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Política y representación

En una reciente entrevista, el sociólogo Salvador Giner expone una idea que podría resultar espeluznante para buena parte de la denominada clase política: "La política se está convirtiendo, en cierto sentido, en una farsa, porque la sociedad se autogobierna, y los Gobiernos quieren aparentar que gobiernan algo que se gobierna por sí mismo". En su opinión, el mundo es hoy una red compleja de núcleos y grupos que negocian entre sí, y los Gobiernos deciden mucho menos de lo que parece y tienen mucho menos poder real del que dicen tener.Si, como dice Giner, el poder político es una ilusión, también deberían serlo la dialéctica y las diferencias reales entre los programas de quienes aspiran a ejercerlo, y los elementos alternativos residirían en las formas de presentación, en los elementos estéticos, emocionales y gestuales, a lo sumo en la tradición de clientelas (ya no sería clases) que se siguen sintiendo vinculadas a la inercia de su conciencia histórica: es el kitsch.

Ésa es la opinión de Milan Kundera, para el que los movimientos políticos no se basan en posiciones racionales, "sino en intuiciones, imágenes, palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsch político". Para este escritor, el kitsch de la izquierda es la idea de la gran marcha (hacia adelante), y su modelo, "la festividad denominada Primero de Mayo".

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En el interior de esa ficción generalizada, la estética puede sustituir a la ética; el diseño, al producto; el personaje, a la persona. Recuerdo haber leído esta última contraposición en unas declaraciones de Enrique Tierno Galván. El personaje sería la dimensión pública de la persona, su sustancia estaría formada más por lo que otras piensan que se es que por lo que se es (puede incluso no tener mucho que ver una cosa con la otra), y, alargando el razonamiento, sería susceptible de un juicio é5tico autónomo. El holograma del personaje así entendido se obtiene a través de los medios de comunicación y el juicio sobre él en las elecciones o los ranking de popularidad.

¿Debernos escandalizarnos (desde el kitsch de la gran marcha) de que esto sea así? Conviene al menos detenerse en la respuesta. En un mundo en que los personajes públicos se ven obligados a representar de forma casipermanente la imagen de que están en todo momento entregados a la causa pública, aman a su familia y a todo el mundo, se conmueven ante la tragedia, se muestran imperturbables ante el riesgo, no fornican, jamás se equivocan en el pago de los impuestos, no transgreden norma alguna y sólo se despeinan lo justo para motivar una coqueta reconducción del cabello, termina dando lugar a un comportamiento, y quién sabe si a una forma de ser. Mao cita en el Libro Rojo esta sentencia: frunce el entrecejo y se te ocurrirá una estratagema.

Sin duda tal estado de cosas se expresa en otras muchas categorías de más extensa afiliación que la política. La representación, la sustitución de la realidad por su imagen, se manifiesta en el ámbito de la producción (que es ya, en realidad, el de la comercialización), en el de los modelos de convivencia social, en la familia, incluso en la expresión de los aspectos más duros de nuestra crisis económica. En una ciudad del Norte, convulsionada por la reconversión, los trabajadores que incendiaban barricadas y se enfrentaban a la fuerza pública dejaron de hacerlo un día en que la televisión no hizo acto de presencia, y en consecuencia se vino abajo el prestigio de una realidad (por otra parte muy dura y muy real) transustanciada por la imagen. Con buen criterio, de inmediato ocuparon los estudios de televisión y negociaron un compromiso de retorno al campo de batalla, duro plató de la lucha de clases.

El hombre y el ser -escribe Vattimo- entran así en un mundo oscilante, que se debe imaginar "como el mundo de una realidad aligerada, hecha más ligera por estar menos netamente dividida entre lo verdadero y la ficción, la información, la imagen: el mundo de la mediatización total de nuestra experiencia, en el cual ya nos encontramos en gran medida".

En el interior de ese mundo, ¿qué pasan a ser las ideas para gran parte de los políticos? Algo así como un talismán que no se abandona, aunque se haya llegado al convencimiento del perfecto agotamiento de sus capacidades mágicas, o un dato biográfico que de cuando en cuando se puede autorizar a que promueva -en el momento y lugar justos- algunas antiguas emociones, que afloran al exterior desposeídas de cualquier gesto airado, con la sonrisa enturbiada de nostalgia de un viejo rockero.

En los casos más recalcitrantes de perseverancia en las ideas, la mención de éstas se produce bajo alguna cautela irónica, en última instancia una actitud posmoderna, en la acepción de Umberto Eco: "Como la del que ama a una mujer muy culta y no puede decirle te amo desesperadamente", porque sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que esas frases ya las ha escrito Liala (en España, según Eco, Corín Tellado). Podrá decir "como diría Liala, te amo desesperadamente". En los debates políticos actuales, las citas ideológicas suelen ser precedidas de frases semejantes, que relativicen por vía irónica, la fe (del mal gusto) en su vigor y vigencia; se usa, por ejemplo: "Como dicen los textos sagrados", o "como dice el libro", o "como escribió San Carlos" (Marx).

El aire en que baten sus alas todas estas imágenes políticas es el sistema de creencias (fe en este caso en la aptitud salvífica del escepticismo) sobre el que descansa la llamada posmodernidad: agotamiento del progreso, fin de la época de la superación, "esto es, de la época del ser concebido bajo el signo de lo novum" (Vattimo). Su expresión, en economía, es el retorno al utilitarismo, a una magra técnica en la que los estrechos márgenes de unos centímetros más o menos de presión fiscal, o la discusión sobre el tamaño del acento que se ponga sobre unos u otros servicios públicos (más en sanidad, o en educación, o en carreteras, etcétera) en función del bienestar individual y social que produzcan, pueden llegar a ser para algunos la frontera entre progresismo o reacción.

Y, sin embargo, en un mundo con una docena de guerras, media humanidad desnutrida y hambrienta, una parte significativa de la juventud envilecida por la droga, o la frontera del Tercer Mundo aflorando y abriendo enclaves en tantos guetos de marginalidad urbana de nuestra propia sociedad -y lo que es más grave: de forma paralela a la indudable promoción material de una mayoría- hay razones suficientes para recuperar la realidad, en su pesado dramatismo, desconfiando de toda su imagineria y, al tiempo, volviendo a confiar en nuestra capacidad para transformarla de manera arriesgada, paciente y obstinada, sin perder por ello el sentido del humor ni el sentido del amor, y sin necesidad de adoptar el rictus de la Gran Marcha hacia adelante. Intentando al hacerlo descubrir, con humildad y astucia, los movimientos profundos de la sociedad en que vivimos, aquellos que hace ahora 20 años hicieron saltar por los aires todos los kitschs políticos (de izquierda y de derecha) entonces vigentes y precipitaron al desagüe del fregadero imágenes, estereotipos, personajes y representaciones.

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