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Ni mística de la Constitución escrita, ni mística de la Monarquía histórica

En el último artículo que he publicado aquí rechazaba la mística -llamémosla así- del Libro cuasisagrado de la Constitución, mística vigente entre los demócratas del siglo pasado y en la que hoy solamente los ucedeos, que se consideran artífices de la Constitución de 1978, hacen como que se la creen. La Constitución, cualquier Constitución, por muy promulgada que esté, no es verdadera constitución (con minúscula más grande que la mayúscula) o estructura política de una nación en tanto que no ha sido realizada, hecha suya, vivida como tal por aquélla. Y esto es lo que, decía yo, empezó a ocurrir con la Constitución de 1978 en los días 23 al 27 de febrero de 1981 -toma de decisión del Rey y seguimiento del pueblo- y en los días del 28 de octubre al 1 de diciembre de 1982. Sólo, en suma, cuando la Constitución, sobre el papel, se convierte en constitución o estructura de la realidad política, por encima de los llamados poderes fácticos, puede decirse -podrá decirse- que la Constitución está plenamente vigente.El extremo opuesto al de la mística del Libro -ni eso, del Papel- es la mística -llamémosla así, otra vez con igual imprecisión que antes- de la constitución interna o histórica, no articulada pero supuestamente real, de la nación. En España, quien genuinamente pensó esta idea por vez primera fue Jovellanos. Así se despegó del despotismo ilustrado en que se formara sin tener que aceptar plenamente la demasiado novedosa doctrina de la soberanía. nacional. Según él, la plenitud de la soberanía residía y no podía residir sino en el Monarca, y por eso, decir de una nación formada con una estructura o constitución monárquica, que es una nación soberana, es caer en herejía política. El moderantismo, remiso para la democracia, por no decir incompatible con ella, hizo suya esta idea, que, mezclada con la doctrinaria del Gobierno por la inteligencia, manifiesta a través de la propiedad, sirvió de fundamento a la Constitución de 1845, expresión de pacto o acuerdo fundamental entre las Cortes y el Rey. Y treinta años después, Cánovas del Castillo, con mayor fe historicista convencional que los moderados, en una realidad histórica de España, que en nada anunciaba a la de Américo Castro, la hizo suya en la Constitución de 1876.

¿Cuál será la constitución real que, a partir de la promulgación de 1978 y de los acontecimientos de 1981 y 1982, va a cobrar España? En párrafo muy reciente y muy controvertible, de discurso impar, hay que llevar a cabo una neta censura. Su primera parte, aquella en la que se afirma que "la institución monárquica no depende, ni puede depender, de unas elecciones, de un referéndum o de una votación", es democráticamente inadmisible. El derrocamiento de la Monarquía por virtud de unas elecciones meramente municipales, las del 12 de abril de 1931, fue legítimo -aunque no legalista-, y el mismo rey de entonces lo entendió así. Que luego la República, de este modo advenida, fracasara por los errores de los republicanos que se mostraron antes republicanos que españoles, y por culpa de unos monárquicos que también antepusieron el monarquismo -y sus prebendas e intereses- a España, es otro cantar; trágico cantar. La Monarquía, como todas las instituciones, no excluida la Iglesia en tanto que institución, está en la historia, y no por encima de ella, y el período franquista se halla todavía demasiado cerca de nosotros para que podamos olvidarlo. Lo que ocurre es que se dan diversos modos de elecciones, de referéndum, de votación y de plebiscito (y no precisamente el plebiscito de la historia) en la España actual: un referéndum demasiado implícito en este punto, el consistente luego en la aprobación de una Constitución monárquica, la realización de la Constitución por el Rey en persona, con el pueblo detrás, y, en fin, que no cesen las sucesivas votaciones por aclamación que se vienen sucediendo.

Según la vigente Constitución, la promulgada, la del Papel, la soberanía reside en el pueblo y sólo en él. Mas esta Constitución reconoce la independencia del jefe del Estado con respecto a todos los partidos políticos -como reconocería esa misma independencia del jefe del Estado si se tratara de una Constitución republicana-. Y esta independenciá es la que, en efecto, "permite al Rey ejercer el arbitraje y la moderación", ejercer la función moderadora, función tan importante como delicada e irreductible a legalismos; función inexactamente llamada, a veces, poder moderador.

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¿Qué concluir de todo esto? Que, en el contexto de un discurso de auténtica afirmación democrática, es menester olvidar una frase y desconocer, para siempre, el nombre de su inspirador. Y seguir urgiendo -pues ya se ve qué falta hace- la plena realización de la Constitución.

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