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Tribuna:IDEAS CONTRA LA TIRANÍA
Tribuna
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La lucha contra el despotismo

Como ocurre con todos los autores clásicos, la obra de Montesquieu -sin dejar nunca de ser una referencia obligada para el pensamiento político moderno- pasa por períodos de relativo oscurecimiento y de revitalización, tanto en el mundo académico como en el del ciudadano medio, según la distinta problemática que preocupa en un momento dado a nuestra sociedad política actual. Pese a apresurados enterramientos teóricos, el hecho es que, en esta segunda mitad del XX, desde el final de la terrible conflagración mundial, y ante el resultado de los extremismos políticos enfrentados en Occidente, la filosofía política de Montesquieu ha sido objeto de una revitalización paulatina, no sólo desde un punto de vista erudito y académico estricto, sino especialmente porque se ha visto en su actitud el paradigma de la defensa de un sistema político complejo, en el que la libertad individual intenta conciliarse con el bienestar público y con una prosperidad del Estado que evite la caída en desigualdades extremas de injusticia social.Así, la gran preocupación y la gran modernidad de Montesquieu radicaría en la articulación o articulaciones que propone para preservar la libertad de los ciudadanos de toda arbitrariedad del poder y al tiempo conseguir un bienestar social y un orden político que permita una relativa igualación de fortunas o situaciones sin caer por ello en el despotismo. Y ofrece para ello no buenas intenciones, sino unos mecanismos institucionales técnicos que aseguren siempre un régimen político opuesto al despotismo, opuesto a la tiranía o a todo tipo de dictadura, sea de un hombre, de un grupo o de una asamblea.

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Dentro, pues, del hilo conductor que ha asociado siempre en Occidente, desde los griegos y la polis clásica a Roma y la tradición medieval, la idea de democracia con la de gobierno libre o régimen antiautocrático, Montesquieu pertenece a la tradición de una filosofía política pluralista que apuesta por la diversidad e introduce esta diversidad en el objeto mismo de la política. Mientras que las teorías políticas unitarias buscan determinar el principio universal -único, por tanto- que fundamente una sociedad unificada y se interrogan por el buen régimen y por la cuestión de la unidad interna de la sociedad (tal sería el fundamento, con soluciones distintas, pero con igual punto de partida de teorías políticas tan decisivas como las de Platón, Hobbes o Rousseau), las teorías políticas de la pluralidad dan un espacio a lo que podemos llamar indeterminación. Y así, Montesquieu, aun partiendo de un estudio exhaustivo de causas físicas y culturales que condicionan y estructuran el tejido social, rechazará, precisamente porque observa en la realidad histórica la pluralidad de regímenes y de individuos, todo intento de unidad. Ni existe para él una forma política mejor que las otras en abstracto, ni es conveniente la eliminación del conflicto, síntoma de la pluralidad interna de las sociedades.

"Siempre que en un Estado que lleva el nombre de república reine tranquilidad absoluta", escribe en sus Consideraciones... sobre los romanos, "puede asegurarse que la libertad no existe allí". Los historiadores que creen que las divisiones internas fueron las que perdieron a Roma no se dan cuenta de "que esas divisiones eran necesarias, que siempre habían existido y existirían en lo sucesivo".

Pero si no existe el régimen mejor, sí existe el peor, que es el del despotismo. Sólo en el despotismo, que es el régimen político gobernado por el temor y la corrupción, no existe posibilidad de expresión de los ciudadanos, y el déspota -sea un hombre, un grupo de ciudadanos o una asamblea- impone por el miedo sus normas; sólo en tal régimen, las divisiones, sólo en tal opresión las divisiones son reales por debajo de la capa de uniformidad, de conformismo social. Esa uniformidad a la que tanto temía el Presidente, pues "a veces se apodera de las grandes inteligencias... pero lo que es seguro es que impresiona infaliblemente a las pequeñas".

Equilibrio antiautoritario, pues, frente a uniformidad. En un régimen de libertad, las disonancias, la pluralidad de fuerzas sociales, grupos o instituciones, esa pluralidad social es parte esencial para que haya libertad civil y política. No la simple multiplicación de individuos, sino la diversidad de los mismos, organizados en múltiple; "sociedades parciales". Y precisamente la oposición o conflicto de intereses, de poderes contrapuestos, es la fuente de libertad y seguridad para los individuos. Lo que le importa a Montesquieu es asegurar un sistema de libertad, y ese sistema sólo puede darse para él -prácticamente con independencia de quién ostenta el poder- en un régimen moderado.

Moderación que sólo es posible si se cuenta con unos mecanismos y unas instituciones que no están apoyados en virtudes psicológicas o dependientes de los gobernantes, sino en una pluralidad de instituciones y en un análisis de la realidad no como debe ser, sino como es. En la línea aristotélica, no se trata tanto de mejorar el mundo como de describirlo, para luego ver lo que se puede hacer. Es decir, que si lo que importa es un régimen moderado, o sea, plural, tanto vale para ello el régimen inglés y su separación de poderes como la monarquía constitucional francesa con sus poderes intermediarios. La moderación institucionalmente entendisa es el verdadero límite al abuso de poder, tanto al abuso por parte de los gobernantes como el abuso de los otros miembros de la sociedad civil. Pues todo hombre que tenga poder tenderá insensiblemente al abuso; el amor al poder -apunta Montesquieu- es en el hombre insaciable y "casi constantemente agudizado y jamás saciado por la posesión". "Es que los hombres abusan de todo", escribe en sus cuadernos, y "hasta la virtud necesita límites". Esta sed de poder sería uno de los resortes, por lo demás positivo, que pone en movimiento al hombre, al movilizar la pasión de la ambición -la más potente, junto con la del amor, para los ilustrados-, que además aumenta su fuerza si, por contrapartida, no encuentra más que la tendencia al reposo de los otros, esto es, la pasividad de los otros.

Contra el poder

Pues de la lectura atenta de la obra del presidente se desprende que su advertencia contra el poder absoluto es tanto más intensa cuanto es consciente de esa tendencia psicológica al reposo y a la no asunción de la responsabilidad; el temor, el miedo, que es el principio del despotismo, no es simplemente un terror externo, sino el miedo de la ausencia interior, del olvido de sí. El dolor puede tener límites -había anotado también en sus cuadernos-, pero no así el temor. Como moralista y como político, Montesquieu es lúcido respecto a las causas de la debilidad humana. En un contexto tan viciado de totalitarismo, no sólo político sino mental, como es el del siglo XX, esa vigilancia continua, esa defensa de la multiplicidad, esa apuesta por una libertad política negativa, esa falta de maniqueísmo, todo ello aproxima el pensamiento de Montesquieu a las preocupaciones contemporáneas de nuestros días por limitar el Leviatán totalitario de las sociedades modernas y por asegurar la libertad y responsabilidad individual.

María del Carmen Iglesias es catedrática de Historia de las Ideas de la Universidad Complutense. Premio Academia Montesquieu 1985. Autora de El pensamiento de Montesquieu: política y ciencia natural.

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