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Palabrotas

Con cierto escepticismo, aun cuando con el debido elogio, comentaba yo no hace mucho las exhortaciones que vienen haciéndose, o por lo menos las voces de alarma que se oyen, frente al deterioro del idioma, fenómeno corriente y notorio no sólo en el ámbito espacioso de nuestra ilustrísima y maltratada lengua, sino en todas partes del mundo. Escepticismo el mío fundado en que se trata de un fenómeno social sobre el que quizá podrá influirse, pero -como suele predicarse del terrorismo, otra plaga contemporánea- no por los medios directos del poder, pues consistiendo como consiste en desafiar el orden vigente, acudir a su terreno equivale a exacerbar su virulencia.¡Con qué regodeo se complace en emplear formas torpes de expresión quien advierte que con ellas está hiriendo los oídos de aquellos a los que desea molestar!

Un reciente programa de televisión ha puesto a discusión pública la licitud de usar palabras malsonantes, palabrotas o tacos, en su propio medio, tal como en efecto ocurre de cuando en cuando. Los defensores de esta práctica alegaban en favor suyo el argumento de la espontaneidad y hasta el de la democrática libertad de expresión. Razón no puede decirse que les faltara, por más que en el camino de la espontaneidad o naturalidad cabe descender a extremos intolerables por la pendiente en que ya el programa mismo empezó a deslizarse; pero no hay duda de que a veces conviene relajar algo trabas sociales demasiado estrictas. La civilización, o llámese cultura, se apoya en un conjunto más o menos tupido de reglas sociales, las convenciones, mediante las cuales se encauza la convivencia humana; normas que permiten saben a qué atenerse, cómo proceder en cada situación, entenderse unos con otros a base de unos supuestos comunes.

De esta manera la civilización, o llámesela cultura, eleva al hombre desde el plano animal donde su naturaleza biológica radica hasta el plano que denominamos espiritual. Ciertas ineludibles operaciones fisiológicas, como la de ingerir alimentos, pasan así a convertirse en actos investidos de una superior significación (ya sea la comida familiar, ya el ostentoso banquete político o literario, ya el religioso ágape y mística comunión); otras, en cambio, son rechazadas a una oscura y vergonzante intimidad que pretende ignorarlas. (Recuérdese la inversión que de tales convenciones hizo Buñuel en su película sobre El discreto encanto de la burguesía.) Pero convenciones son, y su carácter convencional nadie podría negarlo. En nuestra civilización, incivil es el regüeldo que -finamente trocado en erupto- le afeaba Don Quijote a Sancho (en Estados Unidos se le suele cohonestar con un Excuse me! de mano ante la boca), mientras que, por contraste, en otras civilizaciones lo incivil -la falta de educación- es, según dicen, omitirlo en los convites. Aun dentro de la misma cultura, el mismo acto puede cambiar de signo según las situaciones concretas, y es bien sabido, por ejemplo, que tradicionalmente y hasta en la actualidad vale como muestra codiciadísima de la estimación discernida por los magnates a sus favoritos la de permitirles asistir a sus inexcusables defecaciones cotidianas. Hablando de esas ventosidades que, con su nombre vulgar y castizo, fueron mencionadas durante el referido programa televisivo, las celebra Quevedo como prenda de amistad, haciendo notar que sólo delante de los de casa y amigos las emiten los señores, y aun las tiene por testimonio de un amor estable; mientras que en nuestros días Carlos Fuentes ha hecho que, en su novela Cambio de piel, se obsequien recíprocamente los enamorados con tan delicadas ofrendas... Por lo demás, la mudanza de los tiempos consentirá, según épocas distintas, una mayor o menor laxitud en las pautas de conducta social: el árbitro de las elegancias romanas se burla de Trimalción, el opulento nouveau riche de su satírico relato, cuando lo presenta incitando a sus comensales a no privarse de semejantes desahogos, ya que -como también recuerda, por su parte, Quevedo- el emperador Claudio había promulgado un edicto donde conminaba a que nadie, ni siquiera en su augusta presencia, inhibiese el natural deseo. Es muy probable que nosotros ahora hayamos entrado en una fase histórica proclive a esta clase de licencias y que sea el mentado ente público quien deba autorizar con su ejemplo tan desenfadada libertad.

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Pero íbamos ocupándonos no del disimulo y cortés ocultación de la humana debilidad, sino de las palabras malsonantes, palabrotas o tacos, es decir, del lenguaje. Y claro está que también el lenguaje está sujeto a convenciones; más aún: por su propia esencia, el lenguaje mismo es convencional, no natural, pues se encuentra constituido por un conjunto de signos cuyo aprendizaje es necesario. Y dentro de éste, hay que aprender a distinguir las formas de lenguaje adecuadas a cada situación social, que es lo que se entiende por educación. No se habla lo mismo en el salón que en el cuartel, en familia que entre estudiantes, o en una reunión política, o en la iglesia, o en la discoteca. Automáticamente, cada cual se adapta a las circunstancias del caso y habla de acuerdo con las normas pertinentes: tan impropio resulta el empleo en la intimidad familiar de un lenguaje cuidado, escogido, remilgado, como la expresión grosera en medio de un acto de académica u oficial solemnidad.

Sin salirnos del sistema de nuestra lengua común, todos somos plurilingües y cambiamos de lenguaje conforme cambiamos de ambiente. Y no hay duda de que, dentro de la diversidad de ambientes sociales, cada cual con su correspondiente código de conducta verbal, las palabras gruesas o palabrotas tienen un lugar adecuado donde establecen su peculiar espacio social y cumplen su función saludable.

Por otra parte, es muy cierto que esa variedad de posibilidades idiomáticas proporciona al hablante un enriquecimiento espiritual, ofreciéndole la oportunidad de ejercitar las artes del ingenio, y quizá entre los placeres de la civilidad uno de los más refinados sea el de la calculada y medida transgresión. En estas condiciones, la expresión rísquée puede ser un deleite gozado por quienes la escuchan; no así, nunca, la zafiedad del mal educado, que producirá risa o repulsa.

Al decir que las palabras malsonantes, cuyo lugar propio es el de la intimidad confianzuda, cumplen función saludable no pienso tan sólo en la de constituir ese cómodo, despreocupado y relajado ámbito social, sino también en la de efectuar oportunas transgresiones irrumpiendo en terrenos que no le pertenecen, pues no sólo descargan con ello la angustia o la ira de quien las profiere, sino que por un momento desalojan a quienes le oyen del terreno formal y le obligan a apearse, abdicando de la debida compostura. De un modo u otro, el taco es agresión, dirigida inmediatamente contra un destinatario concreto o indirectamente contra el orden convencional. Cuando Cambronne exclama en Waterloo la palabra que conferiría a su nombre celebridad universal no es el general quien grita Merde! sino el hombre que en una situación apurada olvida el digno empaque de su posición. Un siglo más tarde, todavía la duquesa de Guermantes se divertiría y divertiría a sus comensales usando el eufemismo le mot de Cambronne. Los eufemismos reconducen al plano de las convenciones la realidad natural a que aluden. Aluden a ella, recubriéndola con un juego de ingenio que, en el fondo, es idéntico al mecanismo de los chistes. Si el chiste -verde o sucio- procura placer es porque hace palatable la transgresión social, permitiendo libertades que de otro modo estarían vedadas. En su crudeza, el taco es una agresión desnuda contra quien lo oye, sea que provoque su ira o su hilaridad. Nos hace tragar la píldora sin haberla dorado.

Pero, precisamente por su carácter de agresión, el taco ha de ser excepcional; en serlo radica su eficacia. Prodigado, se desgasta y pierde la fuerza de choque, hasta quedar reducido a simple y pobre muletilla, que es lo que está ocurriendo aquí en España y en el resto del mundo: hoy la palabra de Cambronne está en todas las bocas y ya no ofende los oídos de nadie. De igual manera que la frecuencia de actos terroristas familiariza con la violencia y hace que pierdan el efecto buscado, también ha dejado de escandalizar la continua palabrota. Y no se crea caprichosa o forzada la aproximación del terrorismo verbal a la violencia física; no por azar sonaron juntos disparos y tacos en el asalto del año pasado al Congreso. Ambos son fenómenos concomitantes de subversión social, indóciles por su índole misma a remedios expeditivos de tipo autoritario. En cuanto se refiere al lenguaje, demasiado evidente resulta que la inundación de palabras malsonantes (que terminan por no sonar mal) está en línea con ese empobrecimiento, descuido y primaria elocución que con desmayo se observa y con una desolación algo cómica se lamenta en todas partes, pues el taco es en su origen un expletivo emocional que, al ser repetido sin emoción, viene a sustituir en el discurso la expresión racional y matizada, ni más ni menos que tantos otros vocablos-comodines como se usan para cualquier propósito y que, pudiendo significar cualquier cosa, no significan cosa alguna.

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