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Lo que dijo Laín

Resulta, pues, que Pedro Laín Entralgo, en su artículo del 24 de junio, Bilingüismo, sólo se proponía: 1) comunicar a sus lectores la dicha que en el curso de los años le había producido comprobar una y otra vez que algunos picos de oro catalanes (cultos, y aun muy cultos, todos ellos, y cultísimos los mejores de entre ellos) podían expresarse en castellano de un modo notable por la exquisita fluidez del verbo, la envidiable copia de vocablos usados y el tino en el tono y el tempo empleados; 2) descartar, como cosa de poca monta y en último término irrelevante entre cultos, la presunción harto probable de que, a una amable invitación procedente de un castellanohablante (uno de los "del catastro", como los llamaba el barón de Maldà), cualquier montuno catalán podía replicar con palabras que tendrían todo el aire de ser un puro despropósito a menos de entendérselas como habiendo sido vertidas directamente del catalán a golpes de diccionario mental; y 3) sugerir la conveniencia de que, para que se consiga la perpetuación, más allá de los límites de nuestra vida mortal, de la mencionada habilidad, propia de los catalanes cultos, de expresarse en castellano, la aculturación de los niños catalanes se lleve a cabo de un modo regular en castellano (independientemente de las horas que se dediquen a la enseñanza del castellano) y no sólo en catalán.De no haber habido nada más que esto en el artículo de Pedro Laín, dudo mucho que yo me hubiese sentido incitado a replicarle como lo hice, por muy inaceptable que me parezca la sugerencia final. Pero Laín tiene derecho a opinar en esta materia, como en todas, y a mí me basta con que la opinión prevaleciente en Cataluña siga siendo, en lo que se refiere a la lengua en que debe llevarse a cabo la enseñanza, la de que conviene que ésta sea en todas partes y a todos los niveles el catalán, con sólo las excepciones propias de los casos especiales que surjan (uno de los cuales puede ser, sin duda, el hecho de que seguramente dará mejores resultados enseñar lenguas como el castellano, o cualquier otra que no sea el catalán, en la lengua de que se trate). Me basta, digo, pensar que ésta es la opinión prevaleciente y la que preside la acción de quienes se ocupan del asunto en la Administración catalana. Allá ellos con sus responsabilidades, y allá Laín con sus opiniones, que no hay lugar a temer que vayan a influirles.

Pero el artículo de Pedro Laín contenía mucho más que lo que él pretende ahora (véase su artículo titulado Lo que yo dije en EL PAÍS del 26 de julio) y que he tratado de repetir a mi modo al comienzo de este artículo mío. En sustancia, lo que en Bilingüismo venía a decir Pedro Laín era la reiteración de una concepción del lugar que ocupa Cataluña dentro de España, que empieza dando por supuesta una nación española caracterizada por rasgos uniformes, entre los cuales cuenta en primer lugar la primacía, o por lo menos la vigencia en todo el territorio español, de la lengua castellana en tanto que lengua española por antonomasia, rasgos a los cuales se añadirán, si es preciso, todos los que convenga para distinguir en cada caso lo que caracteriza las distintas regiones de España por su historia, su lengua y sus costumbres (y con esto último casi estoy citando al propio Laín). Contra esos rasgos añadidos se echó, en el caso de Cataluña, con toda la fuerza que podía permitirse, que (si descontamos la que disipó en asesinar, a escondidas en la mayor parte de los casos) por fortuna no era tanta, el régimen de Franco, en el que Laín, por lo menos en sus primeros años, ejerció algún papel (y menciono eso sólo para animarle, si de todos modos me lee, a hacer memoria). En favor del respeto más escrupuloso a esos rasgos se manifiesta ahora Laín, pero eso no significa que su concepción básica del lugar que ocupa Cataluña dentro de España haya cambiado en absoluto. Cataluña sigue siendo para él parte del pastel de capra hispánica que nos han cocinado los siglos, y él cuenta con que en la parte del mismo correspondiente al territorio catalán se halle la misma proporción de cabras, cabrones y cabritos convenientemente trinchados y sazonados que en cualquier otro sector del territorio nacional, de acuerdo con sus dimensiones y el número de sus habitantes. Cataluña es parte de España, según Laín (y según otros muchos junto a él, empezando por el difunto Franco y sin excluir, tal vez, ni siquiera al archidifunto Cambó), en el sentido de que es un trozo del pastel hispánico. Ya sabemos que ese pastel los catalanes se lo aliñan con allioli y/o romesco, mientras que los castellanos le echan pimentón, y eso ya representa una diferencia. Pero el pastel, en cuanto tal, es para todos el mismo.

Pues bien, no. El pastel catalán es otro, y reconocer que esto es así es la mínima condición para que se obtenga cualquier entendimiento entre españoles que deba incluir a los catalanes. Cataluña vino a recalar en España a fines del siglo XV siendo ya lo que era y que apenas ha variado desde entonces: una nación singular, caracterizada por su lengua, y también por sus costumbres, su tradición jurídica, su estructura social, sus instituciones políticas, su régimen administrativo, etcétera, etcétera, pero sobre todo y de un modo irrenunciable por su lengua (y para prueba de esto último basta el mero hecho de que el catalán haya sobrevivido como tal, y prácticamente sin merma alguna, hasta este siglo). En el curso de unos 500 años la relación de Cataluña con el resto de España ha sufrido cambios accidentales diversos, pero el carácter básico de la relación no ha cambiado: desde el punto de vista catalán, entre Cataluña y el resto de España no ha habido más que una pura y simple cohabitación, asegurada y confirmada sólo por el hecho fundacional de ser ambos cohabitantes súbditos de un mismo monarca y el hecho ulterior, que también en el curso de los siglos ha tomado formas diversas, de estar ambos sujetos al cumplimiento de las mismas leyes. A esta relación básica no se han añadido en el curso del tiempo otros factores de identidad o comunión que vayan mucho más allá de los hábitos de conllevancia que es forzoso que se desarrollen entre quienes conviven pacíficamente en, una misma casa de huéspedes, con una sola excepción, que ni siquiera ha sido siempre un factor que favoreciera el acuerdo, sino más bien todo lo contrario: la existencia de intereses económicos comunes. Son éstos los que sostienen, ahora más que nunca, la unidad de España, y son ellos los que dan pábulo al espíritu de verdadera conllevancia que prevalece actualmente entre los españoles de menos de 50 años, y aún debiera decir de menos de 40 (con referencia estricta a los hijos del desarrollo franquista), situados a uno y otro lado de los límites administrativos de Cataluña. El pasado común apenas cuenta, y la lengua común ha quedado reducida a lo que efectivamente es: un mito legal, además de una importantísima práctica que, siendo necesaria en todo caso, es un agobio para muchos, con ser también ocasión de feliz lucimiento para un reducido número de cultos dispuestos a hacer de la necesidad virtud.

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Y basta ya: el espacio de que dispongo no da para más. Pero antes de terminar quisiera consignar un par de extremos. En primer lugar, yo no soy, por supuesto, un patriota español, ni profesional ni por vocación, pero aún más bochorno me produciría pasar por patriota catalán sólo por el hecho de haberme enfrentado como lo he hecho con las posiciones adoptadas por Laín. En cuanto a lo segundo que me urge dejar consignado, tal vez tenga alguna relación con mi rechazo del patriotismo. El caso es que en el curso de poco más de 30 años he sacado un total de 15 libros, ocho de ellos en catalán, publicados entre 1955 y 1987, y siete de ellos en castellano, publicados entre 1957 y 1987. He escrito en catalán porque, además de ser ésta mi lengua, es la que me resulta más divertido usar. He escrito en la lengua castellana porque se me impuso bajo Franco, en los años cincuenta, como expediente obligado para llegar al público, y debo sólo a mis siete años de residencia en Cuba los estímulos adecuados para que me valiera la pena tratar de hacerla mía (los estímulos procedentes del castellano que se usa en Barcelona, un idioma pálido y sin nervio, no sirven para eso). Todos mis libros escritos en catalán están firmados Joan Ferraté. Todos mis libros escritos en castellano están firmados Juan Ferraté. Y firmé como Juan el último artículo publicado en EL PAÍS: el cambio en Joan se hizo en y por el periódico. Dicho esto, dejo a cargo de los lectores decidir si Laín se portó como corresponde a un hombre cabal tratando de sacar partido contra mí del hecho de que no tenga empacho en usar, según el contexto, una u otra forma de mi nombre y de que, dirigiéndome en castellano a un público de lengua castellana, diera en cierta ocasión por sentado que podía referirme a la lengua poseída en común como nuestra lengua. Yo pienso que, si uno no ejerce de patriota, puede hacerlo. Tal vez un patriota no pueda permitírselo. Razón de más para que yo no quiera que se me tome por uno de ellos.

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