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Correspondencia de fin de año

A medida que se acaba el año, el cartero llega más y más tarde. Pero trae cosas más y más interesantes y abigarradas: claro, es después de la Feria del Libro de Francfort, donde nunca deja de pasar algo que vale la pena, y aparece la correspondencia sobre la Feria Internacional de Sevilla que se está planeando para conmemorar el descubrimiento de América, y en 1992 será la feria internacional más grande desde aquella de Nueva York de la II Guerra Mundial.Un poco después comienzan a llegar las primeras tarjetas de Navidad; algunas, que se podían haber ahorrado, de amigos que uno ve casi todos los días; otras, de personas que a uno lo honran sorpresivamente con el recuerdo y la voluntad de mantener contacto. Llegan, sobre todo, las maravillosas, inesperadas tarjetas de amigos distantes de quienes, como se decía en las novelas del siglo pasado, "la vida nos ha separado", y con estas tarjetas, fugazmente, hacen una señal como diciendo que no quieren perdernos definitivamente de vista: cambios de dirección, de cónyuge, de religión, decesos, matrimonios, hijos, nietos... ¡ay, bisnietos! Es una costumbre civilizada la de las tarjetas, que este escriba, por desgracia, no practica, pese a que todos los años se promete hacerlo y nunca llega el momento. Conmovedora costumbre la de lanzar este tenue lazo anual manifestando que queda voluntad de mantener, aunque sea así, pobremente, contacto epistolar con los amigos en un mundo donde no hay tiempo para más -¡ah, los maravillosos epistolarios decimonónicos, que daban cuenta de un tiempo tan pausado y rico, donde había espacio para comunicar dos y tres veces al día todos sus movimientos a los corresponsales!-, y menos que nada para mantener el afecto entre gente que los años y la geografía van separando: rostros una vez amados que van desvaneciéndose, pero con la tarjetita, ese rostro vuelve a cargarse de emocionada significación antes de desaparecer hasta la tarjeta de Navidad próxima, o a veces para siempre.

Entre la abigarrada correspondencia de este fin de año, tal vez ninguna tan curiosa como la de la Fundación Spirit, de Nueva York, de la señora Yoko Ono, viuda de Lennon, con innumerables cartas, fotos, fotocopias, pedidos y detalles sobre su proyecto, ya en parte realidad, en memoria de su difunto marido, el músico John Lennon: fundación que, naturalmente, es taxexempt, o liberada de contribuciones: es decir, el dinero empleado en este proyecto, en vez de ir directamente a las arcas del Estado, será rescatado de la suma por pagar -se dice que Yoko Ono es una de las mujeres más ricas del mundo- y puede tomar la forma de aquello que al donante le dé mayor placer, y cómo le dé mayor placer: museo u hospital, becas o proyectos agrícolas, o monumentos.

El proyecto de Yoko Ono tomó una curiosa forma: la ciudad de Nueva York le cedió dos acres y medio del Central Park, justo frente al Dakota, edificio donde ella y su marido vivían, sector arbolado que ella y John Lennon frecuentaban en sus paseos, "para meditar". Esa sección se llama ahora Strawberry Fields (en recuerdo de la canción de los Beatles Strawbeny Fields forever), y ha sido totalmente reforestada con especies exóticas, rediseñada, enriquecida con árboles y arbustos donados por 120 países, y adornado incluso con una amatista gigante enviada de regalo por Paraguay. La viuda de Lennon también financia una fundación que se encargará para siempre de la conservación y el enriquecimiento de Strawberry Fields, que, según cuenta en una de sus cartas, fue el sitio donde ella y Lennon dieron su último paseo antes que el cantante fuera asesinado. Todo este maravilloso parque -que estuvo a punto de ser dedicado a Bing Crosby antes de que Yoko Ono lo consiguiera- está inspirado por la idea de la paz y de la amistad entre los hombres y los pueblos. "Recuerdo lo que John y yo hicimos al conocemos, hace más de 10 años", dice Yoko Ono en una de sus cartas. "Plantamos una bellota en la tierra de Inglaterra como símbolo de nuestro amor. Después mandamos bellotas a todos los jefes de Estado del mundo, invitándolos a hacer lo mismo. Muchos respondieron diciéndonos que les había gustado mucho esa experiencia".

Experiencia que comenzó con la entrega de Yoko Ono, como honor póstumo para su marido, John Lennon, de la Handel Medallion, la condecoración cultural más importante que otorga la ciudad de Nueva York (en 1981), distinción ya recibida por Balanchine, Louis Armstrong, Charles Chaplin y Aaron Copeland, entre otros. Esta experiencia continuó con la remodelación -al parecer estupenda- de un gran sector un poco abandonado del Central Park, adornado con los regalos que Yoko Ono recibió de todo el mundo en memoria de su marido: un pavimento de mosaicos regalado por Italia, una fuente de Francia, un tótem de los indios de las islas Aleutianas, la inmensa amatista paraguaya (ya famosa en Nueva York), un banco de mayólica de Marruecos, etcétera, además de plantas enviadas por todos los países del mundo, no todas ellas, según se murmura, muy adecuadas para el clima neoyorquino, y que en este jardín consagrado a la paz y a la hermandad entre los hombres inmediatamente comenzaron a desfallecer.

Pero las experiencias desencadenadas por la señora Yoko Ono no terminan aquí. ¿Por qué habría de ponerse en contacto esta fundación, y esta señora, con un escritor ya entrado en años de un país como Chile? Las cartas están dirigidas al "mestro José Donoso", y son literariamente halagadoras, aunque no demasiado perceptivas. El contenido es el siguiente -todo con mucha fotocopia, logotipo, citas de las canciones de Lennon-, que no deja de ser sorprendente: no satisfecha con su parque en el centro de Nueva York, no satisfecha con sus plantas exóticas y sus fuentes francesas, esta señora se propone ahora editar un libro de carácter, función y contenido totalmente indeterminados, pero que contenga páginas inéditas y reproducciones de cuadros y esculturas especialmente ejecuta das por los escritores, pintores y escultores más importantes de cada país. Al leer esta proposición, escrita en el subidioma, entre ingenuo e indigerible, de los epígonos de un poshippismo ya un poco envejecidos, era imposible no sorprenderse. Sobre todo por la lista de los que ya habían aceptado figurar en el libro, carente de todo propósito, de todo ser. La lista incluye más de 120 países, algunos de ellos, debo confesar, desconocidos para este escriba: Burkina Faso, por ejemplo, o Kampuchea (¡perdón!). Pero lo más sorprendente de todo fue leer la lista, país por país, de los escritores que ya habían aceptado colaborar con el dichoso libro: Ernesto Sábato, de Argentina; García Márquez, de Colombia; Nicolás Guillén, de Cuba; Claribel Alegría, de El Salvador; Augusto Monterroso, de Guatemala; Carlos Fuentes, de México; Anthony Burgess, de Mónaco; (¡Anthony Burgess! ¡Mónaco!); Ernesto Cardenal (iErnesto Cardenal!), de Nicaragua, y así, siguiendo con Roa Bastos, Vargas Llosa y Rafael Alberti, para nombrar sólo a los más rabiosamente conocidos, y artistas plásticos de primera magnitud, como la escultora Louise Nevelson, David Hockney, Vieyra da Silva y, por cierto, Andy Warhol. El emblema de Strawberry Fields será de Vassarely.

Debo confesar que me sentí un poco anonadado, perdido en este fantástico jardín floreciente de árboles, piezas arquitectónicas y nombres prestigiosos. ¿Puede ser verdad todo esto? ¿O funciona como algunos congresos culturales, cuando se mandan las brillantes listas de invitados y pican los peces más chicos en vista de eso, y los grandes no aparecen nunca? ¿O es que en nuestros países estamos hundidos en luchas tan puntuales y simples y urgentes que este asunto de vagas hermandades es demasiado abstracto y remoto para poder interesarnos? Tiempo, tiempo, la lucha nos ha robado el tiempo: los países desarrollados tienen tiempo para estos lujos, pero cuando países como los nuestros están ahogados por vencimientos demasiado próximos y falta de soluciones esenciales, este maravilloso parque del ensueño de una paz lejana es el mejor de todos los lujos, un lujo como la locura, o como este libro que no se trata de nada... y le falta la maravillosa inmediatez de los epistolarios decimonónicos, lentos, ricos, modestos y ajenos a estos proyectos faraónicos como el parque de la señora Yoko Ono y su libro, que puede llegar a ser verdad, pero que yo, por lo menos, no alcanzo a comprender, de modo que, frente a Chile, no puse mi nombre, y dejé ese espacio en blanco.

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