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RELEVO EN KABUL

No todos pueden ser como Kadar

Los afganos procuran luchar contra los extranjeros cuando es posible y entre ellos siempre que es necesario. Este es un punto de vista extendido entre los occidentales que han llegado a conocer bien el gran país asiático, emparedado sin salida al mar entre la URSS, Irán y Pakistán. Los comunistas afganos han hecho siempre honor al mencionado apólogo-sobre su capacidad combativa, reproduciendo en su seno una de las muchas discordias civiles que ha conocido Afganistán en su edad contemporánea.Babrak Karmal, de 57 años,la sido un multicombatiente de guerras civiles tanto fuera como dtntro del partido comunista, que contribuyó a fundar en 1965 junto a su gran aliado-adversario Mohamed Taraki. Apenas dos años después de la fundación del partido se producía su escisión, de la que surgía Karmal como líder de la facción parcham (bandera) de carácter internacionalista, totalmente devota de la Unión Soviética, mientras que Taraki, en una línea de nacionalismo independiente, permanecía al frente de la jalq (pueblo). Las rel aciones entre los dos grupos fueron tan uniformente malas en los años siguientes como sorprendentemente buenas eran las de Karmal con la monarquía, hasta el punto de que su partido recibió el sobrenombre de partido comunista real afgano. Esa etapa de colaboración inducida por Moscú se acabaría con el golpe de Estado de 1973 en el que Mohamed Daud, deponía a su primo, el último monarca de la tribalidad afgana, y se proclamaba presidente de una,república con una ardua vocación de neutralidad. Esta resultaría tanto más difícil de sostener en una encrucijada geográfica que había sido ya desde el síglo XIX objeto de rivalidad entre el Este y el Oeste. El Oeste a la sazón representado por el imperio británico y el Este, como siempre, por Moscú.

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El establecimiento de una república que quería obtener la garantía de Moscú a cambio de la concesión neutralista, permitió el acercamiento de las dos facciones enemigas. Karmal, que había sido un agitador estudiantil dotado de una gran capacidad oratoria en su lengua natal, el pushtu, encontraba su base política en la clase media urbana, incipientemente modernizada en un país de confesión mayoritaria y abruptamente suní dentro del islamismo.

En 1978 los compañeros de viaje de Daud habían decidido que ya habían recorrido toda la parte del trayecto que les correspondía, y Taraki se proclamaba presidente tras proceder a la deposición de Daud. En ese momento comenzaba, no sin matices, la alineación de Afganistán en el surco moscovita. Inicialmente Karmal apoyó a Taraki, produciéndose entonces la reunión formal de las dos alas del partido, aunque la queja de que los jalq ocupaban todos los puestos clave de la maquinaria del poder nunca había permitido una verdadera reconciliación.

Cuando Taraki fue asesinado por otro miembro de la cúpula parchami, Hafizullah Amin, que le sustituía en la ensangrentada presidencia, Karmal se hallaba de embajador en Praga en un tranquilo exilio que le permitía cultivar la conexión soviética. La línea Taraki que ya había marcado un primer distanciamiento de Moscú se vería ahondada por Amin, un auténtico nacionalista afgano, que quería reanudar el diálogo con Estados Unidos como muestra de independencia y para equilibrar la agobiadora vecindad de la potencia soviética. En diciembre de 1979 Babrak Karmal entraría en la historia aunque fuera básicamente porque le llamaran. Moscú deponía a Amin y echaba mano de su hombre ligio a comienzos de 1980.

Durante estos años el presidente y líder del partido comunista afgano ha sido el hombre de Breznev que le eligió para hacer una política de pacificación más que de guerra civil. Las circunstancias de la sublevación guerrillera han desgastado los intentos de apertura del régimen que, en los dos primeros años de la presidencia de Karmal, trató de suavizar la irilposición de la laicidad a un país largamente tribal de un islamismo de trashurriancia belicosa y enfrentamiento de clan. Karmal ha fracasado en su intento tanto de llegar a un acuerdo con Pakistán para lograr el cese de la ayuda a la guerrilla, como de atraerse a las clases urbanas de un islamismo presumiblemente más laxo.

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Si Andropov, el sucesor de Breznev en 1982, no hubierá fallecido a los 16 meses de mandato, es probable que el relevo de Karmal se habría producido a no tardar, pero su sustitución por Konstantín Chernenko tuvo el efecto de paralizar todas las iniciativas exteriores de la Unión, Soviética. La muerte de éste últímo y su sustitución por Mijail Gorbachov ha servido para que una deposición anunciada acabara produciéndose. Al mismo tiempo que las tropas soviéticas tratan recientemente de tomar« la iniciativa en una guerra que en ocasiones parecía dormirse sin vencedores ni vencidos, para hallarse en la mejor posición si llega el momento de las negociaciones, Moscú necesita a un hombre aceptable para el diálogo con Pakistán.

Janos Kadar en Hungría y Gustav Husak en Checoslovaquia, dos hombres de la normalización soviética, han demostrado ser tan duraderos como la paz que presiden. Si Karmal, que retiene la presidencia de Afganistán, no les puede emular en longevidad tampoco su suerte parece que vaya a ser la del general Nguyen Van Thieu, exiliado por una guerra perdida igualmente contra un movimiento guerrillero.

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