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Amor y conocimiento

El amor sin pasión es un frío y lúcido cálculo del sentimiento. Por el contrario, el amor-pasión en su origen se siente como una pulsión oscura que luego se convierte en impulso objetivo hacia una persona concreta y determinada. Entonces, este impulso puede detenerse, reposarse y configurarse como sentimiento amoroso en las reconditeces de la interioridad. También la timidez puede sumergirnos en un sueño vaporoso, errático e incitar a la dejadez. Pero el impulso se muda naturalmente en ímpetu acelerado hacia la posesión del objeto y en esta lucha puede acarrear la pérdida de la identidad, dice Niklas Luhman, en su libro Liebe als Passion. Mídase el riesgo que se corre al jugarse el todo por el todo. Sin embargo, el amor no es una pasividad, como piensa el filósofo alemán, que se muda más tarde en acción, sino que desde que nace es actividad pulsiva apasionada, o sea, impulso arrebatado que se hace ímpetu incontenible hacia la posesión de un sujeto deseado o querido. Estos son, pues, los distintos grados veloces por los que atraviesa la pasión cuando aparece la persona que la suscita.La impetuosidad de la pasión, aunque parece irrefrenable, esconde en su mismo proceso oasis de paz, de reposo íntimo. Por ejemplo, de la pulsión al impulso media una visión objetiva, un chispazo de reflexión, un examen para seleccionar el objeto amoroso, pero suele ser tan rápida la aceptación o rechazo que no cabe asentar el pensamiento ni serenarlo. Más tarde, al constituirse el impulso se dispara del centro cordial como una flecha, lo que implica que para salir de sí mismo es necesario concentrar todas las fuerzas interiores. En consecuencia, al impulso enloquecido le precede un sentirse, que es medir la propia disponibilidad activa. Sólo más tarde aparece el ímpetu como lógico desarrollo de esa potencia interior sentida en el impulso originario.

El ímpetu es, sin duda, más violento que el impulso, y no puede, como éste, detenerse o paralizarse en el curso de su realización. El ímpetu es incontenible hasta que logra la posesión. Sin embargo, todo ímpetu es prudente, cabal y sabio, porque necesita de una táctica para llegar a su finalidad: la identificación amorosa, el abrazo único, la unión consumada. Para ello concentra toda su violencia y se somete a las sinuosidades del objeto amoroso, a sus caprichos voluptuosos, a sus ondulantes vacilaciones. Esta sumisión al otro no significa la pérdida de identidad que causa toda pasión amorosa, como piensa Niklas Luhman. No, el ímpetu amoroso es el trance de conquista que exige seguir un camino para lograr la realización del amor. Y tan no pierde su yo que lo busca afanosamente en el otro. Mejor dicho, trata de encontrar cómo llegar al amor sin visión, pues el impetuoso sitúa la persona que desea dentro de sí mismo, aunque la siente solamente como objeto. No intenta descubrirla, sino conseguirla, lo que requiere una sabiduría táctica, un sentimiento de preparación previa, un establecerse.

De esta sentimentalidad nace la propulsión, ímpetu que nos mueve subjetiva e interiormente. Ya sabemos a dónde nos dirigimos, sentimos plenamente y amamos. Este es el vértigo o exceso de la pasión, su momento más peligroso, tenso y cuando se puede perder la cabeza o delirar la mente. Por esta propulsión interior estamos ya muy cerca del objetivo buscado y perfectamente orientados hacia él. La vehemencia amorosa puede dominarnos, precipitarnos en la enajenación "par laquel on se donne tout entier et sans aucune reserve á la personne aimée" (Boulanger). Entonces se llega a lo que Marx llama "Selbstenffremdung" o voluntaria alienación de sí por sí mismo, lo que no quiere decir que seamos víctimas del amor ni que nos haga perder el cabal sentido. El amor que busca la anegación o disolución en el otro origina esta alienación, porque el amor-pasión se basa en el desconocimiento recíproco. Los amantes se ignoran porque cada uno sigue impelido por su propulsión interior y no se ven ni se oyen obsesionados por la búsqueda del abrazo y fusión imperativa. Sin embargo, este desconocimiento mutuo tampoco significa que el amor sea una oscuridad irracional, selva umbría en que nos perdemos sin hallarnos nunca. Por el contrario, el amor es conciencia a priori, oscura de la pasión que siente o presiente la unidad o afinidad de los amantes, y por ella se precipitan impetuosamente el uno en brazos del otro sin pensar. "Sie wissen es nicht, aber sie tun es", lo ignoran pero lo hacen, dice Marx. Igualmente, los amantes, aun desconociéndose, intuyen que su amor es una unidad infinita o finitamente realizable.

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Al vivir el amor como pasión comienza el drama para llegar sin conocimiento a la compenetración de los amantes, y nacen los conflictos, los desgarramientos, la violencia, el odio amoroso. Ignoran que el amor es conocimiento y también saber serenar y orientar el gran Dios-Río oculto y culpable de la sangre, como decía Rilke, para no dejarnos arrastrar por su turbulencia impetuosa. ¿Cómo llegar a esa sabiduría luminosa de la gnosis recíproca del amor sin renunciar a la pasión? Tal es el dilema al que nos enfrentamos en estos tiempos que vivimos. Amor y conocimiento exigen intimidad, es decir, duración y estabilidad para desarrollarse plenamente, meta difícil de alcanzar en el seno de una sociedad dominada por la inestabilidad revolucionaria y el desconcierto existencial.

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