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El hombre que pudo ser rey

Javier Marías

Hace unos meses, por razones que sería tan prolijo como innecesario explicar, me interesé levemente por un oscurísimo escritor inglés cuyo seudónimo fue John Gawsworth (1912-1970) y al que no debe confundirse en ningún caso con el popular John Galsworthy, autor de The Forsyte saga. De su escasa obra nada está editado en Inglaterra en la actualidad, pero poco a poco, con paciencia y suerte, en las librerías de viejo de Oxford y Londres fui encontrando algunos de sus textos., hasta dar al poco tiempo con un ejemplar de su libro Backwaters (1932), firmado por el autor ("John Gawsworth, written aged 19 1/2", o "J. G., escrito a los 19 años y medio") y con una corrección de su puño y letra en la primera página. Fue justamente la sensación de vértigo temporal -o de tiempo negado- que produce tener en las manos objetos que no silencian del todo su pasado lo que picó mi curiosidad, y a partir de ese momento inicié una labor de investigación que ha resultado más bien infructuosa, tan huidiza y desconocida es la figura de Terence Ian Fytton Arinstrong, el verdadero nombre de Gawsworth.Sin embargo, a medida que iba averiguando datos dispersos (no existe ningún libro ni, al parecer, artículo sobre J. G., y apenas si viene mencionado en los más voluminosos y exhaustivos diccionarios de literatura), mi interés iba creciendo. Descubrí primero, en una página de muda bibliografía, que parte de su obra había sido publicada en lugares tan extravagantes e improbables para un autor inglés como Argelia, Túnez, Italia y Calcuta. Su obra poética, reunida entre 1943 y 1945 en seis volúmenes, ofrece la particularidad de que el cuarto tomo, según parece, no se publicó jamás a pesar de tener hasta título (Farewell to youth o Adiós a la juventud). Su obra en prosa, ensayos y cuentos fantásticos principalmente, se halla desperdigada en extrañas antologías de los años treinta o vio la luz -es un decir- en ediciones privadas o limitadas.

Y, sin embargo, Gawsworth fue toda una personalidad y una promesa literaria en esos mismos años treinta. Impulsor infatigable de movimientos poéticos, tuvo, cuando aún era poco más que un adolescente, trato y amistad con los escritores más relevantes de aquella década; se ocupó de la obra del célebre vanguardista Wyndham Lewis y de la del celebérrimo T. E. Lawrence o Lawrence de Arabia; recibió distinciones literarias; fue protegido del maestro del terror Arthur Machen, del famoso psicólogo Havelock Ellis, del entonces conocido novelista M. P. Shiel (de quien Pere Gimferrer hizo recientemente una semblanza en este mismo periódico). Poco más pude averiguar, hasta que, finalmente, en un diccionario de literatura fantástica encontré algo más. En 1947, a la muerte de Shiel, Gawsworth fue nombrado no sólo su albacea literario, sino, asimismo, heredero del reino de Redonda, minúscula isla antillana de la que el propio Shiel (y no de la de Montserrat, como señalaba Gimferrer) había sido coronado rey a la edad de 15 años, en 1880, por, expreso deseo de su padre, un predicador metodista que además era naviero y que había comprado la isla previamente, si bien no se sabe exactamente a quién, dado que los únicos habitantes eran, a la sazón, los alcatraces que la poblaban y una decena de hombres que se dedicaban a recoger los excrementos de las aves para hacer guano. Pero ésta es otra historia. Gawsworth no pudo nunca tomar posesión de su reino, pues el Gobierno británico -con el que pleitearon llanto los dos Shiel como él- había decidido anexionarse su territorio en prevención de que Estados Unidos hiciera lo propio. La nota de ese diccionario, tras no explicar cuanto acabo de contar, termina así: "Pese a su amplio círculo de amistades, Gawsworth se convirtió en una especie de anacronismo. Pasó sus últimos años en Italia, volviendo a Londres para vivir de la caridad, durmiendo en los bancos de los parques y muriendo, olvidado y sin un penique, en un hospital".

Que el hombre laureado que pudo ser rey y que con indudable entusiasmo , orgullo juvenil firmó un día de 1932 el ejemplar que obra en mi poder terminara de ese modo no puede por menos de impresionar, aunque tantos otros escritores mejores que él hayan corrido parecida suerte. Pero la cuestión que me interesa suscitar es la siguiente: ¿vale la pena seguir investigando? Un misterioso librero de Scarborough me dice que en Nashville (Tennessee) hay un individuo

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que posee sobre el oscurísimo Gawsworth toda la información del mundo. ¿Por qué Argelia, Túnez, Italia y Calcula? ¿Por qué no volvió a publicar después de 1953, 17 años antes de su muerte? ¿Qué fue de las -al menos- dos mujeres con las que se casó? ¿Por qué a los 58 años esa muerte de viejo inútil? Sin embargo, tengo mis dudas sobre si escribir al individuo de Nashville para satisfacer mi curiosidad.

La tendencia actual en las investigaciones literarias es la de la exhaustividad. Nada se desdeña: se tiene en cuenta hasta la más mínima nota dejada por un autor, y no hablemos de los precios que alcanzan los manuscritos, cartas y papelajos de todo tipo (como la lista de la lavandería de H. G. Wells, subastada hace unos años por una cantidad de las que no es posible recordar). A lo largo de los últimos dos años, en Inglaterra y algo Estados Unidos, he tenido ocasión de escuchar numerosas ponencias que, por ejemplo, analizaban concienzudamente el contenido de una carta de un amigo de un primo de Góngora que, según el conferenciante, arrojaba luz clarificadora "y ya imprescindible" sobre las Soledades. Etcétera. Es dudoso que saber cuanto más mejor acerca de la vida de los escritores cuya obra aún nos importa ayude a comprender mejor esa obra, pero no es sólo eso. Ni tampoco es sólo que la marea de datos o la mera aplicación de un método determinado (que estará indefectiblemente anticuado al cabo de un decenio) parezcan haber sustituido a la reflexión en los estudios literarios. Lo que quiero apuntar es que, por mucho que sepamos de la vida de los hombres y mujeres ilustres, la zona de sombra será siempre mucho mayor que la que pueda iluminarse, y lo que se pierde a cambio de esa pobre, parcial, impotente iluminación puede ser, en algunos casos (como el de Gawsworth tal vez), demasiado desde un punto de vista literario: justa y paradójicamente, el punto de vista al que los eruditos, profesores y críticos en general parecen haber renunciado de modo definitivo. Ya casi nadie hace literatura crítica, sino crítica cientifista. Acercarse a la literatura como el forense a sus muertos es la consigna actual de las universidades de todo el mundo y de la mayoría de revistas especializadas. Desde ese punto de vista literario -o, si se prefiere, narrativo- cabría preguntarse qué puede añadirnos saber, por ejemplo (y son meras conjeturas), que Gawsworth estuvo en Argelia, Túnez, Italia y Calcuta porque fue a combatir o porque una oscura carrera diplomática lo llevó allí. O que murió en la miseria porque tuvo que hacer frente a los gastos ocasionados por sendos divorcios de sus dos mujeres. O que el hecho de que llegara a firmar algún escrito como Juan I, King of Redonda, no fue más que una broma. Curiosamente, quizá sea desde el punto de vista narrativo desde el único que aún pueda convenir a veces no saber demasiado o incluso ocultar. Pero al menos en lo que respecta a Gawsworth (y a no ser que me decida a escribir al individuo de Tennessee) no parece probable que su historia corra peligro, ni que el lector de estas líneas vaya a saber más de lo que aquí acabo de relatar. Posiblemente porque su obra no sea, en efecto, de las que aún nos importan. Y tal vez ello sea para su suerte, pues una de las cosas que la crítica actual parece ignorar es el incorregible y secular deseo de los escritores de llegar a convertirse un día en personajes de ficción y de ser tratados como tales.

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