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Tribuna
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Una nueva lectura del 11 de Septiembre

Desde un punto de vista periodístico, ya se ha dicho casi todo sobre el 11 de septiembre de 1714. Esto no quiere decir desde el punto de vista historiográfico no se puedan intentar nuevas interpretaciones profundizando en las numerosas fuentes documentales que se conservan de aquella época.El interés político que los nacionalistas hemos puesto en la tarea de mostrar lo que, sin duda alguna, Cataluña perdió a partir de aquella fecha histórica, así como el deseo de utilizar, desde 1886, la conmemoración de aquella efemérides para plantear las reivindicaciones nacionales, han provocado a menudo interpretaciones simplistas que no responden con exactitud a lo que de verdad fue y representó el 11 de septiembre de 1714. Hay, pues, que intentar establecer una interpretación nueva, convencidos de que el deseo de acercarnos a la verdad (que no es nunca absoluta ni única) es un servicio al país.

JAUME SOBREQUÉS I CALLICÓ

P., Buenos Aires

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La Diada, una progresiva desunión

Los hechos son conocidos: con la derrota final del 11 de septiembre de 1714 (rendición de Barcelona al ejército franco-castellano de Felipe V), Cataluña perdía una guerra iniciada en 1705 y se iniciaba una durísima represión, que tuvo como consecuencias el desmembramiento de las instituciones propias y la pérdida de la soberanía nacional, menguada ya, todo hay que decirlo, progresivamente durante los años anteriores.

La guerra que perdió Cataluña, que era la guerra de Sucesión (provocada por la muerte sin descendencia de Carlos II en 1700) fue, sin embargo, y esto se ha dicho menos, la guerra más españolista que haya hecho. No fue un enfrentamiento separatista como lo había sido -en cierta manera y con muchos matices- el iniciado en 1640, sino todo lo contrario: las clases dirigentes catalanas, y con ellas (con un grado de conciencia mayor o menor) una gran parte de la población, fueron a la guerra con el único objetivo de imponer un rey en Madrid.

Las clases privilegiadas catalanas y sus instituciones pensaban que lograr un soberano como Carlos de Austria (durante un tiempo Carlos III) era la única manera de frenar el proceso -nunca interrumpido desde principios del siglo XVI- de erosión constante de la soberanía y de la autonomía catalana. El objetivo de la oligarquía catalana no era desaforado y era, al tiempo, lo repito, "españolista". En ninguna otra ocasión, que ahora recuerde, Cataluña y sus clases dirigentes han hecho una guerra tan dura, larga, sangrienta y de consecuencias tan trágicas para ella como la que emprendieron su nobleza feudal, la alta jerarquía eclesiástica y el patriciado urbano durante los años 1705-1714, con la finalidad de integrar a Cataluña en España, aunque entonces fuera una Espafía de tipo federalizante. Luego, la respuesta del vencedor estuvo, en consonancia con la intransigencia con que las clases dirigentes catalanas habían planteado el conflicto. La insensatez y el egoísmo político del todo o nada llevó al país a la derrota.

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Para un historiador no es posible prever lo que habría pasado si no hubiera pasado lo que pasó. Pero no podemos dejar de preguntarnos si, sin el error de la guerra, Cataluña habría conservado o no su estructura política; si, aceptando un Felipe V, formado indudablemente en los principios absolutistas, Cataluña habría conseguido o no sobrevivir como Estado más o menos soberano, como lo era -con limitaciones- hasta entonces; si era la guerra la única alternativa para intentar conservar unas instituciones propias heredadas de la Edad Media y que -también hay que decirlo- servían ya mal para emprender una política de progreso y modernidad. Son preguntas difíciles de contestar. Sea como sea, cuesta creer que nada hubiera sido peor que aquella guerra, a la cual Cataluña fue impulsada por la intransigencia, la insensatez y el egoismo de una de sus minorías privilegiadas. De una minoría "españolista" que no dudó en utilizar un lenguaje pseudo-patriótico y demagógico para conseguir que el pueblo catalán diese soporte a un enfrentamiento que había de representar al fin la destrucción nacional de Cataluña. De una minoría que luchaba, en definitiva, por imponer una concepción determinada de España, como lo pone de relieve el último llamamiento que las autoridades catalanes dirigieron el mismo 11 de septiembre de 1714 al pueblo de Barcelona con la finalidad de organizar, a la desesperada, la defensa de la ciudad. Defensa que se hacía porque, en Barcelona, "reside la libertad de todo el Principado y de toda España". Se llamaba a los barceloneses a "derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey" -un Carlos de Austria que ya había manifestado que no quería saber nada de los catalanes- "por su honor, por la patria y por la libertad de toda Esaña".

No hay que olvidar tampoco que un militar, Manuel Ferrer i Ciges, en el patriótico discurso del 5 de julio de 1713 pronunciado en la Junta de Braços a favor de la continuación de la guerra, se quejaba, entre otras cosas, de que desde tiempos de Carlos V los catalanes no hubiesen "ocupado ningún cargo en el palacio real", y que mientras en Cataluña era normal la presencia de obispos y arzobispos castellanos "no consta que ningún catalán haya ocupado semejantes y otros cargos en Castilla".

Las situaciones históricas, contra lo que en ocasiones se dice, no se repiten nunca de forma idéntica. Determinadas actitudes sí, actitudes permanentes, a menudo irresponsables, intolerantes y maximalistas que, lejos de servir -en el caso catalán- a la reconstrucción nacional de nuestro pueblo pueden ser empleadas por los enemigos, todavía poderosos, para intentar frenar aquella reconstrucción. Desde este punto de vista, la conmemoración del 11 de septiembre de 1714 debe ser algo más, que ya sería bastante, que un simple recuerdo emocionado al pueblo catalán que, de buena fe, quizás engañado, murió por defender los derechos nacionales de Cataluña.

Jaume Sobrequés i Callicó es historiador.

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