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Tribuna:LECTURAS DE VEREANO
Tribuna
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Problemas oculares

Javier Torneo es autor de los relatos El castillo de la carta cifrada y Amado monstruo, entre otros. En esta narración nos describe las veladas que pasan dos amigos, uno sordo y otro miope, en las que cada uno describe al otro lo que no puede percibir. El mundo visual, a cargo del sordo, y el sonoro, a cargo del miope.

JAVIER TOMEO

Cuando la muerte libró a Rodolfo de la harpía de su mujer, empecé a visitarle con más frecuencia (acabé haciéndolo diariamente), y nuestra amistad, descuidada durante los últimos años, vivió nuevos momentos de esplendor.No me resultaba fácil salir de casa, cruzar la ciudad de un extremo al otro y, finalmente, subir por la empinada cuesta que conducía hacia el amplio caserón en el que vivía mi amigo, asistido por un mayordomo de hosco semblante. Nuestras largas y gratas conversaciones justificaban cualquier sacrificio por mi parte.

ANCIANOS VENERABLES

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Les diré, para que me entiendan mejor, que por aquella época nos habíamos convertido ya en dos venerables ancianos. Con el paso de los años yo me había quedado sordo como una tapia y él se había convertido en un miope profundo. Quiere decir eso que mientras estábamos juntos nos aprovechábamos el uno del otro, como esos vegetales de distinta especie que sacan provecho de la vida en común. Sentado cada uno en su sillón, frente a la ventana que daba al jardín, Rodolfo me pedía que le recordase los perfiles y los colores de las cosas, y yo, por mi parte, aplicaba a mi oído la trompetilla de plata y le preguntaba por los susurros que se generaban, a nuestro alrededor.

-Amigo mío- me gritaba Rodolfo, acercando los labios a mi bocina-, el corazón del mundo sigue latiendo, te lo aseguro. Ahora mismo, mientras estamos aquí, la brisa arranca dulces susurros de los tilos del jardín y canta una alondra solitaria. Desde un poco más lejos me llega también la risa de una muchacha en celo y el tañido de una campana.

-¿Es posible- exclamaba yo, admirado -que las muchachas continúen riéndose como cuando tú y yo éramos jóvenes? ¿Es posible que todavía queden campanas?

Alguien, para mortificarme, me dijo luego que hubo otro hombre (un miope sureño que fue ajusticiado por sus actividades subversivas) que me precedió en el invento. Parece ser, en efecto, que aquel individuo, impulsado por una irrefrenable nostalgia (vivía en el exilio), se estableció con un paisano sordo cerca de la frontera, en una especie de torreón con todas las ventanas abiertas al Sur, y que juntos se pasaban las horas muertas describiendo el sordo los perfiles de las lejanas montañas prohibidas, mientras el miope, con voz emocionada, trataba de situar a su amigo en el centro del vasto universo de los sonidos perdidos.

No me importa, sin embargo, que algunos maldicientes me comparen todavía hoy con aquel infeliz, aunque, puestos a decirlo todo, tal vez les convendría precisar que, en mi caso, yo era el sordo, y no el miope. Lo cierto es que Rodolfo y yo (que no teníamos nada de sureños) establecimos también nuestra propia simbiosis y que juntos vivimos horas maravillosas.

CANTO DE INSECTOS

En las cálidas noches de verano, por ejemplo, me pedía que le abriese de par en par la ventana del salón para que pudiese escuchar mejor el canto de los insectos que yo, por desgracia, no podía oír desde hacía mucho tiempo. A fuerza de pasarse años escuchándoles, mi amigo se había convertido en un verdadero especialista. Me explicaba (siempre a grito pelado) que en su jardín vivían muchas especies de insectos, pero que cada especie cantaba con diversos ritmos de estridulación, y que el elemento básico para distinguir esos ritmos era la emisión de uno o varios grupos de vibraciones, a una cierta, frecuencia. Esas vibraciones, salvadas las distancias, p odían compararse con los fonenías del lenguaje humano. Rodolfo había aprendido también que un determinado intervalo servía para distinguir un fonema del siguiente, y llegó incluso a confesarme que con el tiempo esperaba poder descifrar el lenguaje de los grillos para enzarzarse con ellos enapasionados diálogos sobre temas que los hombres ni siquiera podían sospechar.

Durante los inviernos, sin embargo (cuando el jardín se sumergía en un profundo silencio y las ventanas del salón permanecían cerradas a cal y canto), nuestros encuentros eran menos estimulantes. Rodolfo, hundido en el sillón y con la manta de lana sobre sus enflaquecidos muslos, me pedía que le describiese todo lo que veía a mi alrededor.

-Hoy veo lo mismo que ayer -le decía yo- Por mucha imaginación que le eche, el escenario es el mismo de siempre. Nada ha cambiado. El piano de cola está en su rincón. Son ya las tres de la tarde y el débil rayo de sol que entra por la ventana cae directamente sobre el búcaro, donde lucen los mismos gladíolos de ayer. Dentro de 15 o 20 minutos, si no llega antes una nube, ese rayo de sol caerá 10 centímetros más allá, sobre la orla de la alfombra color turquesa. Los libros permanecen en su sitio. En la estantería más alta siguen los 20 tomos de la Historia Universal de Suárez, encuadernados en rojo. Más abajo está la Enciclopedia de Duvalier, con las tapas azules. Y en las estanterías inferiores se alinean los 40 volúmenes de la Vida secreta de las plantas, del profesor Klaus von Beremberg.

-¿Y en la pared que tenemos al frente? -me gritaba, alzando la frente.

EL MISMO TAPIZ

Cuelga el mismo tapíz de siempre. Te lo he descrito mil veces. Me conozco de memoria todos sus personajes: los mismos faunos, silenos y ninfas correteando por el bosque. Esa gente es capaz de reírse eternamente. El fauno que está en el centro del grupo continúa contemplándonos con una mirada compasiva, como doliéndose de nuestros achaques.

-Tal vez lo haga, tal vez nos esté compadeciendo -suspiraba invariablemente Rodolfó- Pero, dime ahora, ¿y la figura de bronce del sátiro?

-Sigue sobre la mesa del cen-tro, disfrazado de pastor, exactamente. igual que cuando lo pusiste ahí hace 30 años, pero sin perder su aire feminoide.

Rodolfo dejaba por fin de preguntar y se quedaba en silencio, con los ojillos cerrados por detrás de los gruesos cristales de sus gafas. Y cuando yo le pedía que me describiese su mundo sonoro, sacudía blandamente la cabeza y respondía que sólo podía oír el silbido de nuestros maltrechos pulmones y el entrechocar de mi dentadura postiza.

-Los inviernos no dan más de sí -me gritaba luego, justificándose.

Llegó por fin el día en que los dos reconocimos que no servía de mucho reunirnos durante los meses invernales. A Rodolfo, sin embargo, se le ocurrió una idea demencial: me propuso que cada día podía ordenar a su mayordomo que cambiase de sitio los muebles del salón (incluso el orden de los libros en las estanterías) para que, de ese modo, mis descripciones resultasen diferentes.

UNA DURA LABOR

Poner en práctica esa idea hubiera supuesto para el mayordomo (único sirviente de la casa) una dura labor, y aquel siniestro personaje se negó en redondo. Amenazó incluso con despedirse si mi amigo se obstinaba en el proyecto. Asistí a una tensa conversación entre los dos, aunque obviamente no pude oír ninguna de las palabras que intercambiaron. Parece ser, sin embargo (eso es, por lo menos, lo que me confesó luego Rodolfo, con lágrimas en los ojos), que aquel abominable criado (símbolo viviente de la degradación de los nuevos tiempos y de la falta de respeto por las viejas normas) llegó a decirle que lo mejor que podían hacer dos ancianos como nosotros era morirse o, por lo menos, renunciar a las bellezas del mundo sensible.

No nos quedó, pues, más remedio que renunciar a nuestros encuentros invernales y esperar la llegada de la nueva primavera, que vendría, como siempre, como todas las primaveras, cargada de nuevos estímulos sonoros y visuales.

Rodolfo, sin embargo, falleció antes de que finalizase aquel invierno, y desde entonces yo ando por el mundo sin nadie que me interprete lo que veo.

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