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Cervantes o el rumor

Por segunda vez viene a mis manos, ahora en traducción española no en todo momento tan excelente como fuera de desear, el breve ensayo ole Rosa Rossi sobre Cervantes. Han cambiado la dedicatoria y la nota inicial, se ha modificado algo el aparato de citas, pero el libro es esencialmente el mismo que hace apenas unos meses provocó en latitudes nuestras cierta sorpresa, bastantes reservas y alguna áspera reacción que, en su misma descompostura, parecía transparentar arcaicas formas de nacionalismo viril.Es sorprendente la sorpresa que el breve texto de Rosa Rossi ha causado. Yo me atrevería a atribuirla, sobre todo, a la rapidez y a la pasión de su escritura y a la forma que ésta ha tomado: el ensayo. Porque, sin menoscabo de la indudable autonomía de su aproximación al tema, ese ensayo se inserta con toda naturalidad y ninguna sorpresa en la perspectiva de otros estudios cervantinos recientes, pero acaso menos accesibles o menos difundidos, sea por su naturaleza más académica o, simplemente, por su mayor extensión. Me refiero, por ejemplo, a las aportaciones de Maurice Molho, y en particular a su penetrante lectura de El retablo de las maravillas (1976), o a los trabajos de Françoise Zmantar sobre el desdoblamiento del eros en Los tratos de Argel (1980) y de Louis Combet sobre la "incertidumbre del deseo" en la totalidad de la obra cervantina (1980).

Rosa Rossi ha escrito, ciertamente, un ensayo eficaz. Su propuesta es transparente. Se trata de "escuchar a Cervantes", de oír cuanto en la obra pueda haber quedado del secreto rumor de la persona. Un número mayor de lectores se habrá acercado, gracias a ese ensayo y a los fragores de su recepción, a un problema que, sin ser estrictamente nuevo, encuentra en él nueva y sugerente formulación. Se trata, en definitiva, de saber cómo en una sociedad cuya dinámica sectaria se movilizaba -al decir de Jean Canavaggio, un cervantista mucho más prudente y cauteloso- contra "cuantos pretendían seguir siendo diferentes", se sustancia precisamente la diferencia o diversidad de Cervantes que la imagen de escayola "heroica y ejemplar" del ex combatiente de Lepanto encubre, maquilla o sustituye.

La profesora italiana reformula dos hipótesis ya conocidas: la del posible origen cristiano nuevo y la de la posible homosexualidad, real o fantasmática, de Cervantes. Se le ha reprochado que no deja probada ninguna de ellas. Ciertamente, respecto de la persona o la vida de Cervantes hay hipótesis que difícilmente podrán sustanciarse en afirmaciones absolutas, pero a las que tampoco resultaría fácil oponer negativas concluyentes. No parece, por otra parte, que la intención de la autora sea tanto probar como avanzar mediante tanteos indiciarios que acaso, por acumulación, lleguen a exigir del disconforme la prueba en contrario.

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En todo caso, es evidente que los problemas a que ambas hipótesis corresponden tienen muy particular acogida en la obra de Cervantes. Así se ha solido reconocer, por lo general, en lo que respecta a la condición de los cristianos nuevos o de los moriscos y a la temática del linaje y la limpieza de sangre. En cambio, sólo lecturas más recientes han ido probando hasta qué punto los comportamientos sexuales desviantes son constitutivos de numerosas situaciones cervantinas. El eros de este escritor radicalmente casto resultó, a la larga, mucho más complejo que el de la mayoría de sus contemporáneos y mucho más de lo que habían entendido o deseado entender sus intérpretes tradicionales o tradicionalistas. Aunque bien claro está que una de las características del tradicionalismo ibérico es la incapacidad -probablemente asumida como principio- de percibir el eros.

Quizá uno de los más netos aciertos de Rosa Rossi haya sido el de iluminar su lectura de la vida o de la persona de Cervantes desde la perspectiva histórica de la condición femenina como diferencia o diversidad primariamente aplastada en una sociedad cuyo orden de valores reposaba exclusivamente en el sexo fuerte. El problema tiene, al igual que los anteriores, una intensa resonancia en la obra cervantina, donde la presunta fortaleza del sexo dominante queda sintomáticamente revertida en favor de la mujer. "Al revés de lo que sucede en otros sectores de la literatura clásica en Espada -y fuera de ella-, el eros cervantino", escribe, a su vez, Louis Combet, "se sitúa bajo el signo de la feminidad".En movimiento paralelo, los ataques que en su vida real Cervantes recibe apuntan a la hipovirilidad, es decir, tienden a reducirlo al rango de lo femenino, tan inferior en una sociedad frenéticamente patriarcalista. Tal es el sentido último de las alusiones a su presunta condición de cornudo o a su presunta impotencia, que Lope de Vega no se ahorra en un conocido soneto, o las acusaciones de sodomía -tan formulables -que Cervantes se ve obligado a defenderse contra ellas- hechas por el siniestro Blanco de Paz.

Lo cierto es que una serie de factores analizables acercaron a Cervantes a la diferencia o diversidad femenina, es decir, lo alejaron del modelo estentóreo de la varonía dominante, al que tanto responde, en cambio, el perfil biográfico de Lope, genio, en efecto, nacional.

Hay en esa sociedad de nuestro siglo XVII una dinámica racista o excluyente que se constituye en función de la diferencia étnica y de la diferencia sexual. En sus formas más exasperadas, dicha dinámica funde ambas diferencias en una sola. El excluido por motivos de raza o mancha de linaje puede quedar doblemente excluido o rebajado por asimilación, incluso fisiológica, a la mujer. En efecto, el judío, el marrano o el simple cristiano nuevo cuando judaízan no llegan a la hombría, pues son hombres que tienen, por castigo divino, flujo menstrual en sus partes posteriores. Así lo explica con abundancia de argumentos, en un tratado escrito después del auto de fe de 1632, el doctor Juan de Quiñones de Benavente, autor de diversas publicaciones, alcalde en la corte de Madrid y destinatario de una estrofa de Lope en el Laurel de Apolo. El tema ha sido ricamente explorado por Y. H. Yerushalmi en su libro sobre el médico y humanista judío Isaac Cardoso (1981), que abandonó un buen día, por el gueto de Venecia y el público ejercicio de la religión hebrea, las ventajas alcanzadas en su propio país.

En un medio difícil y competitivo, el mismo que genera lo que Cervantes llamó "los desesperados de España", la peligrosa latencia de ese tipo de acusaciones y el temor a su proyección social o procesal, según los casos, habían de dar lugar a comportamientos muy específicos de autoconservación.

La vulnerabilidad extrema de la vida personal, determinada en el contexto de los siglos de oro por la existencia de una clase perpetuamente sujeta a sospecha o expuesta a la humillación, cuando no a más irreversibles daños, genera un molde o talante radical de la persona desde el que ésta vive la vida esencialmente como ocultación. Por supuesto, ese molde no es ajeno a formas esenciales del marranismo, en el que la experiencia religiosa fue vivida desde lo que se ha llamado una teología de la ocultación.

Hay, ciertamente, en nuestras letras de ese tiempo, personajes retraídos o secretos, como Góngora o Gracián, y personajes de vida manifiestamente velada, como Cervantes. El propio Lope no ignoró -cómo podría ignorarlo- cuáles eran las fronteras y cuál la diferencia:

"Bien hayan los poetas que en extraños / círculos enigmáticos escriben, / pues por ocultos no padecen daños".

Sí, Lope, el que no se ocultaba, el que se exhibía, seguro -aparentemente- de sí y de su genio.

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