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Reportaje:

Sombreros anchos y mentes estrechas

¿Hasta qué punto el tamaño del cerebro está ligado a la capacidad intelectual del hombre?

En el año 1871, de febrero a junio, el fantasma del barón Georges Cu vier pareció planear por la Socie dad Antropológica de París. El gran Cuvier, el Aristóteles de la biología francesa (designación in modesta de la que no parecía guar darse), murió en 1832, pero la morada física de su espíritu permaneció viva en el debate protagonizado por Paul Broca y Louis-Pierre Gratiolet sobre si el tamaño del cerebro tiene algo que ver con la inteligencia de su propietario.En el primer asalto, Gratiolet se atrevió a defender que no era posible conocer a los mejores y más brillantes por el tamaño de sus cabezas. (Gratiolet, monárquico impenitente, no era un igualitarista. Buscaba simplemente otras medidas para afirmar la superioridad del hombre varón europeo y blanco.) A ello, Broca, fundador de la Sociedad Antropglógica y el más importante craneómetra (o medidor de cabezas) del mundo, replicó que "el estudio de los cerebros de las razas humanas perdería su principal interés y utilidad" si las variaciones de tamaño no conta ran para nada. Se preguntó Broca qué sentido tendría que los antro pólogos dedicaran tanto tiempo a medir cabezas si los resultados no guardaran relación con lo que él consideraba la cuestión más importante de todas: el valor relativo de los diferentes grupos humanos. "De todas las cuestiones discutidas hasta ahora en la Sociedad Antropológica, ninguna tiene una importancia equiparables a la que estamos contemplando. (...) La gran importancia de la craneología ha tenido tal impacto entre los antropólogos que muchos de nosotros hemos abandonado otros aspectos de nuestra ciencia con el fin de dedicarnos casi exclusivamente al estudio, de los cráneos. ( ... ) En estos datos confiamos descubrir alguna información relevante sobre el valor intelectual de las distintas razas humanas".

Broca y Gratiolet se enzarzaron en una larga batalla que duró cinco meses y ocupó casi 200 páginas del boletín de la Sociedad. Los ánimos se exaltaron. En el calor de la contienda uno de los lugartenientes de Broca propinó el golpe más bajo: "He notado desde hace tiempo que, en general, aquellos que niegan la importancia intelectual del volumen del cerebro poseen cabezas pequeñas". Al final, Broca salió vencedor indiscutible. Durante el debate, ningún dato fue más importante para Broca, ninguno analizado por más tiempo o discutido más vigorosamente que el cerebro de Georges Cuvier.

Las medidas de un sombrero

Los contemporáneos de Cuvier se maravillaban de su masiva cabeza. Un admirador llegó a afirmar que "confería a su porte un indudable cachet de majestuosidad, y a su rostro, una expresión de profunda meditación". Por ello, a la muerte de Cuvier, sus colegas, en pro de la ciencia y de la curiosidad, decidieron abrir el gran cráneo. El martes 15 de mayo de 1832, a las siete de la ma-.ñana, un grupo de los principales inécticos y biólogos de Francia se reunió para diseccionar el cuerpo de Georges Cuvier. Se empezó por los órganos internos, y al no encontrar nada, particularmente notable se fijó la atención en el cráneo de Cuvier. "De esta forma", escribió el médico responsable de la óperación, "nos dispusimos a contemplar el instrumento de su poderosa inteligencia". Y sus expectivas no se vieron defraudadas. El cerebro de Georges Cuvier pesaba 1.830 gramos, más de 400 por encima de la media, y 200 gramos más que cualquier cerebro sano pesado con anterioridad. Informes sin confirmar y dudosas inferencias colocaban los cerebros de Oliver Cromwell, Jonathan Swift y lord Byron a la misma altura, pero Cuvier había proporcionado la primera evidencia directa de que brillantez y tamaño de cerebro van juntos. Broca se aprovechó del resultado y basó una buena parte de su argumentación en el cerebro de Cuvier. Pero Gratiolet continuó indagando hasta dar con un punto débil. En su pasmo y arrebato, los doctores habían olvidado conservar tanto el cerebro como el cráneo. Además ni siquiera habían informado de las medidas de éste. Buscando un sucedáneó, Gratiolet tuvo un momento de inspiración. "No todos los cerebros son pesados por los médicos", afirmó, pero todas las cabezas son medidas por los sombrereros, y he logrado adquirir, de esta nueva fuente, una información que me atrevo a decir, no carecerá de interés para ustedes". En pocas palabras, Gratiolet había encontrado algo casi grotesco en comparación con el cerebro del gran hombre: había hallado el sombrero de Cuvier. Y así fue como, durante dos sesiones, algunas de las mentes más preclaras de Francia cavilaron seriamente sobre el significado de un pedazo usado de fieltro.

El sombrero de Cuvier, informó Gratiolet, medía 21,8 centímetros de longitud y 18 centímetros de anchura. A continuación, había consultado a un tal M. Puriau, "uno de los sombrereros más inteligentes y mejor conocidos de París". Puriau le comunicó que la mayor medida habitual de sombreros era de 21,5 por 18,5 centímetros. Aun que pocos hombres iban tocados con sombreros de este tamaño, las medidas de Cuvier no resultaban ser descomunales. Además, informó Gratiolet con evidente placer el sombrero era extremadamente flexible y "se había ablandado con el largo uso". Probablemente cuando lo compró Cuvier no había sido tan grande. Además Cuvier poseía una cabellera particular mente espesa y crespa. "Esto parece demostrar claramente", proclamó Gratiolet, "que si bien la cabeza de Cuvier era muy grande, su tamaño no era absolutamente excepcional o único" .Los oponentes de Gratiolet prefirieron seguir creyendo en los mé dicos y se negaron a dar mayor importancia a un pedazo de tela Más de 30 años después, G. Hervé volvió a interesarse por el tema del cerebro de Cuvier y descubrió que después de todo, la cabeza de Cuvier había sido, efectivamente, medida, aunque las cifras se habían omitido en el inforrhe forense. El cráneo era realmente grande; afeitado, en la autopsia, de su célebre mata de pelo, su circunferencia máxima era sólo poseída por un 6% de "científicos y hombres de letras" (y encima medidas en vida y con pelo) y un 0% de sirvientes domésticos. Respecto al mal afamado sombrero, Hervé admitió su ignorancia, citando, sin embargo, la siguiente anécdota: "Cuvier tenía por costumbre dejar el sombrero sobre la mesa del vestíbulo de su casa. Ocurría a menudo que un profesor o un hombre de Estado se lo probaran. Indefectiblemente, el sombrero se hundía por debajo de sus ojos".

En apariencia, esta historia parece ridícula. La imagen de los mejores antropólogos de Francia discutiendo apasionadamente ,obre el significado del sombrero de un colega muerto podría dar pie a la inferencia sobre la historia más errónea y más peligrosa de todas: la idea de un pasado habitado por gente medio boba, de la evolución de la historia como un progreso y del presente como de un mundo ilustrado y sabio. En nuestro caso, un indicio de la importancia vital que para los antropólogos del siglo pasado tenía el cerebro de Cuvier se halla en la última línea de la cita anterior de Broca: "En estos datos confiamos descubrir alguna información relevante sobre el valor intelectual de las distintas razas humanas". Broca y su escuela querían demostrar que el tamaño del cerebro, por su vinculación con la inteligencia, permitía resolver lo que ellos consideraban la cuestión principal de una ciencia del hombre -explicar por qué algunos individuos y algunos grupos tienen más éxito que otros; para este fin clasificaron al hombre según las convicciones de antemano que tenían de su valía: el hombre frente a la mujer, el blanco frente al negro, los genios frente a la gente común-, e intentaron demostrar las diferencias en el tamaño de los cerebros. Los cerebros de los hombres (literalmente, varones) eminentes constituían un vínculo esencial de su argumentación, y Cuvier era la crème de la crème. He aquí la conclusión de Broca: "En general, el cerebro es mayor en el hombre que en la mujer, en

los hombres eminentes que en los hombres de talentos mediocres, en las razas superiores que en las inferiores. Si lo demás se mantiene igual, existe una notable relación entre el desarrollo de la inteligencia y el volumen del cerebro"

'Cuanto más, mejor'

Confío en que nadie en la actualidad establezca un orden de razas y de sexos por el tamaño medio de sus cerebros. Sin embargo, persiste nuestra fascinación por la base física de la inteligencia (como debe ser), y en algunos sectores se mantiene la ingenua esperanza de que el tamaño u otro rasgo externo fácilmente medible consiga: captar toda su sutileza interna. En realidad, la expresión más burda del cuanto más, mejor -el uso de una cantidad fácilmente medible para evaluar inadecuadamente una cualidad mucho más sutil y esquiva-, todavía sobrevive entre nosotros. Y el mismo método que algunos hombres utilizan para juzgar el valor de sus penes o de sus automóviles continúa aplicándose a los cerebros. Este artículo estuvo inspirado por un informe sobre el destino del cerebro de Einstein. El cerebro de Einstein fue conservado para su estudio, aunque 23 años después de su muerte los resultados todavía no han sido publicados. Los restos que quedan -otros fueron mandados a distintos especialistas- reposan actualmente en el fondo de un frasco de vidrio guardado en una caja de cartón, que originalmente contuvo botellas de sidra, y albergado en una oficina de un pueblo de Kansas. Nada se ha publicado porque nada especial ha sido descubierto. "De momento todo está dentro de los límites normales de un hombre de su edad", afirmó el propietario del frasco.

¿Acaso acabo de oír a Cuvier riéndose acarcajadas desde el más allá? ¿Se estará repitiendo el famoso proverbio de su tierra natal: plus ça change, plus c'est la même chose? La estructura física del cerebro debe manifestarse de alguna manera en la inteligencia, pero el mero tamaño o la forma externa es poco probable que tengan valor alguno. Por lo que sea, a mí me interesan menos el peso y las circunvoluciones del cerebro de Einstein que la casi certeza de que gente del mismo talento ha vivido y ha muerto en los campos de algodón y en las fábricas.

Adaptado de Natural histor.i, y del libro La falsa medida del hombre, que acaba de publicar en España Antoni Bosch, editor.

Stephen J. Gould es catedrático de Geología, Biología e Historia de la Ciencia en la Universidad de Harvard.

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