El límite de la dignidad
En un país centroeuropeo se descubrió hace poco el tráfico de embriones, fetos, meninges y testículos de algún que otro frustrado semejante nuestro; decir que con este comercio se alcanzan ya los límites de lo humanamente tolerable quizá no sea sino una manera de hablar. Según nos en seña la siempre elástica y siempre movediza historia, la medida de lo tolerable viene marcada precisamente por aquello que los seres humanos hemos venido considerando en cada momento histórico tolerable y admitiendo como habitual y aun lícito: desde las emociones del circo romano hasta las colecciones de orejas vietcong en formol, pasando por donde queramos pasar. Pero se ría harto falaz tener que conceder, en aras del relativismo, el que esa serie pudiera extenderse indefinidamente y proclamar, en consecuencia, la absoluta falta de fronteras morales. Entiendo que hay límites difíciles de trascender, y me pregunto si no habremos llegado ya a uno de ellos, al menos dentro de lo que suele entenderse como pauta de nuestra civilización. Admitir tal su puesto obliga a enunciar una teoría acerca del comercio de tripicallos, mondongos, bofes, criadillas y demás despojos humanos, cosa, por cierto, nada fácil, aun que tampoco ajena, al que hacer de nuestros filósofos. Existen palmarios ejemplos de una tarea de definición de lo que, en última instancia, pudiera llamarse la dignidad humana, y que han insistido en la realidad de los límites absolutos. El más conocido de ellos -y probablemente también el más discutido de todos- sea el de Kant. Fue el filósofo de Koenigsberg (hoy Kaliningrado, por aquello de las guerras y las paces) quien nos enseñó cuál es el criterio infalible por el que ese tipo de acción humana puede contrastarse. Tal criterio es de dominio público, y se refiere a la necesidad de entender y tratar a los hombres como fines en sí mismos y no como medios válidos para alcanzar otros fines diferentes.La máxima kantiana es de difícil aplicación en no pocos casos, lo que la convierte de rebote en pasto fácil para quienes proclaman el advenimiento de la muerte de la razón. Fines y medios son, con frecuencia, tambien mudables en sus propias condiciones, hasta el extremo de necesitar de apuntalamientos y otras suertes de matizaciones que pronto escapan a la clara y tajante dicotomía que se nos enseñaba como definitiva. El propio Kant, según es bien sabido, entra en contradicción con los límites razonables de sus propuestas morales al hablar del rechazo formal y tajante de la mentira, incluso como arma capaz de apuntalar y hacer posible una acción intuitivamente aceptable. Pero sin duda hay casos en los que el herrumbroso bagaje kantiano puede mostrar aún un filo tan tajante como preciso. Son aquellos en los que las partes enfrentadas no pueden utilizar mas cosas que el afán mercantilista como contrapeso para la cosificación de los seres humanos. Éste es el tremendo episodio del tráfico que ahora gloso.
Comerciar con cadáveres, o con tarazones y briznas de cadáveres, ha sido siempre objeto de tan amplio uso literario que poco puede dudarse de su espantosa realidad. Pero no se trata de discutir acerca de lo que existe, sino de la licitud en la que se ampara su existencia. A menudo se invocan argumentos de experimentación científica que pueden llevar las discusiones muy lejos, por lo vidrioso del propio cientifismo y la fácil transgresión, por esa vía tortuosa, de las fronteras morales. Recuérdese el episodio de los médicos que usaron el nazismo como tapadera. Pero el tráfico de Austria va por otro lado y no se apoya en vanguardias científicas ni en experiencias destinadas a salvar vida alguna, sino que es una ofrenda a dos de los valores paranoicos sobre los que estamos levantando nuestro mundo: el del beneficio comercial y el del culto a la juventud. Es la propia sociedad la que arropa y mantiene tales ideas rectoras de nuestros pasos, pero, aun así, puede retomarse la duda inicial: ¿no estamos llegando todavía al límite de lo tolerable?; o, dicho sea al revés: ¿no hemos llegado ya?
No hay duda de que el macabro episodio ha de utilizarse como arma en pro de determinados criterios en el pleito del aborto o el no aborto. Los embriones comercializados procedían de las dos principales clínicas de abortos de Austria, y no resulta difícil entender que muerto el perro no hay posibilidad de rabia alguna. Pero tampoco es cosa de confundir aún más un asunto, el de la licitud ética del uso comercial de los cadáveres, que ya está de por sí lo suficientemente embrollado. Supongamos -para seguir hablando- que un país en el que existe la pena de muerte decide aprovechar los restos de los ejecutados como medio supletorio para que paguen sus deudas con la sociedad. La posible discusión acerca de la licitud de tal política es paradigmáticamente separable de la que debería plantearse sobre la necesidad de abolir la pena de muerte como castigo de los delitos. En el caso de los abortos austríacos, un embrión puede considerarse por parte de los antiabortistas como un ser ejecutado, o como una parte del cuerpo de la madre, si seguimos el criterio tolerante. En cualquier caso, ésa es una discusión distinta. Los cadáveres no tienen consideración muy dispar, y el horror permanece por mucho que el aborto, al final, pueda ser considerado como una solución aceptable. Hemos llegado a los límites de nuestra dignidad sin necesidad de detenernos en esos detalles.
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