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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA EPOCA
Tribuna
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Gozo y preocupación del castellano

De don Miguel de Unamuno aprendí la frase a que solía recurrir, cuando tenía que hablar de sí mismo, el poeta vizcaíno Antonio de Trueba, Antón el de los Cantares: "Si hablo de mi es porque soy el hombre que tengo más a mano-. Éste es ahora mi caso. Soy el hispanohablante que tengo más a mano, y como tal mostraré las dos caras que el hecho de expresarse en español tiene -debe tener,'más bien- para quien en él ve su lengua materna.Alguna vez he recordado cuáles han sido, a lo largo de mi vida, mis cuatro máximas emociones de hispanohablante, los cuatro momentos en que mi sensibilidad ante el hecho de hablar castellano ha sido más recia y hondamente conmovida.

El primero, cuando descubrí que el castellano es levadura, y que como tal transforma sin apenas ser transformado.

Tal es la más importante experiencia lingüística que Buenos Aires ofrece a un español. Hacia 1850, Buenos Aires era un pequeño burgo criollo junto a las aguas leonadas del Río de la Plata. Pronto llegó el aluvión de los inmigrantes, y entre ellos, al lado de los gallegos, los castellanos y los vascos, dominándoles ampliamente en número, los italianos, los ingleses, los dálmatas y croatas, los polacos,los alemanes, los libaneses. ¿Qué iba a pasar con el castellano? ¿Quedaría añegado por esa descomunal inundación lingüística, sería al fin descompuesto por ella? Ciertos fenómenos suburbanos _el lunfardo de la Boca, la lengua franca de compadritos y malevos, la letra detantos tangos- así lo hacían temer.

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¿Cómo olvidar, valga este alto ejemplo,la pretensión idiomática y estilística subyacente a El hombre de la esquina rosada,de Jorge Luis Borges? Pero el castellano,por obra de los ¿riollos de Buenos Aires y de los gallegos de la península Ibérica,ha prevalecido y es cada día más vigoroso. La profecía de un idioma nacional no se ha cumplido. Borges ha venido a ser un clásico de la lengua común. Y sin renegar de su estirpe, aunque no deje de operar en ellos la sugestiva querencia porteña, los Groussac, los Storni, los Marechal, los Molinari, los Sábato, los Levene y Levillier, los Houssay, los Satistesa, Dell'Oro y Murena, en el castellano común piensan y escriben. Envuelto por la sobreabundante harina de los restantes idiomas, el castellano ha actuado como levadura, y Argentina sigue siendo patria segunda de todos los que en ese idioma tenemos, unamunianamente, "la sangre del espíritu".

El segundo, cuando el castellano se hizo ante mí, como tantas veces ante otros españoles en el curso de cuatro siglos, huésped de la soledad cósmica. Fue hace casi 40 años, en una playa de Chile, al sur de Concepción. Unos amigos me habían llevado hasta allí. Entre los Andes y el Pacífico, sólo el rumor de las olas que venían a morir sobre la arena. Todos callamos, ganados por un extraño y fuerte sentimiento de primeros pobladores del cosmos. Y en aquel momento, nunca sabré de dónde ni de quién, surgió una voz que decía en nítido castellano: "¡Oye ... !". Mi idioma llegaba entonces a mi oído como si fuese, sobre la haz entera del planeta, el único testimonio de la condición humana.

EXCURSIÓN

El tercero, en un poblado indio de Ecuador. Un grupo de españoles, congregados por una asamblea latinoamericana, íbamos de excursión festiva hacia la línea equinoccial, y el vocero de la comunidad de un poblado indígena, vestido con el poncho de los domingos, nos recibió leyéndonos una inolvidable salutación que comenzaba así. ¿Te acurdais, arnu de la Mama tierra Ispaña, del otro lado de la cocha (el agua, el mar), cuando hezu de vener el patrún Crestóbal Colón, hace timpus? Le hicimos de ver a lo que llegó con rupa de fierru, cun caballo asustador y cun palu que mandaba truenos...". Ahora, el castellano se me revelaba, conmovedoramente, comoagente de occidentalización, como primera y tosca argamasa de una expresión humana que a través de él se asomaba por vez. primera al ámbito de la historia universal.

El cuarto, en un programa de televisión destinado a presentar al público español los sefardíes de Jerusalén y TelAviv. Un viejo hablaba con sencillez y soltura el antiguo ladino, y mediante él nos hacía llegar los recuerdos de su estirpe. A través de años, leguas y mil diversas vicisitudes -entre ellas, las terribles matanzas y deportaciones de Salónica-, el castellano mantenía indemne su sonido del siglo XV y. aparecía ante mí como un viejo aderezo familiar; ése que a veces es conservado de generación en generación, y en medio de los usos y las modas del mundo en torno es usado para dar testimonio de la pertenencia al linaje propio. Un linaje, en este caso, hecho más de lengua que de sangre, más de alma que de tierra.

Desde el recuerdo de esa serie de emociones quiero glosar al vuelo lo que, a mi modo de ver, dando fundamento a la amplitud geográfica de nuestro idioma y a la creciente multitud de quienes lo hablan, constituye el gozo de sentirlo, sigamos con Unamuno, como la sangre del espíritu, de nuestro espíritu: su hermosura y su grandeza.

No con palabras propias, sino con lasde un escritor no hispanohablante, el fino poeta trapense Thomas Merton, elogiaré la hermosura del castellano. Recordando los días que pasó en La Habana, escribe Merton: "Oí los sermones armoniosos de los predicadores españoles. Su misma gramática parecía digna, mística y cortés. Me parece que, después del latín, no existe una lengua tan adaptada a la plegaria ni tan hecha para hablar con Dios: a la vez fuerte y suave, posee, no obstante, esa dureza y esa aceridad que le da la precisión exigida por el verdadero misticismo, y, sin embargo, es dulce, como pide la devoción; es cortés, suplicante y elegante, y se presta sorprendentemente poco a la sentimentalidad... Incluso en labios de una mujer, el español nunca es débil, nunca es sentimental".

BELLEZA

Mas no sólo en su empleo religioso es hermosa nuestra lengua, tanto a un lado del Atlántico como al otro. Junto a los de tantos poetas de acá, pienso en los versos de Rubén, de Lugones de Neruda, de Vallejo, de Valencia. Cuánta riqueza y cuánta belleza en el decir y en el sentir. Y junto a la prosa de los grandes escritores de Latinoamérica, Sarmiento y Rodó, Ricardo Palma y García Márquez, Uslar Pietri y Octavio Paz, pongo la de quienes en España han elevado el idioma común hasta cimas no alcarízadas desde el sIglo XVII, con Juan Ramón, Valle-Inclán y Ortega a su cabeza.

Un concierto maravilloso de palabras bien elegidas, bien sonantes y bien trabadas, cuya hermosura desafía a la que en cualquier otro idioma pueda ser lo grada. Lo que para ser eficazmente persuasiva el habla ante todo requería Platón, ser logos kalós, discurso bello, nuestros prosistas lo han logrado con admirable y gratificante frecuencia.

Grandeza, además de hermosura, tiene nuestra lengua común. Una lengua es hermosa por cómo dice lo que quiere decir, y es grande por lo que dice, por el mensaje que sus palabras envían a todos los hombres, y no sólo a los que como suyas las emplean. ¿No es, pues, grande una lengua que en Europa y en América ha dado al mundo la poesía, la novela, el teatro, la mística y las leyes que la nuestra le ofrece, y que en este siglo, contradiciendo lo que de ella se afirma, comienza a dar o da de nuevo pensamiento y expresión originales?.

Pero no- declararía íntegramente mi sentir si no avivase en mis lectores la conciencia de aquello por lo que nuestra lengua es todavía deficiente. Por dos principales causas lo es, tal como yo la veo: porque, en tanto que expresión de

la vida histórica y social de un conjunto de pueblos, y como consecuencia forzosa de la escasa participación de todos ellos en la historia universal de la ciencia y la técnica, no ha llegado a crear desde dentro de sí misma el vocabulario que el pensamiento científico y el manejo solvente de la técnica tan imperiosamente exigen; razón por la cual quines como nuestra la hablamos hemos de padecer sudores y tártagos para compensar a marchas forzadas ese grave menester y no acabar nunca con la tarea; y, en segundo lugar, porque con frecuencia es mal usada por quienes no han sido educados para su buen uso, y constantemente se ve asaltada por multitud de vicios léxicos y sintácticos.

Puesto que es así, y puesto que sabemos que es así, pienso que a todos los hispanohablantes animados por la voluntad de expresarse con alguna perfección, pero mucho más a los que componemos las academias de la lengua española, una doble misión nos une y nos obliga.

PANEGíRICO

Debemos, ante todo, revisar nuestra historia común para, con ascética voluntad de autocomplacencia y panegírico, con vigorosa voluntad de verdad y rigor, desvelar las causas históricas de esa deficiencia -de nuestra lengua, requisito ineludible para ponerle remedio eficaz. Movido por su certera y fecunda visión de la lengua como "sangre del espíritu", escribió Unamuno: "No caben, en punto al lenguaje, vinos nuevos en viejos odres... Tiene la lengua castellana que modificarse hondamente, haciéndose de veras española e hispanoamericana, si ha de arraigar a duración". Disintiendo parcialmente de Unamuno, pienso yo que, más que en hondura, que real o potencialmente la posee, es en extensión en lo que tiene que modificarse nuestra lengua; y pienso, además, que si no están corrompidos por su vejez, los viejos odres pueden ayudar eficazmente a que los vinos nuevos se conviertan pronto en vinos propios. Mas, para que llegue a ser actual y fuerte, además de ser plenamente española y latinoamericana, es muy cierto, sí, que nuestra lengua exige alguna modificación. Y ésta debe hacerse, tiene que hacerse desde una clara conciencia de lo que ha sido, no ha sido y puede y debe ser.

Debemos, asimismo, aprestarnos a cumplir esa alta exigencia con un ánimo que me atrevo a llamar bolivariano. Todos los biógrafos de Bolívar recuerdan el lance. El 26 de marzo de 1812 se produjo en Caracas un violento terremoto. Cierto fraile absolutista montó entre las ruinas un tingladillo, y desde lo alto de él gritaba a los circunstantes que el desastre había sido producido por la cólera divina, como castigo de quienes habían osado rebelarse contra la católica majestad del Rey de España. Y el futuro libertador, que por azar se hallaba entre los oyentes, desenvainó la espad, obligó al predicador a bajar del improvisado púlpito y dijo con gran voz: "¡Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca!".

¿Sólo juvenil arrogancia romántica hemos de ver en esas desmesuradas palabras? Tal vez no. Tal vez Bolívar, sin proponérselo, recordase a Benjamín Franklin, de quien algo supo durante su estancia en París; al hombre que "arrebató al cielo el rayo y el cetro a los tiranos", según la lapidaria sentencia de D'Alembert, y con ello había demostrado la capacidad del hombre para lograr que la naturaleza le obedezca. Y tal vez nosotros, conscientes de que los pueblos hispánicos, nuestros pueblos, no han sabido hacer suficientemente suya esa aspiración, tan central en la empresa histórica del mundo moderno, hayamos de ver en la respuesta de Bolívar el nervio de la más urgente y acaso la más importante de nuestras tareas: ayudar en la medida de nuestras fuerzas a que el castellano sea un idioma verdaderamente actual, además de ser fiel a sí mismo.

De la lengua castellana escribió el aragonés José de Pellicer: "Sufre la rueda de todas las ciencias y artes, sus argumentos, entimemas y silogismos, sin que haya materia, por delicada y sutil que sea, que no pueda tratarse y controvertirse en ella con decencia, primor, propiedad y majestad". No sé si esto podía decirse con entera verdad en el corazón del siglo XVII. Pero sí sé que ése debe ser el común objetivo de todos los hispanohablantes cultos en la víspera del siglo XXI.

DECOROSO PUESTO

Cuidado: quiero vivir con los pies en la tierra, y soy consciente de que, por grande que sea nuestra diligencia, ni podemos ponernos en la vanguardia de los pueblos creadores de ciencia y técnica -no debe ser ésa, a mi modo de ver, la ambición histórica de los hispanohablantes-, ni, en consecuencia, crear por nuestra cuenta un lenguaje científico y técnico que para los demás pueblos sea punto de referencia. Pero sí podemos lograr que nuestra cultura y nuestra lengua alcancen, junto a las excelencias que les sean propias, un decoroso puesto entre las culturas y las lenguas rectoras de la vida del género humano.

A la clara y exigente conciencia de esta manquedad debe unirse la penosa experiencia diaria de oír los vicios léxicos, sintácticos y prosódicos en que tan frecuentemente incurren, unos por ineducación, otros por incuria, no pocos por jactancia -no pocos son, en efecto, los que hablan como si se jactaran de tratar con desprecio y displicencia el idiorna-, muchos hispanohablantes supuestamente cultos de uno y otro lado del mar: la reiterada heridilla anímica de oír "pienso de que" y "treinta y un pesetas", o, dichas a troche y moche, las locuciones "a nivel de" y "de alguna manera", o la confusión mental entre "específico" y "especial" o "propio", o, semejantes a éstas, las tantas y tantas agresiones al lenguaje que cualquier oyente avisado podría añadir.

En alguna parte he oído la historia del mozalbete rural que se propuso lanzar una piedra hasta la Luna. Todas las noches en que Selene brillaba, salía al campo el muchacho, y con todas sus fuerzas arrojaba a lo alto cantos y cantos rodados. Al cabo de algún. tiempo, alguien le preguntó: "¿Qué, has conseguido que tus piedras suban hasta la Luna?". A lo cual respondió el ambicioso lanzador: "No, pero en mi pueblo soy el que más alto las hace llegar". En nuestro camino hacia el quinto centenario del descubrimiento -o del encuentro, si así se quiere-, ésta podría ser, en relación con el cuidado y la perfección de nuestra lengua, la meta de todos sus habitantes con voluntad de respetarla. Y mucho más la de quienes tenemos el grave y honroso deber institucional de velar por ella.

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