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Tribuna
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El cochino Dick

Las aventuras que apasionan la imaginación de este siglo son políticas, tecnológicas, científicas; jamás como las del Siglo pasado, filosóficas, literarias, o geográficas. Los héroes contemporáneos son el astronauta, el biólogo, el político que desde su mesa de trabajo cambia la historia del mundo; nunca el, poeta retirado de¡ mundanal ruido, nunca el explorador solitario que se aventura hasta el corazón de la oscuridad. Con el actual desprestigio de la palabra escrita, nada parece más decimonónico que el poeta como semidiós que conmueve a las masas, o que el explorador solitario que, seguido por una hilera ole negros portadores de bultos, se interna en la selva para buscar algo que nuestros aviones avistarían en una hora.Vivimos, sin embargo, según los ecos de las palabras de entonces: Nietzsche, loco en una plaza de Turín, abrazado del cuello de un burro, sollozó por todo lo que su lucidez había destruido. O Shelley a bordo del yate Bolívar -propiedad de Byron, que así lo bautizó con admiración por nuestras luchas de libertad-, que naufragó en el golfo de La Spezia y su cuerpo fue quemado en la playa por sus amigos poetas.

Pocos encarnan mejor el espíritu aventurero del siglo pasado en su lucha con la palabra y con la geografía, y con las convenciones de SU época, que el capitán Richard Burton: "Dirty Dick (el cochino Dick) desafió de tal modo los tabúes de su tiempo que cuando una dama lo vio entrar en un salón enrojeció, huyendo de la estancia, porque no toleraba estar en la misma habitación que ese rufián".

¿Qué hacía de él un ser tan temible? Superficialmente, parecía intachable: de buena familia, casado con una danta de la aristocracia, era uno de los grandes espadachines de Europa. Pocos podían exhibir un currículo tan amplio y variado: gran explorador, descubrió el lago Tanganika y buscó las fuentes del Nilo con Speke. De dos metros de altura y hombros hercúleos, de ojos de pirata, gran cicatriz en la mejilla y bigotazo negro caído, se decía que el capitán Burton no sólo se parecía al demonio, sino que lo era. Fue uno de los primeros europeos en entrar en la ciudad santa y prohibida de La Meca, con una caravana de peregrinos, disfrazado de médico persa, con tal precisión que se había hecho circuncidar un año antes y aprendió a orinar en cuclillas como la gente del desierto. Llorando y rezando entró con un gran grupo hasta la Caaba misma y besó y abrazó la piedra; pero llevaba oculta una lupa, con la que examinó y logró medirla, exponiendo su vida. A su regreso escribió un libro sobre esta exploración, que le dio fama en toda Europa. Fue tino de los grandes lingüistas de su época, y se dice, no sólo que al morir había escrito 72 libros, sino que hablaba 20 idiomas y 40 dialectos, y que había pasado una temporada encerrado en una jaula con orangutanes compilando un diccionario de los sonidos con que los simios se comunicaban. Sus libros hablan de sus viajes, sobre todo a través de Estados Unidos, hasta Salt Lake City, a ver a los mormones; a Dahomey, a presenciar los sacrificios humanos rituales, que trató infructuosamente de impedir (pero se dice que saboreó carne humana), y desde Santos, a tomar parte en las guerras de Paraguay, y a través de Argentina y los Andes hasta Chile, vieje del que, cosa rara, no quedan huellas. Escribió, entre otras cosas, un Libro de la espada (historia real, simbólica, poética y antropológica de este instrumento), un estudio sobre Un hermafrodita de Cabo Verde, y tradujo Os luisiadas, de Camoens.

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Pero no es por sus aventuras de capa y espada que se recuerda hoy a Richard Burton. Su nombre está unido con Las mil y una noches, que tradujo completas e inexpurgadas del árabe, en una traducción que, fuera del esfuerzo sobrehumano que significó hacerlo, es considerada por muchos la mejor. Existen otras más finas, más cuidadosas o poéticas, pero nadie como Burton tuvo el coraje de traducir sin un sonrojo las escenas más subidas de color, más procaces de esta obra maestra de la literatura popular, rabelesiana y bastante gruesa. Burton hizo, además, otra cosa: su edición de Las mil y una noches cuenta con cientos y cientos de notas a pie de página, que, con su conocimiento del mundo árabe, esclarecen notablemente algunos pasajes: notas condenando cárceles y defendiendo los castigos corporales; una ponderación marginal del asa'o argentino; una noticia sobre las partes pudendas musulmanas, tanto masculinas como femeninas... En fin, de todo. Todo su saber y su experiencia; todo su variado y audaz conocimiento antropológico, que no temía el enfrentamiento con nada; todo su saber literario, geográfico, lingüístico y técnico está vertido en estas notas que retratan una mente de veras singular.

Pero Richard Burton tenía una curiosidad por encima de todas las otras: su insaciable curiosidad por los hábitos sexuales de todos los pueblos y los seres. La sombra de esta afición lo persiguió desde que hizo sus primeras armas como capitán del Ejército británico en Karachi, a los 25 años: era el único que ya a esa edad hablaba el idioma local como un nativo, y por esta razón fue enviado por su comandante a explorar y hacer un informe sobre los burdeles masculinos, que Burton escribió con tanta franqueza que este informe permaneció oculto durante decenios en una caja fuerte del Ejército, y Burton fue expulsado del servicio. La leyenda de esta aventura lo persiguió por el resto de sus días, coartando su carrera militar y martirizando a Isabel, su esposa. Por cierto, que no hacía nada por impedir que su fama de cochino Dick disminuyera: participó en una editorial de pornografía; se sabía de su apasionado interés por la castración, tanto masculina como femenina. (la extracción del clítoris y la infabulación de las muchachas orientales como método pra producir en ellas un orgasmo vaginal no clitorídeo); por el canibalismo; por las ceremonias de la iniciación sexual; por todas las aberraciones que, vistas con pasión científica, no lo parecen tanto. Deleitaba sobre todo a Burton la limpieza mental con que algunas tribus africanas preparaban a sus hijos desde la infancia para disfrutar de una sexualidad plena, de modo que las novias negras no eran víctimas de las represiones de aquella famosa novia inglesa que para poder afrontar su noche de bodas se cloroformó, y el novio, al meterse en la cama junto a su novia dormida, encontró en la almohada una carta de su amada con estas palabras: "Mamá dice que esta noche puede! hacer todo lo que quieras conmigo".

Isabel Burton fue una de estas inglesas eróticamente impedidas. Católica y muy beata, pasó su vida tratando de convertir a su capitán -Burton, darwiniano y librepensador, sólo se reía de sus esfuerzos- y de esconder del público el interés de su marido en asuntos non sanctos, como el escándalo que casi estalló cuando lo encontraron disfrazado en un harén, y los soldados y eunucos casi lo mataron, salvándose sólo por la intervención del embajador, aunque la tradición oral todavía dice que en esa ocasión el capitán Burton fue castrado. Isabel Burton publicó una versión expurgada, para señoras, de Las mil y una noches, pero su reputación se vio amenazada al sufrir la acusación pública de que por hacer una versión expurgada tenía que haber leído todas las mil y una noches, cosa que una señora no podía ni debía hacer.

La señora Burton es, pese a su amor tan cacareado por su marido, que bien poco caso le hacía, y a su gran belleza, uno de los personajes más desagradables de la literatura inglesa. Su traición a ese gran hombre que fue su marido -gran hombre fallado, aberrante, imaginativo, audaz, sabio-, que con su conducta y sus libros demolió tantos límites de la vida decimonónica y exploró más allá de los terrores victorianos para extender la visión del mundo, es una de las más detestables. No sólo porque le mintió al cura que llamó para darle la extremaunción al capitán, diciéndole que él la había solicitado y que aún estaba vivo, cuando sabía perfectamente que había muerto. Lo terrible es que, frente al fuego de su habitación de enfermo, cuando él ya estaba insconsciente, Isabel quemó no sólo el manuscrito de El jardín perfumado, un poema erótico que Burton estaba traduciendo del persa (como tradujo del indio al Karna Sutra), justificando su acto con oraciones dé pureza, sino más de 50 volúmenes del diario secreto del capitán. Por milagro, uno de estos volúmenes escapó al fuego, y por él podemos adivinar las maravillas lingüísticas y antropológicas, además de literarias, que esta gazmoña nos hizo perder.

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