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De lo prohibido y lo obligatorio

El archipiélago de Tonga (hoy reino independiente dentro de la Commonwealth), desde 1900 a 1970 fue simplemente un protectorado británico. En estricto cumplimiento del más sabio catecismo colonial, los ingleses lo bautizaron Friendly Islands (islas de los Amigos). Los tonganos devolvieron la atención transmitiendo al invasor la palabra tabú, voz polinésica que significa sagrado y/o prohibido. Fue nada menos que el capitán Cook (sobre cuya muerte escribió Álvaro Mutis un poema delicioso) quien introdujo la palabra, previamente transformada en taboo, en el idioma inglés. De ahí pasó, como es habitual, a otros lenguajes, incluido el del psicoanálisis. El tabú sexual (tabú de incesto y otras sucursales) es una categoría relativamente frecuentada en la historia moderna de la pudibundez. No obstante, los tonganos actuales no parecen considerar que el sexo sea tabú, ya que poseen un formidable índice (30%) de natalidad.Fuera de Tonga, sin embargo, hay numerosas regiones en las que los tabúes se han extendido de lo sexual a lo social y son desembozadamente ejercidos por los censores y el Ku-Klux-Klan, el sectarismo o la ñoñería. Después de todo, la libertad sin cortapisas, sin el menor descuento, constituye probablemente una entelequia. Es casi seguro que todos sepamos qué libertad reclamamos para nosotros y nuestro cotarro, pero la infalible prueba de nuestra buena fe es que, además, respetemos la libertad del otro.

No sé de ningún país ni de ninguna constitución que hayan institucionalizado una libertad sin límites. Artur Lundkvist, el gran poeta sueco, ha escrito: "La libertad, les digo / es un viento cortado por otro viento. / Y ese otro viento es la justicia", y también: "La libertad está siempre limitada / y su limitación le da su contenido". En el mejor de los casos, las fronteras, las leyes y, a veces, los simples hábitos, establecen límites, colmos, vedas. Lo libertario se funde a veces con lo quimérico y no está mal, ya que de alguna manera va alfabetizando la utopía. Lo cierto es que cada individuo dispone de un distinto y particular esquema para la libertad. Hay quienes se sienten repugna dos frente a las conculcaciones de la misma que eventualmente pueden ocurrir en regímenes políticos de ruda implantación popular, pero, en cambio, no tienen el menor reparo en admitir y paladear las infracciones cuando éstas vienen de las sacrosantas transnacionales. El problema es acaso semántico, ya que las transnacionales (incluidas sus filiales, que, a veces, son Gobier nos) no manejan la libertad con el sentido hegeliano de autodeterminación, sino más bien como si fuera un spot publicitario. O sea, que la libertad, cuando quiere expandirse, siempre choca con un biombo, un tabique, un muro, un cofre de seguridad, un sistema autoritario o, simplemente, un sistema. Hay pueblos que tienen praderas de libertad, otros que sólo poseen estrechos pasadizos de la misma y otros más que apenas disponen de túneles subterráneos, hilos conductores, contraseñas de susurrada transmisión. Sólo cuando advertimos que la libertad ecuménica no existe como tal, sólo entonces nos ponemos a la búsqueda de una libertad auxiliar, supletoria, más modesta pero creíble. Y es, quizá, en esa etapa reflexiva cuando nos percatamos de que en la complicada sociedad actual esa libertad auxiliar puede ser un rumbo que equidiste de lo obligatorio y de lo prohibido.

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'No left turn'En realidad vivimos una temporada demasiado categórica. Todos nos sentimos insoportablemente seguros de cada una de nuestras posturas. La tendencia es a obligar o a prohibir, sin términos medios. En todo caso, la libertad descafeinada que trabajosamente filtra el mundo de hoy apenas tiende a no obligar y a no prohibir, y sólo esporádica y arduamente a permitir. Y entre lo que unos nos ordenan y lo que otros nos prohíben, la libertad se convierte en un callejón poco iluminado, casi siempre poblado de escombros y, por -supuesto, sin salida. De ahí que, cuando en ciertos países un legislador se atreve con temas tan inquietantes como la desprohibición del divorcio o la despenalización del aborto, siempre habrá sectores de la sociedad que interpreten la desprohibición como obligatoriedad. Como si de ahí en adelante las parejas estuvieran condenadas a divorciarse y las preñadas no dispusieran de otra solución que abortar.

Es claro que hay prohibiciones sencillamente vanas. Las policías y los municipios suelen colgar recordatorios como prohibido fumar o prohibida la entrada, o prohibido fiar carteles, porque tienen conciencia de que los usuarios están generalmente dispuestos a seguir con mansedumbre esos dictámenes, pero, en cambio, nunca colocan carteles que anuncien prohibido robar o prohibido matar, porque también tienen conciencia de que advertencias semejantes serían inútiles a la hora de evitar delitos de tan difundida calaña.

Hasta hace algunos años, los norteamericanos le comunicaban a cualquier extranjero que intentaba visitarlos que era tabú asesinar al presidente de la República. Evidentemente se olvidaron de comunicárselo a los propios estadounidenses, y de ahí sus cuatro magnicidios, récord mundial conseguido 20 años antes que el de los 400 con vallas.

Una de las sustanciales diferencias entre lo prohibido y lo obligatorio es que lo primero siempre ejerce un poderoso atractivo, en tanto que lo segundo más bien produce un innegable rechazo. Precisamente: la fruta prohibida que sedujo a tantos Adanes que en el mundo han sido pierde por lo menos algo de su encanto evasivo, evanescente, evangélico (y otros derivados de la abuela Eva) cuando llega a convertirse en fruto obligatorio. Paradójicamente, pues, parecería que la única forma de hacer atractiva la obligación es prohibirla.Hay personajes que, por su seguridad personal, deberían colgarse del rotundo pescuezo un cartelito con el tradicional prohibido escupir, o, teniendo en cuenta los últimos adelantos del ecologismo germano: prohibido verter sangre, propia o ajena. La política y el pudor son los más notorios general dores de prohibiciones, aunque, como lo demostró entre otros el caso Profumo, cualquier top-secret puede concluir en un top-less. Con el pectonudismo pasa igual que con Julio Iglesias: es formidable que no esté prohibido y no menos formidable que no sea obligatorio.

De todos modos, es en la poIítica donde se ha instalado el supermercado de los tabúes. El inglés es un idioma inconmensurablemente más sintético que el español, de manera que mientras los hispanotronantes necesitamos 31 espacios para recomendar prohibido doblar a la izquierda, ellos susurran escuetamente en sólo 12: No left turn, y que conste que Margaret Thatcher es la primera en dar el ejemplo.

Decía Alejo Carpentier, allá por 1956, que Giacomo Puccini había sido siempre un nombre tabú, ya que todos lo ignoraban injusta pero voluntariamente cuando se referían a la evolución del teatro lírico, y Carpentier atribuía ese silencio a que no perdonaban al autor de La bohème que hubiese tenido la suficiente franqueza como para decir de sí mismo: "Tengo un gran talento en lo de lograr cosas pequeñas". El tiempo no transcurre en vano. Al menos hoy no está prohibido tener un talento enano en eso de lograr cosas enormes. Por algo postulaba aquel viejo refrán: "El que hace lo que puede, no está obligado a nada". Vaya, vaya. ¿Y el que no puede?

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