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Tribuna
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Las dos Españas y el Rey

Entre cuantos acontecimientos configuran la historia contemporánea española -esta historia que discurre ante nuestros ojos y que por eso apenas nos damos cuenta de que es historia- hay tres que son trascendentales: la adscripción de Felipe González a la moderación, la de Fraga a la democracia y la del rey Juan Carlos a la Monarquía constitucional. Una sola de estas tres piezas que hubiese dejado o dejase de encajar en el encuadre histórico-político y se habría venido o se vendría abajo este edificio que a trancas y barrancas empezamos a construir los españoles a partir de la extinción física del general Franco. Quizá no lo juzguen exactamente así quienes miran las cosas con criterio partidista, pero lo de veras importante hoy es consolidar y profundizar la democracia, y para ello es necesario que se mantengan las tres condiciones que he citado: dejar que actúe el tiempo, que la democracia se enraice en las costumbres y que los conservadores tradicionales se hagan precisamente conservadores de la democracia misma.En 1977, el líder socialista Felipe González, sin salirse de su partido, tenía dos modelos para elegir: el largocaballerista y el prietista. El primero era de carácter violento y revolucionario y, se basaba en la lucha de clases; veía la forma de Estado, incluso la republicana, como mero instrumento para la implantación del socialismo marxista integral. La fórmula de Indalecio Prieto se inclinaba, por el contrario, a la moderación, la prudencia, la convivencia entre las dos Españas y propugnaba un entendimiento de las posturas antagónicas de los españoles. Largo Caballero detonaba la guerra civil, Prieto trataba de evitarla. Felipe González optó por Prieto, aunque algunas veces, precisamente por haberlo hecho así, sienta la puñalada caballerista amagándole el costado izquierdo.

También en 1977 Manuel Fraga pudo elegir entre el encastillamiento en la derecha pura y dura, esa derecha montaraz que sólo duerme a gusto la siesta cuando custodia la calle una pareja de la Guardia Civil, y los principios conservadores, pero democráticos, de Cánovas del Castillo o de Antonio Maura. Para optar por lo segundo, Fraga había de adscribirse no sólo a la revolución desde arriba, sino a lo que yo llamo la revolución desde dentro, que es otra cosa más compleja y dificil, como que consiste en guiar y encauzar a unas masas con tendencia a echarse al monte reaccionario a una acción política templada, discurrente dentro del sistema democrático. Esto es: partir de la conciliación de libertad y autoridad, pero vista la segunda desde los principios democráticos y constitucionales y no con los ojos del guardia dé la porra.

Si Felipe hubiese optado por el caballerismo, el negrinismo y la. reivindicación revanchista, la marea roja habría provocado la reacción; las tensiones políticas y sociales se hubiesen hecho insostenibles y estaríamos volviendo a las andadas. Si Fraga se hubiese inclinado por el calvosotelismo -del Calvo Sotelo de 1935, claro-, los partidarios de la dictadura habrían encontrado el hombre a su medida, la horma de su zapato, y nos veríamos anegados por la marea azul.

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Estos dos fenómenos tienen dimensión histórica; constituyen, por encuna del follaje y del anecdotario, los dos hitos trascendentes de la transición y marcan el período que estamos viviendo y el que vamos a seguir. Quien cuente la historia tendrá que referirse necesariamente a ellos, aunque quizá todavía hoy, que los árboles electoralistas impiden ver el bosque, no le sea reconocida su parte a cada uno de los dos personajes. La de Felipe González ha tenido mejor Prensa; pero la de Manuel Fraga acaso tenga mayor trascendencia, porque entraña mayores dificultades.

Un suceso histórico

Pues bien, ambos acontecimientos no habrían encontrado ocasión de configurarse de hecho, y las posiciones que se derivan de ellos no habrían cuajado en las subsiguientes positivas actitudes de los dos más amplios sectores ideológicos de nuestro país, si no les hubiese precedido otro suceso histórico de mayor dimensión aún: la adscripción del rey Juan Carlos a la idea de la Monarquía constitucional, democrática, arbitral, conciliadora, integradora de la dicotomía ideológica. Mi último libro, Las dos Españas y el Rey, está dedicado a historiar y analizar esta cuestión y sus porqués; y aunque sea cierto que el tema no está agotado, ni mucho menos, también lo es que se puede sintetizar en pocas palabras:

Desde Fernando VII, que Dios tenga a buen recaudo, una de esas dos Españas que hielan el, corazón al e spañolito que nace hizo sus nidos junto a la Corona. Esa España minoritaria, para dominar a la otra, procuró y logró arrastrar junto a sí a los monarcas, incardiriarse con ellos, mimetizar sus ideas con la de monarquía; desnivelar así la balanza ideológica. robusteciendo el peso específico de uno de los dos bloques dicotómicos frente al otro. La respuesta que dio la Corona al propósito, durante los dos últimos siglos, fue siempre favorable; ello significó él alejamiento progresivo del pueblo de la institución monárquica y no sólo de la figura de los reyes. Al decir de Ortega, en 1931, la Monarquía, para subsistir, tendría que procurar su renacionalización.

Las fuerzas que en España representaban a los dos grandes conceptos ideológicos, solieron tomar como pretexto las disputas sobre derechos dinásticos para dirimir aquella otra disputa; o, dicho de otra manera: las disputas de carácter dinástico llevaron en España, muchas veces, bajo la capa de la adhesión al Rey -extrapolada, cuando llegó la ocasión, en la sucesión del Rey-, la disputa ideológica, que siempre tuvo mayor dimensión y trascendencia; como que cuyas esencias son universales y antiguas y en ellas se encuentra sumergida la humanidad desde sus orígenes. Ya nos dice Ernesto Renán, en su historia del pueblo de Israel, que el movimiento del mundo es el resaltante del choque de esas dos fuerzas. En nuestro país, la antinomia ideológica ha acompañadosingularmente la historia de este siglo y del anterior igual que dos valvas de una castañuela.

La disputa que escindió a la dinastía de los Borbones en las ramas isabelina y carlista nació, como todo el mundo sabe, a cuenta de la sucesión femandina. Los ultras de entonces -por llamar de un modo perifrástico, pero inteligible, a los absolutistas y apostólicos del pasado siglose afiliaron a Carlos Maria Isidro de Borbón, hermano del Rey; y los demócratas -término también convencional, aplicado a los renovadores, liberales y constitucionalistas de la época, apoyaron a Isabel, hija del monarca: La Pragmática Sanción, las Partidas, la ley Sálica, la bofetada a Calomarde y otros episodios, ya fueran trágicos, anecdóticos o pintorescos, aparecen ligados a aquella escisión dinástica y a la guerra civil consecuencia de la misma. Pero todo ello sólo fue el paraguas de una dialéctica simplificada, encarnada en cada bando, sumergida en la defensa de los derechos dinásticos; dialéctica que se ha mantenido siempre en tensión entre las fuerzas tradicionalistas y conservadoras y las progresistas, reformadoras y modernizadoras.

En esa tensión ha ido reflejándose, hasta llegar a nuestros días, el avance de la civilización y el de la civilidad, el de la cultura, el de la ciencia, el de la tecnología, el de la educación, el de los medios comunicativos; y, sobre todo, la evolución del mundo de las ideas y de las realidades sociales. Pero ello no ha hecho sino cambiar los argumentos y los términos, la calidad de los ponentes y, por encima de todo, la extensión, preparación y receptividad del auditorio. La esencia ideológica, moral y ética de la polémica se mantiene viva e intacta, como el "genio y figura" del refrán.

Controversias dinásticas

Uno de los ejemplos más típicos o significativos de cuanto vengo diciendo fue cierto alegato que circuló apenas acabada la guerra civil del año 1936, cuando empezó a hablarse contra la restauración monárquica en la persona de don Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII y padre del actual rey Juan Carlos. En el manifiesto se decía textualmente: "En España, la bandera de1a legitimidad no fue levantada como un mero derecho sucesorio, sino como un estandarte de principios fundamentales. Existieron durante el siglo dos líneas familiares antagónicas, pero también dos programas de gobierno y de pensamiento contrarios en el oráen ideológico, irreconciliables e incompatibles como la verdad y el error".

Los contemporáneos de la acción estuvieron, pues, en el secreto -en ese secreto de que la disputa dinástica constituía la capa bajo la cual se encontraba la dicotomía o controversia trascendente-. También, y más que nadie, lo estuvieron sus protagonistas. Los Eguía, los Riego, los Prim, los Espartero, los Maroto, los. Zumalacárregui, los Vázquez de Mella, los Primo de Rivera, los Besteiro, los Azaña que en España han sido lo entendieron así y ninguno se llamó a engaño. También lo entendimos así quienes asistimos, aunque no fuese sino como espectadores, a la última controversia dinástica. Esta giró, en la vertiente del puro dinastismo o legitimismo, en tomo a don Juan de Borbón y su hijo don Juan Carlos, pero bajo ella hubo, como siempre, algo más que los derechos o legitimidades para ocupar el trono. Hubo las ideas de las dos Españas, anidadas en cada una de las coronas o las dos monarquías posibles.

En 1923 eran monárquicos Calvo Sotelo, Primo de Rivera, Martínez Anido; y, por otro lado -enfrente de aquéllos-, Romanones, Maura, Santiago Alba. Separaba a ambos grupos un abismo ideológico, nacido del anclaje de los primeros en la definición absolutista de la Monarquía, mientras que el anclaje de los segundos correspondía a las conformaciones del pensamiento liberal y al entronque constitucionalista y parlamentario de,la institución. Es decir: no eran sólo monárquicos de otro rey, sino de otra idea de la Monarquía, quienes estuvieron con la de Estoril y quienes se adhirieron a la de El Pardo. Por eso, a la Monarquía de Estoril, a la juanista, la apoyaron republicanos, socialistas y moderados de izquierda.

Para la salida del franquismo, o sea, ante la sucesión del general Franco, la dicotomía ideológica se concretó en la posibilidad

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Víctor Salmador es escritor y periodista.

Las dos Españas y el Rey

Viene de la página 9 de una, de las dos monarquías, la del padre, don Juan de Borbón, y la del hijo, don Juan Carlos de Borbón, el hombre colocado ahí con el propósito de que fuese el prisionero coronado, que había de mantener *las famosas ataduras y asegurar la continuidad del régimen que fenecía. El rey Juan Carlos, con su actitud la noche del 23 de febrero, y antes, con la de "motor del cambio", que adoptó espontáneamente, a contrapelo de quienes le habían puesto con la pretensión de que realizase lo contrario, hizo suyas las ideas de su padre; es decir, las de la otra Monarquía, heredera de aquel espíritu conciliador, liberal y constitucionalista nacido en Cádiz frente a los absolutistas y apostólicos, de principios de siglo.La conciliación de derechas e izquierdas con la Monarquía; la compatibilidad de la derecha democrática y del socialismo, con la Monarquía constitucional se ha hecho, pues, posible, porque antes de que existiese la Zarzuela existió Estoril, donde en Villa Giralda, junto al conde de Barcelona, convergieron las dos fuerzas, comprendiendo ambas que era posible un entendimiento básico dentro del cauce de una institución arbitral que había de procurar su renacionalización e incardinación popular, precisamente al amparar la democracia en la que coincidían los dos grandes bloques.

Ha correspondido a don Juan Carlos materializar los enunciados de su padre o, lo que es lo mismo, llevar a los hechos lo que fue la esencia del juanismo. Por eso, en los episodios del 23 de febrero prevaleció la democracia y la Constitución: porque en ello se volcó el peso de la autoridad suprema; o sea, por la acción de un factor inconmensurable que estuvo al servicio de aquellos fueros.

El motor del cambio

El Rey, que había sido el "motor del cambio", y además el fundador de las condiciones indispensables para cimentar la convivencia pacífica entre los españoles -el conditor republicae-, pasó a ser también el defensor libertatis, y al hacerlo inauguró un curso totalmente nuevo para este río que constituye la vida de la nación española. Esto posee una dimensión que está muy por encima del suceso en sí. Significa que, por primera vez en nuestra historia, el Rey ha sido fiel a la gran idea justificadora de la Monarquía, prefiriendo enfrentarse -y aun defraudar- a los que habían sido los tradicionales poderes de sustentación o apoyo para la Corona. Es decir, en una ciaboga histórica, decidió cambiar la prioridad de sus apoyos, situándose junto a las masas de la democracia a cambio de desrepublicanizarlas quizá para siempre.

Eso es lo que había propugnado don Juan de Borbón desde Estoril y lo que le mantuvo proscrito durante cuarenta años. Ya sería hora de que aquella lucha tenaz, apasionada, inclaudicante, del conde de Barcelona, tuviese el reconocimiento público que aún no ha tenido, ni por vía oficial ni por vía popular. Bien pudiera ello concretarse esta primavera próxima, en que don Juan vendrá a Madrid para instalarse ya definitivamente y empadronarse como vecino, en la que el artículo 5º de la Constitución llama "capital del Estado", y que un poeta llamó con más acierto el "rompeolas de todas las Españas".

Con el regreso definitivo de don Juan se produce una de las paradojas de esta España nuestra: llega cuando Madrid está regida por un alcalde socialista, Enrique Tierno. Se tuvo que: marchar porque llegaba a la alcaldía otro socialista, Pedro Rico.

En medio están los acontecimientos más grandes de este siglo. Entre ellos, la implantación de una Monarquía que, al acoger a las dos Españas en pugna, desfibró la violencia de la tremenda dicotomía ideológica que tantas veces ha hecho cruenta y trágíca nuestra historia.

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