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Tribuna:LECTURAS DE AÑO NUEVO
Tribuna
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Las bodas de Agripina

Salvador Garmendia (Barquisimeto, Venezuela, 1928) ha escrito libros de cuentos y novelas. Fue miembro fundador del grupo creado alrededor de la revista Sardio, de gran influencia en su país. Las bodas de Agripina es un relato cercano e intimista en el que se recrea la memoria y cuyo protagonista es el tiempo.

El caso es que ella se llamaba Agripina, y yo no había creído, hasta ese momento, que nadie pudiera llevar tranquilamente ese nombre por el mundo. Porque si alguno de esos nombres que tienen su patrón en la historia cae de improviso en medio de nosotros, el mismo azar debería asignarle a su dueño, cuando menos, una figura significativa o una conducta poco regular; pero nada de esto pasaba con ni¡ pobre Agripina; mujer madura, chata y obediente, si las hay.Desde el mismo momento en que ella se agregó a la familia, mis hermanas principiaron a llamarla Agripa, desechando una partícula final que les parecía encontrar cargada de veneno, mientras que, por su parte, mis dos artificiales sobrinitas, niñas de repostería casera, a quienes no me atrevía a tocar pensando que estarían llenas de hormigas, siempre que aparecían en casa de visita, le gritaban despectivamente iiiiiiiinai, alargando una i deliberadamente nasal; así que yo tuve que contentarme con el mango y llamarla solamente Agri, partícula cítrica y amuñonada, incapaz de ocasionar la menor repercusión en la historia.

Pues bien, en este momento, mi paciente Agripina (de un tiempo a esta parte he preferido devolverle la totalidad de sus sílabas) se ha parado junto a mi hamaca, que cuelga como de costumbre en la mitad del corredor principal de casa, frente a un jardín cristalizado que nunca tuvo alma y que ahora, al igual que todo el resto de la casa, no es más que una forma del silencio.

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Ha venido a traerme, la pobre, mi segunda tacita de café de la mañana, lo que prueba que ya han dado las diez; y a medida que esos dedos gruesos y mojados me acercan la taza observo, por en medio de ellos, un pedacito de luz del patio y la mancha de un moscardón que traza círculos alrededor de una mota de polen, y se me ocurre pensar que en las evoluciones de ese zumbido negro podría compendiarse con holgura casi la totalidad de mi existencia.

Entonces, mientras paladeo mi café y mientras ella aguarda como un cactus al lado de mi hamaca, imágenes enfriadas que proceden de un pasado reciente, incapaces ahora de causar daño, parece que se pasean de nuevo por entre los muebles, la gran mesa del comedor y sus silletones de suela, donde hasta hace muy poco tiempo ejerció el mando mi hermana Adelaida, con su fidelidad casi fanática a la línea recta, sin una gota de agua en las carnes, y conduciendo sus ojos azules, inmóviles, como si fueran una reliquia de otro siglo.

Teodosia, la segunda en edad, tuvo siempre a su cargo la vigilancia de unos ejércitos de helechos y palmas, que aún hoy permanecen en formación a lo largo de los dos grandes corredores de la casa; un suelo de pereza, donde el sol hace vibrar hasta el suplicio, durante todo el año, los mosaicos del piso, los sillones de mimbre del recibidor, los zócalos y las columnas pintadas al aceite.

Tanto ella como Adelaida paseaban por estos lugares sus aires de grandes amas de llaves, blancas como merengues.

Blancas, sí. Lo he dicho todo.

El blanco sobre blanco de la piel, en su manifestación original, adánica, significó en todo momento, para mis hermanas, la única marca de identidad, confiable, de la especie. Blanco era el llano vulgar; blanco, blanco significaba ya una señal digna de ser tomada en cuenta, mientras que blanco, blanco, blanco...

Y aquí Adelaida fue interrumpida en una ocasión por Agripina, quien dejó sus manos sepultadas en un gran bloque de masa de maíz, para elevar el siguiente lamento:

-¿Blancos, blancos, blancos? ¡Ay, señoritas, por Dios! En este país no hay quien aguante esos tres golpes.

Señoritas, óigase bien. Porque mis hermanas, así como partieron, intocadas, del vientre materno, así conquistaron la blanda madurez, y puedo decir que asimismo volvieron, intactas, al suelo, sin que la posición horizontal les hubiese deparado otra cosa que sueños, seguramente insípidos.

¡Por Dios! Me había olvidado de mi pobre Tomasa, la menor de las tres; nuestro habitante de las cavernas, que hizo su vida en el interior de las habitaciones, removiendo olores, vaciando y llenando floreros, recogiendo estearina caliente en los retablos, polillas en los escaparates...

Sus hermanas mayores formaban las dos caras de una moneda que se escuchaba tintinear a cada momento en cualquier lugar de la casa, mientras ella, con su blandura de muñeca de trapo y su carita apeñuscada y sin color, rara vez se aventuraba a respirar aire libre, y apenas si llegábamos a darnos cuenta de sus apariciones cuando asomaba, como un blanco gusano, por los agujeros de esta gran pera abrillantada que era nuestra casa.

LA "RASPADURA"

Tomasa, pues, a quien por muy visibles razones llamábamos en familia La Raspadura, fue el resultado, obtenido con visible desgana, de esas últimas gotas de líquido reproductor, retrasadas y casi vergonzantes, que han poblado los santos hogares de monstruillos.

Cuando Agripina se colocó de mucama con nosotros, nuestra vida en común, que era una de las más comunes vidas que pudieran pensarse, navegaba, como si dijésemos, en alta mar; un mar descerebrado y seguro.

¿Cómo entonces, pobre de mí, en medio de esta travesía confortable, hubiera podido presentir siquiera el drama que se avecinaba y que parecía marchar en dirección a mi persona inexorablemente?

Agripina... Pero todavía debo completar, para ustedes, el cuadro familiar agregando a mi hermano Lucio, que fue administrador de las rentas del apellido, y a quien nos habíamos acostumbrado a mirar a nuestro lado como un fósil indestructible. Pero esta piedra se apagó un buen día, y nos dejó en herencia un pequeño motor financiero perfectamente conservado, que sólo fue necesario echar a andar nuevamente para que continuara funcionando, parejamente, hasta el día de hoy.

-Ambrosio -comenzó diciendo Adelaida aquel día, durante el almuerzo, pegando un manotazo por el costado a nuestra embarcación que me hizo saltar sobre mis nalgas-. Es tiempo ya de que vayas pensando en tu matrimonio (la sola mención de esa palabra, enteramente extraña a nuestro vocabulario familiar, me aplastó en seguida bajo un baño de plomo). Eres joven todavía; estás en la mejor edad del hombre, la edad más adecuada para contraer matrimonio (Tomasa, mientras tanto, ruñía ensimismada un trozo de costilla gorda que había sacado del hervido). Eres el único varón de la familia, y nosotras, Teodosia y yo, no queremos dejar este mundo... (Agripina ha tropezado en este momento mi hombro con su brazo redondo, en medio de una mixtura de ajos y cebollas que escapa de su cuerpo; pero éste fue un roce involuntario, es la verdad; ella solamente venía a dejar, en medio de la mesa, una fuente de plátano frito) sin antes saber que el apellido no se pierda ni se rebaje, tú me comprendes... (El reloj de Teodosia, cuya cabeza tenía la apariencia de una esfera de reloj de pared machucada, aprobó este discurso de su hermana mediante un crujido de dientes.) Tú sabes bien que blancos verdaderos ya venimos quedando pocos, muy pocos, en este país, donde todo es una mezcolanza horrorosa...

Todavía a la altura del arroz con leche, mi hermana mantenía en alto su discurso; el mismo que en los días y semanas siguientes fue convirtiendo el tema de mi matrimonio en un ruido chirriante y destemplado que aflojaba mis dientes, mientras mi afligida persona se hundía cada día más, en cuerpo y alma, en un estado de melancolía y desventura que apagaba mis deseos de vivir.

Sentía que nos movíamos a bandazos en unas aguas que se habían vuelto malhumoradas y sombrías... ¿Hasta cuándo y dónde tenía que prolongarse ese tormento?

SALUD RUTINARIALa rutinaria buena salud de que hacían gala mis hermanas acrecentaba mi desesperacHón en este punto, ya que en el fondo, aunque debo decir que este fondo iba ascendiendo cada día hasta casi juntarse con la superficie, estaba convencido de que sólo la desaparición física, por lo menos de dos de ellas, podía llegar a conjúrar de manera efectiva la amenaza que bajaba sobre mi descanso.

Pero ¿qué clase de muerte, reflexionaba a este respecto, podía sobrevenir con éxito sobre estas criaturas de carpintería, seguramente invulnerables? Con toda seguridad, cualquier foriria de fallecimiento, más o menos natural, les andaba muy lejos.

Y así, meciéndome con lentitud en mi hamaca, saboreaba con detenimiento esos últimos sorbos del sopor de los días, que sentía desplomarse despaciosamente a mis pies. El canturreo lejano de Agripina, que escogía granos en la mesa del comedor, resbalaba como un hilo de agua turbia por una lámina de vidrio, y mientras tanto, mi cerebro o mi alma, o una amalgama de los dos, iban destilando una especie de odio sublimado y purísimo contra mis hermanas.

Precisamente, en esos mismos días, algunos recuerdos remotos de mi infancia acudieron como hormigas desde los rincones. Cuando niño, fui un queru.bín pintado al óleo, que necesitó años para secarse y que al fui pudiera rozarme sin peligro con otros cachorros. Las hermanas me protegían y aseaban con extremo cuidado, como si fuera un objeto precioso que pudiera romperse entre sus manos. Mi cuerpecito fue requisado mil y una vez, a paso retardado, en busca de una horrible mancha genética que finalmente no fue hallada, y, sin embargo, se mantuvo una vigilancia constante sobre toda área vulnerable de mi persona ante el temor inconfesable de que el estigina, una pequefía mancha oscura, pudiera asomar a la luz tardíamente.

Las bodas de Agripina

Teodosia me acostaba desnudo encima de sus muslos, y las dos se entretenían, horas muertas, en deslizar las yemas de los dedos por cada centímetro de una pieI que ellas imaginaban bañada en polvo de oro. Alguna de las dos hundía un poquito un dedo en la carne, lo retiraba un momento después, y se quedaba conteniplando el reflejo de una sangre purísima, azulada, que ascendía disipándose suavemente al alcanzar la superficie, y entonces sonreía empalagada, como si estuviera presenciando la alborada de la especie.Un año transcurrió en medio de esos vientos hostiles, pues mis hermanas, uniendo la acción a la palabra, estuvieron barajando prospectos femeninos aptos, según ellas, para efectuar conmigo el acoplamiento genético. A todas las vi aproximarse con pavor; más no porque experimentase alguna clase de aversión al sacralinento en sí, sino porque toda sacudida a mi hamaca, todo trastorno o alteración en mis costumbres, se me presentaba como la anticipación de una catástrofe que iba a desencadenarse sobre el único trozo de la humanidad que podía despertar mi interés; quiero decir, mi propia persona.

A todas éstas, cumplí 48 años; pero sabía que, si la vejez se aproximaba, ello no me infundía temor, sino una suerte de curiosidad reflexiva, como si me preguntara a mi mismo: ¿cómo quedaré cuando llegue el momento? Ya que el tránsito tenía que producir se, para mí, sin dolor ni molestiais. Un día cualquiera, de repente, acaso al final de una siestecita, me vería despertar convertido en un anciano enclenque.

Bueno (recordemos la escena de la primera página)... Ahora mismo, Agripina recibe de mis manos la taza de café ya consumida. Sonríe (ese único lado visible de su alma, inmune a la contaminación terrenal). Dentro de unos instantes la escucharé trasteando en la cocina. Todo ha vuel.o a ronronear en paz alrededor de mí. Entonces, ¿qué clase de milagro ha tenido lugar que ha devuelto a la casa su clima verdadero?

Ahora, cuando el silencio vuelve a ser el dueño de todo cuanto me rodea, traigo de nuevo a la imaginación un cuadro que no presencié, pero que me agrida pintar y mostrarlo a todos, como aquí lo hago, ostentando con orgullo mi firma.

Una mañana, que ya empieza a parecer algo lejana, Teodosia encontró, en la mesita del recibidor por donde pasaba el plumero, una hoja de papel con un mensaje escrito de mi puño y letra, pisada con una esquina del florero. Llamó inmediatamente a su hermana y leyó en alta voz lo que sigue: "Queridas hermanas: cuando lean estas líneas, ya no estaré en casa; pero no se alarmen por mi desaparición, que sólo será momentánea. Antes de una semana estaremos todos reunidos una vez más, y esta vez espero que sea para siempre. Pero, eso sí, les anuncio que volveré a casa en compañía de la mujer que he elegido como la compañera de mi vida, y cuya identidad será para ustedes, no lo dudo, toda una sorpresa. Con esto espero que habré dejado satisfechos sus nobles deseos para conmigo".

Y, efectivamente, algunos días después, mudas y horrorizadas, mis hermanas me vieron aparecer en la puerta, despejado y sonriente, pasando mi brazo por la gran circunferencia del talle de mi esposa..., ¡la asustada Agripina!..., sólida y enteriza, que apenas me llegaba al hombro, y sobre todo (había dejado de mencionar este último detalle, imaginando que, siendo tan obvio como me parece, se habría de revelar por sí solo) ¡negral, negra desde los cabellos rijosos que empezaban a desteñirse por los lados hasta los bloques de los pies, con los cuales, multiplicados, se hubieran podido levantar paredes.

Omitiré toda la parte de la historia, demasiado prolija, referida al asalto y conquista final de Agripina (simple fortaleza campesina, con paredes de barro ,vulnerables), así como el relato de los días en que permanecimos juntos fuera de casa (gimió como un chanchito acorralado) hasta ese momento postrero en que la realidad, la vida toda, incongruente, torcida, incomprensible, se les apareció a mis hermanas en la puerta, virada en una especie de pirueta grotesca.LA VIDA FAMILIAREn cuanto a mí, la vida de casa se reanudó, a partir de aquel día, sin mayores disturbios.Agripina fue a ocupar su lugar de costumbre en la cocina; aunque por las noches se sumía en mi cuarto. Mi lugar siguió siendo el actual. La hamaca, el corredor. Mis hermanas, en carrbio, comenzaron a desaparecer a partir de aquel día.

La expresión resulta, en verdad, insuficiente. Sus cuerpos se empequeñecieron; los líquidos huían de sus carnes. Fue un desvanecimiento, un desplome de facultades que sólo podía compendiarse en un nombre: tristeza. La tristeza que las roía hizo de ellas formas huecas que circulaban en una prision.

No llegaron a hacerme ningún reproche, aunque pude ver las llorar en silencio muchas veces. Se alimentaban en sus cuartos con comidas ligeras y bebedizos aromáticos que ellas mismas confeccionaban. Mi esposa y yo, sin hacer mucho caso de ellas, nos sentábamos a la mesa, donde éramos servidos por una jovencita acanelada que habíamos contratado para el caso (Pipina, de nombre). Con sus pantalones ceñidos y sus modales caricaturescos, copiados de anuncios de televisión, esta chiquilla rústica no dejó de alimentar mis sueños en torno a una rectificación justiciera de mi estado civil.

A todas éstas, como es de suponer, Adelaida y Teodosia continuaron desapareciendo en la forma antedicha, pero sin que su desvanecimiento pudiera ocasionar ninguna clase de disturbio en la superficie esponjosa que nos sostenía. últimamente se habían refugiado por completo en sus habitaciones, donde fueron cediendo el lugar una después de otra. Adelaida llegó a ser un hilo bajo las sábanas. Teodosia bajó al fondo como un sedimento en un vaso, y en cuanto a Tomasa, se sumió en la muerte de las otras y escapó cualquier día, tras ellas, sin que en ningún momento se hubiera dado cuenta de lo que había pasado.

Un solo mediodía de verano se adueñó en adelante de nuestra casa.

Por las noches soy libre como una golondrina. Agripina, dormida a mi lado, es una barra de granito, y yo levanto vuelo y voy a posarme en el nido de la alegre Pipina, donde nos arrullamos hasta la madrugada. Mis hermanas descansan para siempre en un cielo caucá sico, lleno de delicias.

Murieron, como lo había previsto al consumar mi matrimonio con Agripina, de muerte natural, es decir, de tristeza.

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