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El espíritu de la escuela española

Una breve meditación acerca de las profundas diferencias que existen entre las dos versiones de la escuela española debería llevarnos a revisar urgentemente unos planteamientos que, en el mejor caso, resultan anacrónicos. Tenemos, por una parte, una escuela pública o estatal, que reúne a niños de clases modestas y aun modestísimas; y, por otra, una escuela privada -religiosa y católica las más de las veces- que recibe a los muchachos de la burguesía, antigua o naciente burguesía española. A grandes rasgos, éste es el nudo gordiano, de muy rancia tradición, que el Gobierno socialista, según parece, quiere desenredar. Ya se sabe lo que dicen que hizo Alejandro con el complicado nudo de Gordio, pero, ¿y si España sigue resultando diferente?

Los defensores de la escuela privada, amparándose bajo la bandera de la libertad de enseñanza proclamada en el artículo 27 de la Constitución, cierran filas para seguir disfrutando viejos privilegios y saneadas ganancias, con lo cual los pobres se ven religiosamente recluidos en los mal llamados colegios públicos. Porque el problema, como todo el mundo va sabiendo, no está exactamente en la tan cacareada libertad de elección -que nadie discute, claro-, sino en las subvenciones, en las casi inconmensurables subvenciones que estos vergonzosos clubes privados perciben del erario público, con evidente menoscabo de la escuela pública. No tema el lector que le moleste consignando cantidades exorbitantes y porcentajes varios, que, por lo demás, podemos leer a menudo en los periódicos. El problema, en mi opinión, no es meramente económico, sino estrictamente social.Que la escuela es fidelísimo espejo de la sociedad, mero trasunto y sensible correa de transmisión es verdad cada día más evidente. La sociedad, cada sociedad, impone sus principios y costumbres, que sus habitantes suelen acatar sin caer en la cuenta de ello. Desde la cuna hasta la sepultura estamos sometidos a la presión social, y la escuela es muy particularmente sensible a esa presión y a los vientos dominantes. Tal sucede con la escuela española, cuya división en dos clases es impensable en países anglosajones. Si en todas partes se cuecen habas, como suele objetarse para confundir, debemos reconocer que las nuestras están mucho mejor clasificadas. En la República Federal de Alemania, por ejemplo, las escuelas privadas son tan escasas que preguntar a un alemán por ellas y obligarle a poner cara de pasmo es una y misma cosa. ¿Por qué la tradicional y trágica separación de los niños españoles en dos enseñanzas irreductibles? ¿Por qué ese volumen del sector privado? ¿Por qué se da con frecuencia la extraña y desconcertante y dolorosa circunstancia de que no pocos maestros de escuelas públicas envían a sus hijos a centros privados? ¿No se dan cuenta de que así descalifican y aun dinamitan la escuela pública que regentan? ¿No ven que de ese modo constribuyen a crear la lamentable situación que después censuran? ¿Cómo puede llamarse público a un establecimiento docente especialmente dedicado a clases inferiores? ¿A qué continuar hablando la libertad de enseñanza y de elección de centro para que no se produzca la unión y la generalidad que la pomposa denominación educación 'general' básica preconiza y proclama? Demasiadas preguntas para poder responder adecuadamente en pocas líneas. Creo, sin embargo, que a poco que se reflexione se responden por sí solas.

A mi juicio, en España no hay educación general básica. Basta abrir los ojos para mirar la realidad escolar y conocer, por otro lado, lo que significa eso de general. El diccionario de la Academia, primera acepción, dice así: "Común y esencial a todos los individuos que constituyen un todo, o a muchos objetos, aunque sean de naturaleza diferente". Ahora bien, ¿dónde está la comunidad escolar? Niños de naturaleza social diferente se separan y tratan de modo diferente y diferenciador. Lejos de todo pie de igualdad, los españolitos son prematuramente seleccionados y condicionados. Aldous Huxley ideó hace medio siglo un estremecedor mundo feliz. Yo creo que la particular educación española se le parece un poco.

El espíritu de segregación y de casta que se respira en nuestras aulas es el mismo que hay fuera de ellas. Muchos decenios de incuria estatal en lo que concierne a la educación -casi todo lo que va de siglo y parte del anterior- gravitan ahí como una vieja deuda. Piénsese en Francia. La revolución escolar francesa comienza hacia 1880 con las leyes de Jules Ferry, que ponen en marcha el programa de la escuela única, inspirado en el espíritu de igualdad de la Revolución de 1789. Esta escuela única brilla aquí por su ausencia -no nos engañemos- por falta de esa revolución. La sociedad española (no caeré en el error de decir la clase dominante) no quiso o no pudo o no supo acabar con los viejos privilegios del antiguo régimen, y ahora nos toca bailar con los más feos problemas, que, repito, decenios de incuria han embrollado hasta límites tan grotescos como trágicos. ¿Es España, en efecto, tan diferente como se dice? Muchos así lo creen, pero yo prefiero pensar que está diferenciada, que se intenta diferenciar de todas las maneras posibles, a veces con las mejores intenciones. La doble vía escolar es, desde luego, una excelente forma de diferenciar.

Ésta es, quizá, la asignatura pendiente de la escuela española, que hemos de recuperar entre todos.

No sé si la ley Reguladora del Derecho a la Educación (LODE) va a replantear con el debido rigor la grave cuestión de la escuela única; pero pienso que si las sociedades europeas han alcanzado cotas de libertad y fraternidad más altas que nosotros es porque supieron establecer a su tiempo claras reglas de limpio juego democrático, un juego severo que los españoles aún no hemos aprendido del todo, un juego que empieza con el pie de igualdad escolar.

es profesor de Sociología de la Educación en la Escuela Universitaria de Magisterio de Córdoba.

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