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Kafka a la española

La mamá de Gregor Samsa se quedó turulata, patidifusa, boquiseca y atarantada viendo por primera vez a su amado y próvido hijo caminar patas arriba, esto es, cabeza abajo, por el techo de su habitación, cuando lo que le tocaba hacer aquel día era atender a su obligación de presentarse puntualmente al trabajo. Claro que el dulce Gregor había adoptado la figura de un insecto de especie incierta, lo que sin duda debió servir para suavizar en alguna medida las ganas que sentía la mamá de entrarle a su hijo a coscorrones (ya que un hijo en figura de insecto puede que no lo tenga tan fácil eso de acudir al trabajo). De todos modos, que el fruto de sus entrañas, de repente y sin razón aparente, hubiera incurrido en semejante desplante era para dejar estupefacto (o estupefacta) a cualquiera. Pues bien, no menos estupefactos que la mamá Samsa se han quedado, en esta región levantina de la Madre España desde donde escribo para el lector asiduo de EL PAÍS, quienes el viernes día 24 de junio y festividad de San Juan tuvieron ocasión de ver a Pedro Laín Entralgo precipitarse de cabeza en un mar de confusiones, prejuicios, ignorancias y empecinamientos, todo ello en un artículo cuyo título, Bilingüismo, parecía lo bastante inocente como para poder pasar sin despertar sospechas. Vayamos por partes.Y, para empezar, consideremos una primera confusión. Laín pretende rebatir la sugerencia de que el bilingüismo produce determinados trastornos en el hablante medio obligado a añadir el uso de una lengua segunda al de la propia, y para ello apela al hecho de que un par de catalano-hablantes de entre los más cultos que tuvo la oportunidad de conocer y tratar en tiempos más felices que el presente se expresaban, a su juicio, en un perfecto castellano. Lo mismo, añade Laín, pudo él observar en el caso de otros catalanes menos distinguidos, de quienes nos da una muy larga lista: todos ellos acertaron como el que más en el uso de la lengua castellana. Pero, suponiendo que el problema planteado por Laín tenga algún sentido, la prueba que tenía que dirimir si era acertada o no la sugerencia acerca de los efectos dañinos del bilingüismo debió versar sobre el buen uso que los mencionados catalano-hablantes hacían de su propia lengua, el catalán, y no de la lengua aprendida, el castellano. Que Carles Riba y Salvador Espriu, además del castellano, eran capaces de usar el catalán escrito con un acierto superior al de la mayoría de los demás catalanes nadie habrá de ponerlo en duda. Pero, de los demás que aparecen en su lista, empezando con Manuel Vázquez Montalbán (que nunca ha pretendido figurar entre los catalano-hablantes) y acabando con los 10 médicos que figuran en ella (que, con ser catalanes, muy posiblemente jamás trataron de escribir en su propia lengua) ¿qué sabe Laín? Y, lo que es muchísimo más grave, ¿qué le importa? Evidentemente, nada. Su objeto es otro. Y ahí surge la segunda confusión en que incurre el ilustre académico. Puede él pensar que, razonando del modo extraviado que acabamos de ver, ha conseguido establecer la inocuidad del bilingüismo. Pero ¿de cuándo acá debe ello significar que el bilingüismo es deseable? No lo es, sin duda, por la razón suplementaria aducida por Laín, la de la oportunidad deparada a los catalanes que se sometan a la necesidad de aprender la lengua castellana de "comunicarse plena y eficazmente con los millones y millones que en el mundo la hablan". ¡Plena y eficazmente! ¡Qué pretensión insensata de parte de quien no sabe explicarse en su propia lengua sin confundirlo todo! ¡Y con millones y millones! ¡Vaya programa vital el que se nos propone! ¡Ir de cháchara continua alrededor del mundo hablando castellano con millones y millones de nativos de ambos sexos y de todas las edades! No, don Pedro, por lo que más quiera, no.

Y es que, como decía, el objeto perseguido por Laín no es contribuir a la excelencia de la vida catalana desde su posición de sabio ubicuo y mentor presunto sino, muy al contrario, reiterar, una vez más, la imposición al lector del prejuicio patriótico según el cual el castellano es la lengua de todos los españoles. Lo dice la Constitución, nos recuerda el patriota profesional que ha sido siempre Laín: "Todos los españoles tienen el deber de conocer la lengua castellana". ¡Vaya, vaya, lo dice la ley suprema (y lo dice en un castellano atroz, si la cita es correcta: en castellano, las lenguas no se conocen sino que se saben, que es como decir que one knows them en la lengua de donde ha traducido, mal, el analfabeto de turno)! Pero ¿qué tiene que ver esto con el lugar que ocupa la lengua castellana en la vida real de los españoles cuya lengua materna no es el castellano? El artículo pertinente de la Constitución no describe la realidad, sino que establece una norma legal. Legal, digo, y no moral ni social ni económica ni histórica. Establece la convención consensuada por los padres de la patria por la que deberán regirse otras normas legales que surtirán efecto en ese país que es el nuestro mientras sigan estando vigentes. Nada más: la ley constitucional es suprema, pero no enseña nada fuera de aquello sobre que versa, que es la formulación de los cauces por los que resulta preceptivo que discurran la asignación de derechos y deberes y el ejercicio del poder.

Lo que ocurre es que a Laín le conviene poner en el lugar de la realidad otra cosa, en este caso la ley, que le sirva para mantenerse en la ignorancia deliberada de aquélla. Deliberada, digo, y por consiguiente claramente culpable. Lo que todo el mundo es capaz de ver y aquello con que cuenta la persona más proclive a la vaguedad mental, esto es, el hecho de que la lengua propia de los catalanes es el catalán y que para todos los catalanes cuya lengua propia es el catalán el castellano es una lengua ajena y no propia, eso y no otra cosa es lo que Laín se obstina en ignorar. Del hecho que los catalanes son españoles combinado con el hecho de que la lengua española, según la Real Academia Española y la Constitución, es el castellano Laín deriva la consecuencia de que, por muy propia de los catalanes que sea la lengua catalana, el castellano es tan lengua propia de los catalanes como el catalán, y ello en la misma medida en que lo es de los castellanos. Y es ahí donde Laín empieza a adoptar, realmente, figura de mutante. Pues sólo un hombre en ese trance podemos pensar que sea capaz de escribir esto: "Siempre comprendí, no sólo acepté, su firme decisión (la de Carles Riba), patriótica y psicológica a la vez, de escribir en catalán y sólo en catalán su magnífica poesía". Laín acepta una realidad, que es capaz de explicarse por razones patrióticas (y por otras razones, de psicológicas las moteja él, no especificadas), e incluso llega a comprenderla: Riba escribe en catalán. El supuesto de que parte Laín no está expresado pero es transparente: para explicarse que Riba se empeñara en escribir en catalán, algo que en sí mismo no tiene justificación, se requieren razones particulares. No basta la razón, compartida por el poeta con el resto de los catalanes, consistente en el simple hecho de que el catalán era la lengua propia de Carles Riba. No le basta a Laín una razón semejante, que anularía de raíz su pretensión de ignorar que los catalanes, si hablamos y escribimos en catalán, es porque es nuestra lengua. Cuando usamos otras lenguas, traducimos tal vez del catalán a las demás lenguas que sabemos, o tal vez no: depende del grado de nuestro saber y de las circunstancias del caso. Claro está que también traducimos de las demás lenguas que sabemos al catalán (del castellano al catalán, por consiguiente, lo mismo que del francés al catalán, o del inglés o del latín o del chino incluso, si a mano viene, al catalán), de la misma manera que traducimos de cualquiera de las lenguas que sabemos a cualquier otra. Lo normal, de todos modos, es que simplemente actuemos, ejecutemos, o ejercitemos, nuestro saber de todas las lenguas que se dé el caso que sabemos. El castellano goza sin duda del privilegio de ser la lengua ajena que sabe un número más elevado de catalanes, por lo menos dentro de las fronteras de España. Pero esta circunstancia, con la que el patriota Laín debería ser capaz de satisfacerse, no altera en absoluto el hecho fundamental que Laín persiste en ignorar: el catalán es la única lengua propia de los catalanes.

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Pero no todo acaba ahí. Pues ni lo que dice ni lo que supone Laín tal vez no sean tan importantes como lo que sigue empe cinado en expresar sin proponerlo como tema ni darlo a entender por implicación. Es sobremanera significativo, en efecto, que en ese artículo que el propio Laín quiso llenar de nombres catalanes que debían corroborar su convicción de que a sus portadores, lo mismo que a cualquier otro miembro de la nación catalana, les era sumamente natural y bienvenido el empleo de la lengua castellana, es, digo, significativo y por demás chocante que en se mejante artículo ni un solo nombre catalán, salvo el de Carles Riba, aparezca en su forma catalana. En algunos casos, como el de Martín de Riquer, Laín sabe que no lo van a reñir porque haya recurrido a la forma castellana. En los demás, sin embargo, la solución adop tada ha sido la simple supresión del nombre de pila. Y peor para tí si no sabes de quién se trata, si del padre o del hijo, cuando lees, por ejemplo, el apellido Manent. En cualquier caso Laín habrá obtenido lo que quería: no dar el menor indicio de estar dispuesto a reconocer el derecho de los catalanes a seguir siéndolo en un contexto castellano.

La mujer de la limpieza, con su pluma de avestruz, todavía no ha desplegado su sonrisa estúpida ante los ocupantes de la sala. La Madre España, harta de tanta y tan soez aberración, ha traspasado toda responsabilidad de la hija todavía impúber (¿acabaremos viendo en ésta la figura de Cataluña?). El padre, ese toro decrépito devorado por la tiña, cede, como le corresponde al paredro desahuciado que es, ante la conjura del sexo débil. Y la mujer de la limpieza sigue sin sonreír, pero ya sonreirá, cuando le toque hacerse cargo de barrer das Zeug (el trasto). Pues en la verdad de Kafka vivimos, nos movemos y somos y es ella quien nos conforta.

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