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Un premio y dos destinos

El disgusto que a un trabajador honrado le haya podido producir la concesión del Premio Nobel al señor Walesa, electricista de los astilleros Lenin, de Gdarisk, sin duda se habrá visto mitigado por la noticia de la misma distinción -pero en un campo menos dudoso que el de la búsqueda de la paz- al escritor británico William Golding, autor de unos pocos libros de lectura forzosa para todo aquel que presuma de cultivado. Si bien las razones que han podido mover a la comisión parlamentaria noruega para tal elección resultan fáciles de comprender, y aun de aplaudir, el ánimo del trabajador honrado puede sentirse herido por la concesión de tal premio a un hombre que, aduciendo pequeñas dolencias para no atender los circuitos eléctricos que tiene bajo su custodia en los astilleros de Gdansk, practica el absentismo laboral de manera sistemática. También es posible que el bien probado patriotismo del señor Walesa haya .tomado esa dirección nada subversiva, la más opuesta al, sabotaje, consciente de que los circuitos que tiene encomendados en los astilleros de Gdansk funcionan con absoluta normalidad sólo cuando su celador causa baja. Pero, como quiera que sea, yo estimo que si el robusto sindicalista esconde una salud precaria, bien podría destinar los millones adquiridos con el premio a sufragar un bien ganado y prematuro retiro -que a no dudar mejoraría la productividad de los astilleros- y a atender por sus propios medios a la curación de sus dolencias, y, de paso, dejar en paz a la doctora de turno que lleva a cabo el reconocimiento reglamentario y necesario para la expedición del boletín de baja.En lugar de optar por tan encomiable como humanitario destino, parece que el señor Walesa tiene decidido entregar la cuantía de su premio a no sé qué institución eclesiástica de su tierra, una operación en la que el contribuyente menos avispado olfateará gato encerrado. En otros tiempos reconfortaba mucho saber que el poeta galardonado destinaba el monto de su premio al pago de sus deudas, acumuladas a lo largo de una vida marcada por la desigualdad entre los gastos que exigen las musas para acompañar a su protegido y los ingresos devengados por la lírica, pero hoy la satisfacción por una justa recompensa queda muy mitigada, si no desvanecida, cuando el acreedor resulta ser una institución eclesiástica o cosa parecida. Claro que en los últimos tiempos se nos ha acostumbrado a considerar a algunas instituciones eclesiásticas no tanto como depositarias de un poder material -que siempre lo han sido- que es el justo correlato social de su poder espiritual, cuanto como fervorosas- practicantes del juego sucio a que tan aficionado ha sido siempre el capital italiano, y, en virtud de ello, nada tendrá de extraño que la deuda del señor Walesa con la institución eclesiástica no sea de naturaleza espiritual, sino tan precisa y expresable en números como cualquier otra contraída con una institución crediticia. Si es así, la conducta del señor Walesa no será muy distinta de la del poeta hundido hasta las cejas en sus deudas: las de uno, contraídas en bares, casinos y cajas de ahorro; las del otro, en parroquias y nunciaturas. la diferencia es tan sólo de predilecciones a la hora de elegir el establecimiento.

Lo malo es que posiblemente no sea este el caso, que la deuda sea espiritual; que el señor Walesa, que no vacila en defraudar a los astilleros de Gdansk con la práctica sistemática del absentismo laboral, en cambio entrega graciosamente sus millones a una institución eclesiástica a cuyas manifestaciones religiosas -no obligatorias- sin duda acude puntualmente cualquiera que sea el estado de su gastritis. He ahí -podrá concluirse- los frutos de la libertad, en llamativo contraste con los detrimentos de toda obligación. No es rara la figura del hombre que, gozando de un gran relieve público anterior a la concesión del premio, tras ganarlo, anuncia su decisión de legar su importe a un servicio público. No teniendo necesidad de él, considera que es preferible cederlo a quien lo necesita y, de paso, subir un peldaño más en la difícil ascensión hacia los altares seculares. Cuando un electricista de los astilleros de Gdansk que practica el absentismo laboral, con un carro de hijos a sus espaldas y media vida por delante, renuncia a tan considerable fortuna es, entre otras cosas, porque se siente económicamente seguro, dueño de un capital que será real o potencial, pero que a no dudar no procede de las pagadurías de los astilleros Lenin.

Quien puede que tenga deudas es William. Golding, que hace 30 años ganó, a mano limpia, un montón de dinero y que, significativamente, no anuncia lo que piensa hacer con el que, le van a dar los suecos. Es, por así decirlo, la contrafigura del señor Walesa; escritor honrado,y clarividente como pocos (con un parecido literario a su compatriota Richard Hughes), no creo que vaya a utilizar su premio para ninguna clase de promoción, ni siquiera la de sí mismo -como hacen otros-, ya que desde siempre ha demostrado no necesitaría. A pesar de haber vendido millones de ejemplares, nunca fue una figura pública -como lo demuestra la sorpresa que ha causado su recompensa entre cierta gente letrada-, y tanto sus setenta y pico años cuanto su talante pacífico y rural permiten esperar de él una contención semejante a la demostrada hace dos años por Elías Canetti. Para nosotros tiene la no desdeñable ventaja de que ni escribe en castellano ni lo hace semanalmente, dejando libre ese espacio para otros más aprovechados que, desgraciadamente, no se miren en su espejo, acaso porque, llevando su propio espejo incorporado a su alma y no sabiendo ya si miran o reflejan, no aciertan a salir de su paralítico y rudimentario éxtasis.

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Raro es el día en que no se concede un premio. De seguir las cosas así, no habrá individuo que descienda a la tumba sin un premio bajo el sudario. Ignoro si eso es bueno o malo, cómo calificar a la sociedad que los concede, qué influencia ejerce sobre el ciudadano que los recibe. Algunas instituciones sólo viven del premio anual que conceden y nada les importa tanto como prestigiarlo. Así, en una primera época fundacional, han de concederlo a personas tan prestigiosas como exentas de otros galardones y a fin de recibir su prestigio -por absorción- a cambio de la dote; sólo una vez asentado el prestigio y convertido el premio en un objeto codiciado podrá la institución permitirse alguna atrevida incursión en el campo de la impopularidad, para que no se diga. Tales circunstancias determinan una configuración del premio muy distinta a la enseñada y aprendida por la moral tradicional. La virtud -se ha dicho siempre- no necesita de recompensas, y aquella que se practique pensando en éstas dejará en buena medida de serlo. Pero lo que no se dice es que la recompensa sí necesita de la virtud, en tal medida que si falta o escasea no vacilará en disfrazar el vicio con la librea de su contraria con tal de recaer en alguien. Se piensa en la recompensa como algo accidental y posterior a la virtud, pero al ser permanente y anterior a ésta todo el sistema de valores -como antes se decía- queda conculcado; cuando es preciso otorgarla se quiera o no, cuando se ve coartada por las de otras instituciones semejantes, cuando se va agotando el plazo de su concesión o el elenco de candidatos, cuando su distribución ha de obedecer a una cierta estrategia que dicta hoy aquí y mañana allá y cuando la decisión final se toma por un grupo de personas díscrepantes de cuyas controversias puede aprovecharse un ter.cero en discordia que a nadie ofenda, pero a nadie convenza, bien puede presumirse la enorme diferencia que existirá entre el ganador ideal del premio -el hombre virtuoso para quien fue instituido- y el ganador real. Por cuanto la obra que mereció el premio estará siempre sujeta a toda clase de opiniones, encontradas, será siempre difícil dictaminar -ni mediante la crítida más rigurosa ni por la repercusión pública que suscita- si su creador está más cerca de la virtud que del vicio, o viceversa. Para unos, Walesa es un héroe; para otros, un comediante a sueldo del Vaticano. Para unos, Golding no pasa de ser un escritor de segunda fila; para otros, uno de los creadores del Belzebú de nuestros días. Se me ocurre que una manera de saber si el hombre premiado está más cerca de la virtud o del vicio ng será mediante el estudio de su obra, sino por la observación de su conducta tras la distinción, y a ese tenor me atrevo a afirmar que si el premiado destina la dote a una institución benéfica, a una congregación eclesiástica o a cualquier organismo al servicio del bien público y el fomento de la virtud, malo; si, por el contrario, lo destina a saldar sus deudas en bares y casinos y piensa disfrutar y fundir lo que le quede de la manera más privada y regocijante, entonces bien puede decirse que el premio no ha podido caer en mejores manos, que no era posible satisfacer mejor el objetivo para el que fue instituido.

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