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El novelista intelectual

¿Qué es un novelista intelectual?, me preguntaba para mis adentros últimamente, cuando la muerte de Eduardo Mallea me ha movido a reflexionar sobre la obra literaria de este que fue tan buen amigo mío. Era una pregunta que, por cierto, ya hube de hacerme repetidas veces antes de ahora, pues a mí también suele aplicárseme tal calificativo, que, en el fondo, implica descalificación. Esta descalificación no es cosa que sorprenda, ya que corresponde a un rasgo muy común en los tiempos que vivimos, cuando todo lo que aspire a una distinción se considera antidemocrático; cuando, por ejemplo, el adjetivo elitista es usado con clara intención denigratoria y casi como un improperio. Pero, aparte de ese corriente tirón hacia abajo, creo que quizá valga la pena discurrir un poco acerca de la razón que pueda haber en el tono desaprobatorio con que se califica de intelectuales a determinados novelistas.Para empezar, digamos que todo escritor es intelectual, por cuanto que su actividad específica se efectúa mediante palabras, y las palabras comportan ideas, son signo de objetos mentales. Quien escribe -novelas u otra cosa- como, asimismo, quien se expresa de viva voz, ineludiblemente se vale del intelecto al manejar ideas. Que éstas puedan ser afinadas y complejas, resultado de una elucubración personal, o bien mostrencas y torpes, es cuestión distinta. Cabe, sí, que se quiera reservar el título de intelectual para aquel novelista cuyas ideas tengan cierto vigor y alguna originalidad; pero entonces nadie pretenderá que el buen novelista sea quien sólo dispone del equipo intelectual corriente entre el vulgo, aunque confieso que aun con tan escasa dotación mental alguno resultará un gran novelista, a la manera del gran pintor, esto es, por virtud de la imaginación plástica; y no sería imposible, ni siquiera difícil, ilustrar el aserto mencionando tal o cual caso.

En el otro extremo habría que colocar a aquellos intelectuales -filósofos, ensayistas- que acaso deciden presentar sus ideas a través de ficciones novelescas. Siendo personas articuladas y cultas, no es de extrañar que salgan adelante con su empeño produciendo una obra literaria digna, fruto de un esfuerzo respetable; pero, en general, obras tales carecen de vitalidad artística, y si alguna fuerza de convicción poseen, convencen con su tesis, pero no con la autenticidad imperiosa de una creación poética. En cuanto novelas, suelen ser un fracaso. Dando vueltas a este mismo asunto, puse como ejemplo concreto en cierta ocasión la que por aquel entonces había publicado el economista Kenneth Galbraith para censurar la política de Estados Unidos en Santo Domingo, bajo el título de The triumph. No está excluido, sin embargo, que el filósofo o ensayista se encuentre favorecido también por aptitudes poéticas que le permitan crear obras de imaginación válidas en el terreno estético; obras donde su pensamiento, inclusive un pensamiento sistemático riguroso, aparezca encarnado en figuras ficticias de eficacia plena. En opinión mía, las novelas -y el teatro- de Jean-Paul Sartre funcionan como invenciones literarias bien logradas, al mismo tiempo que consienten ser analizadas e interpretadas como construcciones intelectuales; y ello, probablemente, porque construcciones semejantes responden a una visión global de la realidad, y no se limitan a sustentar una determinada tesis.

Advierto que ya he repetido por dos veces esta palabra, tesis, y me doy cuenta de que es el vocablo que sirve para distinguir una particular clase de novelas, las llamadas de tesis, que sin duda constituyen una manera específica de novela intelectual. Novelas de tesis son, es obvio, Doña Perfecta y Gloria, de Galdós, a quien, no obstante, sería absurdo caracterizar de escritor intelectual, por más que, en el conjunto de su ingente obra, y no sólo en las dos citadas, exista y sea detectable un esqueleto ideológico muy firme. No, escritor intelectual, Galdós no lo era; pero, siendo, sí, hombre inteligente en grado sumo (pues no hay que confundir ambas cosas: intelectual no quiere decir inteligente; hay intelectuales bastante tontos, con una patética tontuna), el considerar cómo las ideas de nuestro gran novelista, demasiado evidentes en aquellas primerizas obras de tesis, se sumergen luego hasta desaparecer de la vista, incorporadas con felicidad a la acción imaginaria, puede iluminarnos acerca de qué sea lo que pueda tener de malo -desde el punto de vista de la creación literaria- la novela intelectual.

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Mala no será, desde luego, la presencia de una visión del mundo susceptible de formulación teórica en el seno de la invención poética. Muy al contrario: creo que toda gran novela representa, traducida a los términos de un cuadro imaginario, una tal cosmovisión. Y tampoco me parece censurable que, dentro de la trama novelesca, expresen ideas los personajes ficticios, ya que, en la realidad práctica, todos los seres humanos, cuya vida está movida por la proyección mental del futuro, mediante ideas ordenamos nuestra conducta y procuramos justificar nuestros actos. Pero aquí convendrá hacer una puntualización: las ideas de los personajes deben ser en verdad suyas; es decir, que los juicios, opiniones o convicciones puestos en su boca por el escritor deben corresponder a la índole de la criatura imaginaria inventada por él y servir para caracterizarla en función del vivir que le atribuye. Si el escritor se sirve de su personaje como de un portavoz del que cuelga sus personales ideas, ello será en detrimento de la calidad artística y, en definitiva, de la validez estética de su obra. Ha sido recurso muy usado por los novelistas de tesis el de urdir tramas donde un determinado personaje, supuestamente inteligentísimo, sostiene los criterios -inteligentes, quizá, o tal vez necios- del autor frente a antagonistas supuestamente equivocados. Con menos soberbia intelectual, tampoco faltan aquellos escritores que, propensos a la especulación mental, pero inseguros de sus ideas, y no atreviéndose a exponerlas bajo su firma en forma de ensayo, las aventuran a través de un personaje ficticio.

Son éstos, hasta ahí, vicios de un cierto intelectualismo irrumpiendo en el campo de la creación poética, como lo es también el discurso que por su propia cuenta y en nombre propio introducía muchas veces el narrador en el curso de la novela; pero todavía no definen lo que específicamente puede llamarse novela intelectual. ¿Cabría intentar esa definición apelando al examen de las relaciones qué, a través del lector, se establecen entre el autor y su obra? Desde este punto de vista, me atrevería a sugerir que novela intelectual es aquella en que la individualidad del autor, con su sistema de ideas y su comprensión del universo (individualidad, a lo mejor, tan eminente como la de un Quevedo o un Voltaire), prevalece a los ojos de sus lectores sobre la realidad imaginaria evocada por él, de manera tal, que su obra no llega a adquirir la autonomía necesaria para capturar emocionalmente al destinatario y absorberlo por completo; y así, el elemento de racionalidad -imprescindible, por lo demás, en cualquier obra de arte literaria, como en toda comunicación por medio del lenguaje- domina al producto de la imaginación creadora, en vez de quedar subsumido en su estructura.

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