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La sociedad abierta y sus enemigos

(A la memoria de Carlos Rangel)

Mario Vargas Llosa

Después de la muerte de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron, Jean-François Revel ha pasado a ejercer en Francia ese liderazgo intelectual, doblado de magistratura moral, que es la institución típicamente francesa del mandarinato. Conociendo su escaso apetito publicitario y su recelo ante cualquier forma de superchería, me imagino lo incómodo que debe sentirse en semejante trance. Pero ya no tiene manera de evitarlo: sus ideas y sus pronósticos, sus tomas de posición y sus críticas han ido haciendo de él un maître à penser que fija los temas y los términos del debate político y cultural, en torno a quien, por aproximación o rechazo, se definen ideológica y éticamente los contemporáneos. Sin el mandarín, la vida intelectual francesa nos parecería deshuesada e informe, un caos esperando la cristalización.Cada libro nuevo de Revel provoca polémicas que trascienden el mundo de los especialistas, porque sus ensayos muerden carne en asuntos de ardiente actualidad y contienen siempre severas impugnaciones contra los tótems entronizados por las modas y los prejuicios reinantes. El que acaba de publicar -La connaissance inutile (Grasset. París, 1988)- será materia, sin duda, de diatribas y controversias por lo despiadado de su análisis y, sobre todo, por lo maltratados que salen de sus páginas algunos intocables de la cultura occidental contemporánea. Pero esperemos que, por encima de la chismografía y lo anecdótico, La connaissance inutile sea leída y asimilada, pues se trata de uno de esos libros que, por la profundidad de su reflexión, su valentía moral y lo ambicioso de su empeño, constituyen -como lo fueron, en su momento, 1984, de Orwell, u Oscuridad al mediodía, de Koestler- el revulsivo de una época.

La tesis que La connaissance inutile desarrolla es la siguiente: no es la verdad, sino la mentira, la fuerza que mueve a la sociedad de nuestro tiempo. Es decir, a una sociedad que cuenta, más que ninguna otra en el largo camino recorrido por la civilización, con una información riquísima sobre los conocimientos alcanzados por la ciencia y la técnica que podrían garantizar, en todas las manifestaciones de la vida social, decisiones racionales y exitosas. Sin embargo, no es así. El prodigioso desarrollo del conocimiento, y de la información que lo pone al alcance de aquellos que quieren darse el trabajo de aprovecharla, no ha impedido que quienes organizan la vida de los demás y orientan la marcha de la sociedad sigan cometiendo los mismos errores y provocando las mismas catástrofes, porque sus decisiones continúan siendo dictadas por el prejuicio, la pasión o el instinto antes que por la razón, como en los tiempos que (con una buena dosis de cinismo) nos atrevemos todavía a llamar bárbaros.

El alegato de Revel va dirigido, sobre todo, contra los intelectuales de las sociedades desarrolladas del Occidente liberal, las que han alcanzado los niveles de vida más elevados y las que garantizan mayores dosis de libertad, cultura y esparcimiento para sus ciudadanos de los que haya logrado jamás civilización alguna. Los peores y acaso más nocivos adversarios de la sociedad liberal no son, según Revel, sus adversarios del exterior -los regímenes totalitarios del Este y las satrapías progresistas del Tercer Mundo-, sino ese vasto conglomerado de objetores internos que constituyen la intelligentsia de los países libres y cuya motivación preponderante parecería ser el odio a la libertad tal como ésta se entiende y practica en las sociedades democráticas.

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El aporte de Gramsci al marxismo consistió, sobre todo, en conferir a la intelligentsia una función histórica y social que en los textos de Marx y de Lenin era monopolio de la clase obrera. Esta función ha sido hasta ahora letra muerta en las sociedades marxistas, donde la clase intelectual -como la obrera, por lo demás- es mero instrumento de la elite o nomenclatura política que ha expropiado todo el podler en provecho propio. Leyendo el ensayo de Revel, uno llega a pensar que la tesis gramsciana sobre el papel del intelectual progresista como modelador y orientador de la cultura sólo alcanza una confirmación siniestra en las sociedades que Karl Popper ha llamado abiertas. Digo siniestra porque la consecuencia de ello, para Revel, es que las sociedades libres han perdido la batalla ideológica ante el mundo totalitario y podrían, en un futuro no demasiado remoto, perder también la otra, la que las privaría de su más preciado logro: la libertad.

Si formulada así, en apretada síntesis, la tesis de Revel parece excesiva, cuando el lector se sumerge en las aguas hirvientes de su ensayo -un libro donde el brío de la prosa, lo acerado de la inteligencia, la encielopédica documentación y los chispazos de humor sarcástico se conjugan para hacer de la lectura una experiencia hipnótica- y se enfrenta a las demostraciones concretas en que se apoya, no puede dejar de sentir un estremecimiento. ¿Son éstos los grandes exponentes del arte, de la ciencia, de la religión, del periodismo, de la enseñanza del mundo llamado libre?

Revel muestra cómo el afán de desacreditar y perjudicar a los Gobiernos propios -sobre todo si éstos, como es el caso de los de Reagan, la señora Thatcher, Kohl o Chirac, son de derecha- lleva a los grandes medios de comunicación occidentales -diarios, radio y canales de televisión- a manipular la información, hasta llegar a veces a legitimar, gracias al prestigio de que gozan, flagrantes mentiras políticas. La desinformación es particularmente sistemática en lo que concierne a los países del Tercer Mundo catalogados como progresistas, cuya miseria endémica, oscurantismo político, caos institucional y brutalidad represiva son atribuidos, por una cuestión de principio -acto de fe anterior e impermeable al conocimiento objetivo-, a pérfidas maquinaciones de las potencias occidentales o a quienes, en el seno de esos países, defienden el modelo democrático y luchan contra el colectivismo, los partidos únicos y el control de la economía y la información por el Estado.

Los ejemplos de Revel resultan escalofriantes porque los medios de comunicación con los que ilustra su alegato son los más libres y los técnicamente mejor hechos del mundo: The New York Times, Le Monde, Te Guardian, EL PAÍS, Die Spiegel, etcétera, y cadenas como la CBS norteamericana o la televisión francesa. Si en estos órganos, que disponen de los medios materiales y profesionales más fecundos para verificar la verdad y hacerla conocer, ésta es a menudo ocultada o distorsionada en razón del parti pris ideológico, ¿qué se puede esperar de los medios de comunicación abiertamente alineados -los de los países con censura, por ejemplo- o los que disponen

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La sociedad abierta y sus enemigos

Viene de la página anteriorde condiciones materiales e intelectuales de trabajo mucho más precarias? Quienes vivimos en países subdesarrollados sabemos muy bien qué se puede esperar: que, en la práctica, las fronteras entre la información y la ficción -entre la verdad y la mentira- se evaporen constantemente en nuestros medios de comunicación de modo que sea imposible conocer con objetividad lo que ocurre a nuestro alrededor.

Las páginas más alarmantes del libro de Revel muestran cómo la pasión ideológica progresista puede llevar, en el campo científico, a falsear la verdad con la misma carencia de escrúpulos que en el periodismo. La manera en que, en un momento dado, fue desnaturalizada, por ejemplo, la verdad sobre el SIDA, con la diligente colaboración de eminentes científicos norteamericanos y europeos a fin de enlodar al Pentágono -en una genial operación publicitaria que, a la postre, se revelaría programada por el KGB-, muestra que no hay literalmente reducto del conocimiento -ni siquiera las ciencias exactas- donde no pueda llegar la ideología con su poder distorsionador a entronizar mentiras útiles para la causa.

Para Revel no hay duda alguna: si la sociedad liberal, aquella que ha ganado en los hechos la batalla de la civilización, creando las formas más humanas -o las menos inhumanas- de existencia en toda la historia, se desmorona y el puñado de países que han hecho suyos los valores de libertad, de racionalídad, de tolerancia y de legalidad vuelven a confundirse en el piélago de despotismo político, pobreza material, brutalidad, oscurantismo y prepotencia -que fue siempre, y sigue siendo, la suerte de la mayor parte de la huimanidad-, la responsabilídad primera la tendrá ella misma, por haber cedido -sus vanguardias culturales y políticas, sobre todo- al canto de la sirena totalitaria y por haber aceptado este suicidio los ciudadanos libres, sin reaccionar.

No todas las imposturas que La connaissance inutite denuncia son políticas. Algunas afectan la propia actividad cultural, degenerándola íntimamente. ¿No hemos tenido muchos lectores no especializados, en estas últimas décadas, leyendo -tratando de- a ciertas supuestas eminencias intelectuales de la hora, como Lacan, Althusser, Teilhard de Chardin o Jacques Derrida la sospecha de un fraude, es decir, de unas laboriosas retóricas cuyo hermetismo ocultaba la banalidad y el vacío? Hay disciplinas -la lingüística, la filosofía, la crítica literaria y, artística, por ejemplo- que parecen particularmente dotadas para propiciar el embauque que muda mágicamente la cháchara pretenciosa de ciertos arribistas en ciencia humana de moda. Para salir al encuentro de este género de engaños hace falta no sólo el coraje de atreverse a nadar contra la corriente; también, la solvencia de una cultura que abrace muchas ramas del saber. La genuina tradición del humanismo, que Revel representa tan bien, es lo único que puede impedir, o atemperar sus estropicios en la vida cultural de un país, esas deformaciones -la falsa ciencia, el seudo conocimiento, el artificio que pasa por pensamiento creador- que son síntoma inequívoco de decadencia.

En el capítulo titulado sígnificativamente El fracaso de la cultura, Revel sintetiza de este modo la terrible autopsia: "La gran desgracia del siglo XX es haber sido aquel en el que el ideal de la libertad fue puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales reunidas originalmente bajo el vocablo de izquierda embridadas al servicio del empobrecimiento y la servidumbre. Esta inmensa impostura ha falsificado todo el siglo, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales. Ella ha corrompido hasta en sus menores detalles el lenguaje y la acción política, invertido el sentido de la moral y entronizado la mentira al servicio del pensamiento".

He leído este libro de Revel con una fascinación que hace tiempo no sentía por novela o ensayo alguno. Por el talento intelectual y el coraje moral de su autor y, también, porque comparto muchos de sus temores y sus cóleras sobre la responsabilidad de tantos intelectuales -y, a veces, de los más altos- en los desastres políticos de nuestro tiempo: la violencia y la penuria que acompañan siempre el asesinato de la libertad.

Si la traición de los clérigos alcanza en el mundo de las democracias desarrolladas las dimensiones que denuncia Revel, ¿qué decir de lo que ocurre aquí, en los países pobres e incultos, donde aún no se acaba de decidir el modelo social? Entre ellos se reclutan los aliados más prestos, los cómplices más cobardes y los propagandistas más abyectos de los enemigos de la libertad, al extremo de que la noción misma de intelectual, entre nosotros, llega a veces a tener un tufillo caricatural y deplorable. Lo peor de todo es que, en los países subdesarrollados, la traición de los clérigos no suele obedecer a opciones ideológicas, sino, en la mayoría de los casos, a puro oportunismo: ser progresista es la única manera posible de escalar posiciones en el medio cultura¡ -ya que el establishment académico o artístico es ahora de izquierda- o, simplemente, de medrar (consista ello en ganar premios, obtener invitaciones o becas de la Fundación Guggenheim). No es una casualidad ni un perverso capricho de la historia que, por lo general, nuestros más feroces intelectuales antiimperialistas terminen de profesores en universidades norteamericanas.

Y, sin embargo, pese a todo ello, soy menos pesimista sobre el futuro de la sociedad abierta y de la libertad en el mundo que Jean-François Revel. Mi optimismo se cimenta en esta convicción antigramsciana: no es la intelligentsia la que hace la historia. Por lo general, los pueblos -esas mujeres y hombres sin cara y sin nombre, las "gentes del común", como los llamaba Montaigne- son mejores que sus intelectuales. Mejores: más sensatos, más democráticos, más libres, a la hora de decidir sobre asuntos sociales y políticos. Los reflejos del hombre sin cualidades, a la hora de optar por el tipo de sociedad en que quiere vivir, suelen ser racionales y decentes. Si no fuera así, no habría en América Latina la cantidad de Gobiernos civiles que hay ahora ni habrían caído tantas dictaduras en las últimas dos décadas. Y en mi país, por ejemplo, no sobreviviría la democracia a pesar de la crisis económica y los crímenes de la violencia política. La ventaja de la democracia es que en ella el sentir de esas gentes del común prevalece tarde o temprano sobre el de las elites. Y su ejemplo, poco a poco, puede contagiar y mejorar el entorno. ¿No es esto lo que indican esas tímidas señales de apertura en la ciudadela totalitaria, las de la perestroika?

No todo debe estar perdido para las sociedades abiertas cuando en ellas hay todavía intelectuales capaces de pensar y escribir libros como éste de Jean-François Revel.

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