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Tribuna
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Los hijos de Babel

Seguramente, el mayor invento del hombre ha sido el lenguaje articulado: ni la rueda, ni la pólvora, ni la propulsión a chorro cumplen esa serie de funciones complejas de la lengua; pero, especialmente, el lenguaje nos da identidad. Hablar es nombrar, reconocer, y es también dar: hablando me revelo, entrego parte de mi yo, y reclamo lo mismo del interlocutor. George Steiner (uno de los lingüistas que ha reflexionado más sobre el tema del origen del lenguaje) señala, con precisión: "Nada nos destruye más certeramente que el silencio de otro ser humano". Le faltó agregar: sólo puede destruimos de manera equivalente hablar en soledad, estar rodeados de silencio, la ausencia de oyente o de interlocutor. Cuando algunos torturadores han querido enloquecer a sus víctimas los han encerrado durante meses enteros en celdas vacías y los han privado aun del grito o del insulto, que, más allá de su poder de agresión, funciona como reconocimiento. La sabiduría popular perpetuó una metáfora: "Cantar en el desierto", cuya literalidad nos abruma: imaginar a una mujer cantando en el desierto nos estremece, como si estuviéramos al borde de una certeza desesperada.Lenguaje e identidad van juntos, aunque no sean excluyentes de otros lenguajes, como cierto nacionalismo ingenuo y torpe quiere hacernos creer. Kafka escribió en alemán, al igual que Canetti; Nabokov tradujo algunos de sus libros al inglés y mezcla lenguas diversas con el convencimiento de que esto enriquece un texto, y quienes rechazan tajantemente el uso de palabras extranjeras en un discurso parecen ignorar que boutade, por ejemplo, o infatuation (menos que enamoramiento y más que atracción), metejón o quilombo, fuera de sus contextos lingüísticos propios, tienen un poder de sugestión mayor que sus posibles equivalentes. La vida de una lengua no se asegura sólo a través de una rígida conservación del uso tradicional, la pureza no es incontaminación, no es claustro, igual que un hombre o una mujer no se mantienen puros en la medida en que no se mezclan con lo otro, lo diferente. Nuestra lengua tiene una bella palabra para aquella función: incorporar, hacer nuestro.

El castellano que hablamos y

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Los hijos de Babel

Viene de la página 13 escribimos los latinoamericanos no se corresponde, exactamente, al del Estado español, como no se corresponden exactamente, dentro de América Latina, el que hablan y escriben los colombianos y los argentinos, los chilenos o los puertorriqueños. Sin embargo he escuchado (y a veces hasta leído) estúpidas polémicas acerca de cuál es el mejor. Esta ridícula comparación (infantil, además) propicia juicios aberrantes, tales como traducción suramericana o equivalentes. La pregunta no tiene sentido, en primer lugar porque no es posible encontrar un criterio para distinguir un uso del otro en cuanto a su bondad. Si nos referimos al número de hablantes, habría que reconocer, por ejemplo, que el castellano que se habla en México debe ser el modelo, puesto que es el país que por su superpoblación tiene más hablantes en castellano. Estrictamente no hay una metrópoli de la lengua, aunque existe históricamente un centro del cual se difundió. La lengua es de quienes la hablan, y, en este sentido, cualquiera puede blandir títulos de propiedad. Y en todo caso, para un lector contemporáneo, la lengua de Cervantes (muchas de cuyas palabras ya no usamos) puede resultar tan ajena como la de un tango de Homero Manzi, para no decir Rayuela, que acaba de ser anotada en una edición para consumo de estudiantes.La resistencia a incorporar giros, locuciones, palabras, es un tic que no preserva, sino anquilosa. Fija clichés (galicismo), pero no provoca ese entusiasmo, esa suerte de revelación que es el descubrimiento de una palabra nueva y de sus posibilidades. Quizá esa resistencia responde a algún mecanismo psicológico de seguridad, de autoafirmación, pero en todo caso nos encierra a cada uno de nosotros en uno de ésos pisos de la torre de Babel del cual deberíamos salir, en saludable mezcolanza.

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