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Los Pepito Grillo de la sociología

Desde hace tiempo, como lector de EL PAÍS, he percibido el revoloteo de una curiosa ave sociológica por sus páginas: la de los sociólogos críticos. Ciertamente que no faltan, sino que más bien sobran razones para mostrarse crítico con el estado y destino (esperemos que sólo inmediato) de la sociología en España. Cualquiera que esté intentando hacer de la sociología una profesión en nuestro país, no puede sino sentirse identificado con la crítica que a los representantes oficiales del gremio hacía días pasados en estas páginas Julia Varela. Pero quienes estén en tal trance se sentirán, o al menos yo me siento, estupefactos ante el fundamento y orientación de tales discursos críticos.Tales discursos parecen responder a dos diagnósticos, cuando menos curiosos, de la sociedad actual y del papel de la sociología en ella. El primero de ellos -excelentemente desarrollado por la propia Julia Varela y muy ceñido a la realidad española- funda su discurso positivo en la tan manoseada como escasamente fundada -desde un punto de vista teórico- imagen de la sociedad actual como "sociedad bipolar" ("poseedora de capital y bienes culturales" versus "quienes malviven en el desempleo"). Los científicos sociales, o cuando menos los de éxito, lo que hacen, según tal interpretación, es . encasquetarse la escafandra y afanarse en perfumar los bajos fondos" del poder que sustenta el entramado "bipolar". Pero haciendo a un lado lo acertado o no de tal diagnóstico de nuestra sociedad y sus intelectuales oficiales, lo más llamativo de tal discurso es el papel que se asigna a los auténticos intelectuales (de los que, al parecer, sólo quedan unos pocos y, además, son "filósofos activos"): deben ser denunciantes del "despilfarro, corrupciones, delitos de los poderosos e innumerables sumisiones cotidianas". Una vez más, pues, la imagen tan querida en España del intelectual como el Pepito Grillo de la sociedad. Lo importante no parece ser estudiar e investigar como científicos especializados, sino denunciar. Pero más curioso es aún que tal fusión "moralizante" se pretenda respaldar apelando a figuras como Max Weber. Cualquiera que haya echado un vistazo a su obra, y especialmente a su muy divulgado trabajo La ciencia como vocación, sabrá de la opinión poco favorable que tenía Weber de tal tipo de intelectual.

El otro discurso sociológico crítico que revolotea por EL PAÍS parece tener vuelos más altos, y no se enfrasca en disputas caseras, sino que apunta a la sociedad y sociología mundiales. Su nido lo tiene establecido en las páginas del suplemento dominical Libros y su alimento es la crítica literaria supuesta mente especializada. En el número del domingo 29 de octubre, hablando de Los idiomas del terror, se saca a colación a un "afamado sociólogo", Niklas Lulimann, cuya teoría de la sociedad es calificada ni más ni menos que de "terrorista". ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque tras definir como terrorismo la "eliminación de un interlocutor mediante la violencia física o simbólica", el señor Ibáñez cree que el concepto luhmanniano de "legitimación" es, valga la redundancia, una legitimación del "terrorismo estructural" (término tomado de monseñor Cirarda) sobre el que se asienta, parece ser, nuestra sociedad.

Debo confesar que el género de la crítica literaria no me gusta, y menos cuando trata de literatura científica, pues suele ser terreno abonado para la producción intelectual parasitaria; es decir, para el medro de intelectuales que viven (al menos públicamente), no de su obra, sino de la de otros. Pero lo peor de todo es cuando tal crítica se construye sobre la ignorancia de lo que se critica. Ya en algunos trabajos teóricos del señor Ibáñez aparece Luhmann como una de sus bestias negras, pero siempre a través de una única referencia: su teoría de la legitimación. Como cualquier lector medianamente atento del "afamado sociólogo" alemán puede saber, la idea de legitimación no es una pieza clave de su teoría sociológica, y su papel se reduce a demostrar algo que a cualquier sociólogo mínimamente avispado seguro que ya se le ha ocurrido: que un poder es legítimo en la medida en que instituye su propio proceso de legitimación. O sea, que toda legitimación es, en definitiva, autolegitimación y que el proceso, a través del cual esto ocurre no ofrece ninguna garantía de que con él surgirá el consenso (¡afortunadamente!).

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Esto, como es obvio, puede gustarnos mas o menos (depende de nuestras ideologías), pero que es así, creo que nadie que juega a disidente desde instituciones como la Universidad o el diario de mayor tirada de España lo puede cuestionar. Mas si se insiste en la idea (tan querida a la nutrida tropa española de los habermasianos) de que el sustento de un orden social debe ser el consenso (¿valorativo?), ya se me explicará qué espacio social le dejamos al disenso (y con él al cambio social). Para Luhmann, en cambio, "consenso" y "disenso" están dentro de la sociedad, en la medida en que tanto uno como otro remiten significativamente a otras vivencias; esto es, en la medida en que ambos son comunicación estructurada.

Si tal planteamiento tiene algo de terrorista, yo, desde luego, no alcanzo a verlo. Puede, entonces, que el supuesto terrorismo no acabe teniendo más agarradera que la tesis de Luhmann de que la "reducción de complejidad" es un requisito para la existencia de un orden social. Pero ¿es que puede ser de otra forma? ¿Conoce o puede pensar alguien una sociedad no asentada sobre la no selectividad de sus estructuras? ¿Puede alguien en su sano juicio sociológico pensar una sociedad asentada sobre la selectividad puramente persuasiva? Sería, desde luego, una grandiosa aportación de la sociología crítica española mostrar las condiciones de posibilidad de tal sociedad. Pero tengan cuidado, señores sociólogos críticos, pues me temo que tal sociedad "persuasora" y "consensual", si la descubren o inventan, no huela a incienso "libertario" precisamente, sino que quizá despida un cierto tufillo totalitario, el propio de todas las utopías sociales integracionistas y racionalistas.

No obstante, parece que no van por ahí los tiros, sino que, más modesto, el criticismo sociológico español se conforma con la indignada denuncia moralista (que amenaza con convertirse en una especie de "crítica de sociedad") o con la rotunda y alegremente indocumentada descalificación de ciertas teorías sociológicas, por ideológicamente molestas, para así eliminarlas como posibles interlocutores válidos en la comunicación científica. Si a este último procedimiento se aplican los parámetros definidores del "terrorismo simbólico" usados por el propio señor Ibáñez -y que yo, desde luego, no comparto-, me temo que estaríamos ante un claro Caso de tal tipo de terrorismo. Pero no; creo que ante lo que estamos es ante un discurso terroríficamente improductivo y vacío de todo contenido teórico y empírico: el de algunos sociólogos críticos que revolotean por EL PAÍS.

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