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Los perros en América

Una de las cosas que más sorprenden cuando se lee el Diario de Colón (ahora que nos preparamos para la celebración del quinto centenario) es lo que dice de los perros, cosa que repite en varias páginas y siempre lo mismo: "Los perros no ladraban". Nos quedamos un poco estupefactos cuando leemos que "halló un perro que nunca ladró" (domingo 28 de octubre), "había perros que jamás ladraron" (lunes 29 de octubre), "vieron aves de muchas maneras diversas de las de España, salvo perdices y ruiseñores, que cantaban y ansares, que de éstos hay allí hartos; bestias de cuatro pies no vieron, salvo perros que no ladraban" (martes 6 de noviembre). Y así en varias, páginas más. Y uno se pregunta, ¿es que, no serían perros?. Porque los perros, efectivamente sobre todo a la llegada de cualquier desconocido, siempre ladran, y el ladrido de los perros resuena en la noche de los tiempos. ¿Es que aquellos perros tan especiales mordían sin ladrar? Tampoco lo creemos, ni se dice nada, porque si no ladraban menos morderían. Eran perros al parecer mansos y silenciosos como ovejas. ¿Quería Colón con esto mostrar el natural pacífico, incluso idílico, de las gentes y lugares que iba descubriendo? ¿Quería con ello causar una buena impresión en los reyes y hacer crecer que acababa de descubrir el paraíso? ¿O es que llegaron los españoles como seres mágicos, de tal modo que ni los perros les ladraban?La cosa es tan sorprendente que ya el doctor Marañón lo hace notar en su prólogo al Diario de Colón (1943), donde dice: "En aquel primer viaje al paraíso, Colón y sus tripulantes no encontraron ni animal ni hombre dañinos. No vieron fieras. Las sierpes que les salieron al paso se dejaron fácilmente cazar. No ladraban los perros: el diario lo repite con justificada extrañeza". La extrañeza nuestra es mucho mayor cuando tenemos comprobado que los perros, hoy, ladran en América, y ladran a los españoles. Lo hemos comprobado personalmente cuando en nuestras correrías por el continente lo primero que salía a recibirnos en los bohíos de Puerto Rico o La Guajira eran los perros, y vaya si ladraban. Claro, nosotros no éramos Colón. Pero acaso han cambiado mucho, no sólo los perros, sino las personas Y las cosas en América. No vamos a hablar ahora de dictaduras ni de guerrillas o revoluciones, que es lo que está al día, sino solamente de los perros y sus actitudes, y principalmente a través de la literatura. Sorprende también la cantidad de novelas en que entran los perros como personajes o como símbolos en América. Tenemos varios novelistas testimoniadores de que los perros, fieles acompañantes y custodios del hombre, también han dado ejemplos de fiereza grande, o sea, que los perros de América con el tiempo han cambiado tanto que no sólo llegan a matar las ovejas que estaban llamados a guardar, sino que se mataron entre ellos en épocas de hambruna.

El primero a quien leímos y conocimos fue a Juan Marín, chileno, que por los cincuenta andaba por Washington y que escribió una novela, Paralelo 53, Sur, la cual obtuvo nada menos que el gran Premio de la Municipalidad de Santiago de Chile, y que consituye un documento de realismo estremecedor al recoger las condiciones de vida de los hombres de toda procedencia que viven en la Antártida, desde Magallanes hasta el confín del mundo, en aquellas latitudes polares. Pues bien, esta novela es un ladrido inmenso en la soledad cósmica del globo, ladridos que parecen gritos de solidaridad con el hombre en ignominiosas situaciones de un trabajo infame, de escenas de bestialidad y crueldad, crímenes heladores, todo presenciado por los perros con terribles aullidos. Otro relato patético en el que los perros se mezclan con los hombres en dolor y piedad es el de Ciro Alegría titulado Los perros hambrientos, novela desoladora en donde los perros son a veces símbolos de docilidad y sumisión y otras veces lo son de la mayor fiereza, cuando median el hambre y la saña, no sólo en el paisaje yermo, sino en el corazón de los hombres. Cuando falla la confraternidad humana, cuando la relación social se hace persecución y atrocidad, la conducta de los perros cambia también hasta hacerse culpa y perdón, escalofrío y horror. En esta novela, los perros ladran, vaya si ladran "La noche se pobló de ladridos", leemos en varios pasajes. El perro, aquí, lo mismo devora a las ovejas que debe custodiar que se hace mártir y muere defendiéndolas. El hambre compartida, el miedo, la caza del hombre por el hombre, el sacrificio final, dan a esta novela de hombres y perros una tensión pavorosa. La novela se ha reeditado muchas veces desde que en los años cuarenta obtuvo el Premio Interamericano de Novela. Prosa fuerte y a la vez cargada de ternuras -aparte de constituir un documento lingüístico importante- por los desvalidos de la tierra, esos campesinos peruanos que a la atroz sequía juntan como experiencia de vida la codicia de sus amos. Los ladridos de estos perros hambrientos son una pesadilla siniestra en la noche larga de la puna.

Más cercana ya a nosotros tenernos la hermosa novela de otro peruano, Vargas Llosa, aunque en ésta los perros sean solamente símiles o símbolos, pero por supuesto muy distintos a los perros encontrados por Colón. La ciudad y los perros, de Vargas Llosas, levanta, en nombre de los perros, una dura acta de acusación sobre los cuadros de la sociedad limeña. Aquí el desierto está, diríamos, en las conciencias, y estos alumnos cadetes -los perros- del colegio militar Leoncio Prado no solamente llegan a ladrar, sino que llegan a morder; no sólo llegan a los aullidos de la encrespada rebeldía, sino a las dentelladas de muerte. Verdaderos perros salvajes, estos brutales muchachos, el Jaguar, el Boa, el Esclavo, Alberto, Sava, cuyos colmillos expresan no solamente odio, sino un irremediable alarido del alma, violencia, sexo, sangre, y acaso todo ello sólo como pretexto formal para analizar, desentrañar, criticar los fallos de una sociedad en estado de corrupción y de degradación moral, cuyos hijos -¿cachorros?- son una partida de fieras. El símbolo juega un papel eficacísimo en esta novela, ya que cadetes-perros en el juego expresivo lo que a fin de cuentas nos revelan es una realidad humana en estado de descomposición.

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Esclavizados, corrompidos, posesos por la degeneración del ambiente, un machismo rabioso se impone en esta novela de Vargas Llosa y la parodia de los perros rabiosos frente a los corderillos novatos determinan una especie de epopeya medio elitista medio urbana. Con todo, es curioso y muy importante subrayar que Vargas Llosa tituló inicialmente esta novela La morada del héroe (en realidad se trata de antihéroes) y precisamente con este título se tradujo al inglés, The home of the hero, e incluso la tituló más tarde Los impostores, para acabar con el hallazgo de esta tremenda parodia de La ciudad y los perros, catarsis de un proceso realista de iniciación llevado a sus últimas consecuencias.

Los perros, pues, ya ladran en América, vaya si ladran. Los perros pueden ser fieras, bestias devoradoras, lo cual indica que mucho ha llovido desde que Colón llegara allá.

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