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Cultura, creación y desarrollo

Toda consideración sobre el peso de la cultura como factor de desarrollo económico y, por consiguiente, como factor positivo para la salida de la crisis resulta incierta y llega incluso a matizarse de demagogia, mientras no se precise lo que actualmente recoge este concepto de cultura. Creo conveniente desconfiar muy particularmente de tres capas semánticas con las cuales se relaciona este concepto y que conducen a que éste pueda ser evocado indistintamente como:- Un valor segregativo: cuando, por ejemplo, hablamos de "una persona cultivada" o de "ambientes cultivados".

- Un alma colectiva: por ejemplo, en el sentido culturalista.

- Una mercancía: expedida bajo diversas formas por equipos colectivos como colegios, universidades, teatros, editoriales, medios masivos de comunicación, etcétera.

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Ninguna de estas acepciones muestra su importancia primordial en un proyecto de sociedad que desee ajustarse a las realidades contemporáneas, dado que está en juego no sólo una calidad de ser particular, individual o colectiva, o el grado de consumo de un determinado tipo de bien, sino también el conjunto de medios económicos y sociales.

El auténtico sentido que conviene dar al término cultura en las sociedades modernas es el de fuerza productiva, refiriéndose a sus niveles más infraestructurales. Hoy no son concebibles ni los desarrollos industriales ni las avanzadas económicas, independientemente de la existencia de unas bases de producción de subjetividad social muy poderosas. (Entiendo como tales el flujo de signos, imágenes, conocimientos y formas nuevas de sensibilidad y socialidad engendradas por la tercera revolución técnico-industrial, que ha surgido con las máquinas informáticas y de comunicación.)

En estas condiciones sería absurdo y, sobre todo, socialmente dañino continuar considerando a una esfera de la cultura de forma radicalmente separada de los otros campos de producción de bienes materiales, de servicios y de relaciones sociales. Insisto sobre el hecho de que esta producción de subjetividad no debería tampoco ser comparada con un sencillo suplemento de alma para reconfortar a las identidades culturales (1) disgustadas por la evolución técnico-científica, ya que, por una parte, es precisamente apoyándose sobre esta evolución técnica como instaura su nuevo orden disipador (2) y, por otra parte, no consigue afirmar su vitalidad, sino conservando ferozmente las dimensiones de singularidad que le son propias.

Pero, ¿tiene el socialismo actual algo que decirnos sobre el derecho a la búsqueda de la singularidad, sobre el derecho a la creación o sobre el derecho a la invención de nuevas formas de vida? ¿No se ha extraviado el camino, allí donde ha llegado el poder, hacia políticas culturales sistemáticamente reductoras y unidimensionales? Una de dos: o aborda las relaciones entre los tres polos fundamentales de esta problemática (a saber: las disposiciones enunciadoras de creación, el Estado y la representación democrática), de forma auténticamente innovadora, o se verá de nuevo obligado a abandonar el terreno en manos del poder capitalista, lo cual, en esta parcela de la cultura, equivale a una forma de segregación particularmente sutil e implacable. El Estado, como operador del campo social global, necesita que la fuerza colectiva de trabajo y de saber se enriquezca continuamente y que esté siempre dispuesta a enfrentarse con los imperativos de la concurrencia internacional. En principio, pues,. sólo puede ganar con un desarrollo óptimo de la creación cultural en cualquiera de sus facetas. Y, sin embargo, sería pueril disimular que sus tradiciones reglamentarias y su ética de servicio público están en contra de todo lo que se sale de la norma, de lo que rompe con el orden establecido y con las significaciones dominantes, pero ¡esto, precisamente, es lo que caracteriza a los procesos creadores e innovadores en su momento inicial!

Por otra parte, es preciso reconocer que escasean las actividades culturales contemporáneas capaces de prosperar, o al menos de sobrevivir, sin recurrir a la protección estatal.

¿Podríamos hallar la solución con el refuerzo de la democracia y con una audaz política descentralizadora? Tampoco resulta muy esclarecedora la realidad en ese sentido. Dado el funcionamiento actual de las representaciones democráticas nacionales, locales y sindicales, no podemos esperar de ellas que se responsabilicen de los procesos de creación cultural, sobre todo en su estado inicial. Es cierto que pueden llegar a representar un papel determinante de relevo o caja de resonancia en determinados casos, en especial en el campo del cambio social. Pero por regla general se ven obligadas a seguir una trayectoria de consenso mayoritario y, de hecho, son poco receptivas a los intentos de revolucionar las ideas y costumbres preestablecidas.

¿Deberíamos, pues, remitirnos a una corporación de tecnócratas especializados, iluminados, para que intercedan en favor de las minorías creativas e innovadoras, y de ese modo establezcan puentes entre éstas y el resto de la sociedad? La experiencia de las últimas décadas ha demostrado que esta vía es tan poco practicable como las anteriores. Aun con muy buena voluntad y gran competencia, hasta los más indirectos relevos estatales tienden siempre hacia una política de neutralización de las innovaciones molestas y se esfuerzan para adaptarlas, por todos los medios posibles, a los marcos institucionales preexistentes, para que, a fin de cuentas, desempeñen un papel de pantalla en vez de uno de catalizador de cambios.

De no arbitrarse nuevos sistemas de mediación entre la sociedad y los operadores más diferenciados de la creación, las razones de Estado, las urgencias y las propias inercias del aparato continuarán llevándonos a:

1. La muerte por asfixia burocrática de cualquier leve deseo de responsabilizarse de los retos culturales por los más directamente afectados, así como a un reforzamiento de las actitudes colectivas de dependencia con respecto del Estado-providencia.

2. Que la democratización y la descentralización sean papel mojado, en este campo, quedándose en una transferencia de determinados poderes centrales a castas de notables regionales y locales (que a veces demuestran estar aún menos preparados que los funcionarios del Estado para asumir los problemas relativos a la creación cultural y a la dinámica del cambio social).

3. Que la casta de intelectuales y creadores permanezca inamovible y, de forma paralela, que los grupos más innovadores del tercer sector asociativo permanezcan marginados.

Esto es lo que nos ha llevado a preconizar el desarrollo de un nuevo tipo de mercado institucional, que se interponga entre el mercado capitalista, los órganos de control estatales y los campos de fuerza sociopolíticos, de forma que puedan ser sometidos a prueba, animados y seleccionados los sistemas de valoración más aptos y las actividades capaces de guiar a la sociedad fuera de estos terrenos forjados de finalidades, presentados hoy como utilitarios, y que, de hecho, constituyen un auténtico desperdicio de la creatividad colectiva potencial.

Con tal objeto hemos propuesto a diversas instancias gubernamentales que protejan la creación de un estatuto particular de fundación de utilidad social, encaminado a promocionar los nuevos modos de la gestión colectiva de las inversiones culturales -tanto financieras como vitales- que estén capacitadas para conciliar las exigencias de la situación económica, las necesidades de la democracia y los imperativos de la creación.

1. Confieso apartarme al máximo de la noción de identidad cultural que puede referirse tanto a las causas más nobles como a las que lo son menos.2. Tomándolo prestado de Eya Prigorine y de Isabelle Stengers.

Féliz Guattari es analista, autor, junto a Gilles Deleuze, de El antiedipo y Mille plateaux, entre otras obras.

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