virtud psicologista de la autosuficiencia, más acorde con la fragmentación del orden social individualista. A la noción de libertad regulada por imperativos impersonales, la libertad como experiencia propia de un universo moral en el que todo vale porque todo da lo mismo. En la secuencia final de House of games nuestro personaje se dispone, una vez más, a seguir las enseñanzas de su maestra ("haz aquello que te divierte"): la vemos robar alegremente un precioso mechero que su antiguo rigorismo moral le había impedido comprar. El deseo, mudado en capricho, reina en la acción. Al cabo, los espectadores se levantan complacidos. Ellos también se sienten libres.

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