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La próxima depresión

La intervención de los Estados en los mecanismos económicos ha permitido en los últimos años frenar de forma importante la depresión que ha solido seguir a todo ciclo alcista. Pero de forma puntual surge de nuevo el temor a la recesión y a la imposibilidad de los Gobiernos para impedirla.

Durante el último medio siglo se ha producido un delicado equilibrio entre el sector privado y el sector público de los países industrializados. Este equilibrio, que supone una presencia gubernamental en la economía de mercado, ha sido el responsable de la ausencia de una depresión importante en esos países durante más de 50 años. Sin embargo, en la última década esos mismos países han venido perdiendo el control sobre sus propias economías a medida que las grandes empresas han ido desbordando sus confines nacionales. En el proceso, el equilibrio entre el mercado y los Gobiernos tiende a un desequilibrio que amenaza al mundo con una depresión de dimensiones mucho mayores que la de los años treinta.La perenne enfermedad de la economía de mercado es su innata tendencia a la superabundancia -una superabundancia simultánea de capital, productos y población- Este recurrente malestar enfrenta a la civilización con el ilógico y repulsivo espectáculo de "la pobreza en medio de la abundancia". De hecho, es precisamente la abundancia -los productos que no se consumen- lo que origina la pobreza.

Esta enfermedad es inherente a un sistema en el que los propietarios de las empresas tratan de maximizar los beneficios y minimizar los costes. Los beneficios van a la inversión en la producción de aún más bienes, que inevitablemente no pueden ser consumidos porque los empleados no reciben por su trabajo la compensación suficiente para comprar lo que fabrican. Algunos llaman a esto sobreproducción; otros, subconsumo. Son dos palabras que significan lo mismo: superabundancia.

A lo largo de los últimos siglos se han propuesto tres soluciones para este trastorno crónico: el imperialismo, el socialismo y el keynesianismo. La solución imperial consistía en exportar la superabundancia a las colonias, donde se podía colocar el capital para su utilización, donde los productos manufacturados podían ser vendidos a cambio de materias primas y donde podía resituarse la población, de buena gana o a la fuerza. Gran Bretaña sentó ejemplo; otros países la siguieron. No obstante, por su misma naturaleza, la solución imperial tiene que ser efímera. En algún momento la superabundancia pasa a ser planetaria, como sucedió en 1929.

La solución socialista es simple: si los trabajadores se ven remunerados con el fruto de su trabajo podrán consumir lo que producen. Prevalecerá un equilibrio natural. Se acabará la superabundancia. Sin embargo, la experiencia de los últimos 50 años indica que la socialización total de los medios de producción y distribución conduce a la politización de la economía, con una pérdida casi universal de incentivos para producir. Si todos reciben la misma o casi la misma remuneración sin que se tenga en cuenta el trabajo que realizan, la mayoría de la gente hará lo menos posible.

Propiedad colectiva

Los Gobiernos socialistas europeos, reconociendo este hecho obstinado, no se han decidido a situar la totalidad de sus economías bajo la propiedad y el control colectivo. Los países comunistas se han visto obligados a reconocer cada vez más las ventajas de la economía de mercado como acicate para la producción.

En lugar de una forma puramente capitalista o puramente socialista, prácticamente todas las democracias industriales han optado por un sistema mixto, que intenta sacar ventaja de los incentivos del capitalismo, al tiempo que atempera la rapacidad de este sistema con una conciencia. social ejercida por los Gobiernos. En algunos países, tales corno los escandinavos y Alemania Occidental, el papel del Gobierno es muy considerable; en otros, como Estados Unidos y el Reino Unido, los Gobiernos desempeñan un papel menor. Pero ningún Gobierno de cualquier democracia industrial importante está dispuesto a vivir con un sistema de laissez faire, tal como el imaginado por Adam Smith.

El papel del Gobierno respecto a la economía fue conceptualizado por vez primera por John Maynard Keynes en 1935. En el sumario de su libro Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, afirmaba en su último capítulo: "Los fallos más destacados de la sociedad económica en la que vivimos son su fracaso en proporcionar pleno empleo y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y de las rentas".

En una sociedad en la que la riqueza y la renta estuvieran distribuidas de forma más prudente, el pleno empleo sería la norma, no la excepción. Conseguir una tal distribución eficiente así como equitativa de la renta exigiría la intervención del Gobierno, que mediante los impuestos la legislación relacionada con los salarios, las subvenciones, la gestión de los precios de los servicios públicos y la propiedad pública, trataría de equilibrar la capacidad de la nación para consumir con su milagrosa pero nociva capacidad para producir.

Durante medio siglo el keynesianismo ha constituido la práctica de las democracias industriales, incluso en las naciones que públicamente reniegan de Keynes, y como resultado no ha habido ninguna depresión importante desde 1929. Sin embargo, el concepto keyneslano se basaba en un supuesto que parece no ser ya válido: el de que un país podía controlar sus empresas. Pero esto ocurre cada vez menos, porque las empresas tienen una facilidad de desplazamiento de la que carecen los países. Las naciones están limitadas por sus fronteras; la moderna empresa mundial no lo está.

El factor trabajo

La facilidad de desplazamiento de virtualmente todos los factores de producción y servicios es el resultado de la aplicación revolucionaria de la ciencia en las áreas del transporte y la comunicación. Las materias primas y los productos acabados se transportan fácilmente a través de todo el mundo. La tecnología y las técnicas de gestión pueden encontrarse en casi todas partes. El factor trabajo está universalmente disponible en un mundo en el que existe un excedente del mismo. El más desplazable de todos los elementos es el capital, que puede transferirse a través de los límites nacionales a un termina] sólo con pulsar una tecla, y de hecho está cruzando las fronteras nacionales en sumas anuales 20 veces superiores a las de los bienes a los que afecta.

Las empresas multinacionales están cada vez menos inhibidas por vínculos de patriotismo en su distribución del capital. La propiedad de dichas empresas, así como su producción, se están transformando en mundiales. La empresa es una institución supranacional cuya movilidad le permite dictar sus condiciones a los Gobiernos en lugar de lo contrario. Si las naciones no obedecen se verán castigadas por una negativa empresarial a permitir que pueda disponerse de su capital. Esta inversión de los papeles -el poder de las empresas para dictar sus condiciones a las soberanías nacionales- hace virtualmente imposible para las democracias industriales seguir los principios de Keynes. Esto ocurre en unos momentos en que el remedio keynesiano para la superabundancia es muy necesario.

Las empresas mundiales buscan maximizar los beneficios y minimizar los costes. Por consiguiente, se sitúan en aquellas partes del mundo en que los salarios y los impuestos son bajos y las barreras comerciales altas. Tales líneas significan inevitablemente una polarización mundial, de la renta y la riqueza. Visto globalmente, la capacidad de la humanidad para producir es prodigiosa, pero con alrededor de las tres cuartas partes de ésta sin medios para consumir la superabundancia resulta inevitable.

Las democracias industriales se están dando más cuenta de su impotencia como naciones individuales y separadas para controlar sus empresas o para cortar el paso a otro desplome. Existen indicios de intentos para dar con actuaciones políticas multinacionales que compensen las de las empresas supranacionales. La gran pregunta es si tales acuerdos transnacionales entre las naciones se aplicarán lo suficientemente pronto como para evitar otra depresión mundial.

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