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Recuerdo de un silencio

Me refiero a uno de los silencios más significativos y bellos de la creación literaria universal: el que Stendhal guarda en las últimas páginas de su Vida de Henry Brulard. El autor ha descrito hasta ese momento, con gracia consumada, con genio, su infancia y su adolescencia, pero llega a un determinado momento de su vida y se siente impotente para describirlo. Es la impotencia ante lo sublime. Es el silencio fértil de la página en blanco. Un silencio perfecto.Stendhal interrumpe las casi cuatrocientas páginas de su libro porque se ha quedado mudo frente al nombre de una ciudad: Milán. No se trata de un nombre que despierte en él ecos de infelicidad o de dolor; es la ciudad en donde ha sido más dichoso, en donde ha saboreado lo sublime. Es precisamente ese sentimiento de ser feliz en los límites el que le deja mudo. "¿Cómo referir la dicha apasionada?", se pregunta.

El brusco final de la Vida de Henry Brulard nos desvela una de las claves más decisivas de su vida: la del amor sentido hacia esa ciudad, capital de la Lombardía, que resume a la perfección los goces que toda Italia le producirá en lo sucesivo; aquella Italia deshecha en Estados que aún no es tal Italia. ¿Y por qué este silencio ante lo sublime? ¿Por qué precisamente Milán, una ciudad de la que incluso la razón -sólo la razón- le dice al escritor que es menos hermosa que París?

En Milán van a confluir tres experiencias poderosas para su formación estética: la pictórica, la musical y la amorosa. Eran lo que hoy llamaríamos -a Stendhal le hubiera gustado el uso ligero que hacemos del término- sus tres hobbys. A ellos hay que añadir dos más que él nos recuerda ya desde el comienzo desaliñado y espléndido de su Vida: la contemplación de paisajes y la ensoñación. (Por cualquiera de las puertas de la ciudad que salía se encontraba con los paisajes más bellos. La ensoñación era el fuego que abrasaba su razón y que, a la vez, la enardecía.)

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Volvamos a Milán. Hoy disponemos hasta de un plano preciso que él nos dejó del lugar exacto en el que sus pies tocan la ciudad por vez primera. Veo que se detuvo frente al palacio de los Adda, en un punto de la que hoy es Via Manzoni y entonces se llamaba Corsia del Giardino. Se trataba de un lugar astrológicamente significativo para un melómano napoleónico, pues se encuentra al lado del teatro de la Scala y de Via Monte Napoleone. Pero ¿qué razones de fondo se dan para que se encuentre encantado, desde el primer momento, en esta ciudad? ¿Por qué Milán se convierte para él en "el lugar más bello de la Tierra", en la ciudad "donde siempre deseé vivir"? ¿Por qué transcurrirá allí "la época más hermosa de mi vida", un "paréntesis de ventura exaltada y completa", seis meses de "felicidad celestial"?

Stendhal tiene a la sazón 18 años y se enamora; se enamora -así su idilio será aún más intenso- platónicamente de una mujer. Decía unas líneas atrás que, al describir su vida, Stendhal se queda mudo frente al nombre de Milán. No. Stendhal se queda, en realidad, mudo ante el nombre de una mujer: Angela Pietragua. El autor de la Vida de Henry Brulard escribe estas bellísimas palabras: "Es imposible distinguir claramente la parte del cielo demasiado cerca del sol; por esta misma razón, me será difícil narrar, de un modo razonable, mi amor con Angela Pietragua". Por eso, tras escribir casi cuatrocientas páginas sobre su vida, calla. Aunque de continuo pretenda ignorar que es un francés, no ha podido olvidar -ni siquiera envuelto en los oros de Italia- su afán de razonar. Él no sabe de "exageraciones"; él no debe mancillar los sentimientos. Tampoco es un poeta (un poeta que escribe versos). Por eso calla.

Sabemos muy bien que después de su encuentro con Angela Pietragua el escritor va a someterse a experiencias estéticas y vitales decisivas, mas la semilla de su pasión por Italia ya había caído en buena tierra. Stendhal leerá (o reelerá) en aquellos días la Odisea y soñará con escribir tragedias; gozará de una de sus primeras pasiones: la contemplación de paisajes de excepción ("la carretera de Milán a Bérgamo es soberbia y cruza la región más bella del mundo", nos recuerda unos meses después en las páginas de su Diario); será el cicerone del mismísimo Lord Byron en una de sus numerosas visitas a la Pínacoteca de Brera y asiste con éste y con otros notables intelectuales (Di Breme, Pellico, Porta) a los apoteósicos estrenos de la Scala; caerá en nuevos y más provechosos amoríos; conocerá en Florencia a un conde tímido y sabio llamado Leopardi. Nada de todo esto nos contará en su Vida.

Sin embargo, en ese silencio radica el encanto del libro. Nos da la clave de la gran pasión de su vida acallándola. El encuentro con Angela Pietragua en 1800, en Milán, es sin ninguna duda la piedra maestra que explica y sostiene el arco de su vida. Por más que la contención y el escepticismo afloren en toda su obra, hay en ella mucho de desmesura latina, de alocada pasión, de juventud interminable.

Stendhal se muestra incomprensiblemente irónico al hablar de la poesía y de los poetas, se vanagloria de la frialdad de su estilo, pero no puede controlar su pasión y a ella se rinde como un niño. Ni siquiera puede describirla. Un tipo de pasión que hoy es arquetípica en el panorama de las letras universales. Ese silencio con que cierra su libro también explica toda su obra. No sabemos si para nuestra suerte o para nuestra desgracia, Stendhal no nos dejó un libro escrito sobre aquellos seis primeros y sublimes meses pasados en Milán. Nos dejó su silencio y un gesto sin aparente importancia: el de reconocerse, más allá de la muerte, como milanese.

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