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Claridad del Estado, oscuridad de la nación

La palabra «nación» admite, como es sabido, varias acepciones. Mezclar éstas entre sí, confundiendo lo étnico con lo ideológico, la nación biológica con la nación política y el Estado con la comunidad nacional, es un error fundamental que debe ser evitado, si se quiere comprender y explicar a España con un mínimo de rigor intelectual.Según parece, el medio gubernamental se apresta ahora a terciar en este asunto, prohibiendo o imponiendo, según los casos, determinadas palabras, lo que viene a ser como un querer ponerle puertas al campo o cerrojos a los vocablos.

Ortega y Gasset, en distintos tonos y en diferentes pasajes de sus obras, hizo notar muchas veces la gran dificultad que existe para fijar el concepto de nación.

«¿Quién, hablando en serio y rigurosamente, cree saber lo que es nación?», escribía en la introducción de un libro de Victoriano García Martí.

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Y en De Europa meditatio quaedam: «Qué sea una nación no es cosa que pueda decretarse en pocas palabras».

Sabia indicación de la que nuestros políticos debieran quizá tomar buena nota.

Creer que impidiendo el empleo de un vocablo vaya a desaparecer el hecho que éste represente es una tontería que ni siquiera la clase gubernamental española, tan segura de sí misma, se puede permitir en este momento,

Prueba de ello es que, nada más conocerse el propósito aludido, han empezado a sonar voces políticas reivindicando, con buenas razones, el derecho a usar las expresiones «nación catalana», «nación vasca» y puede que alguna nación más.

La principal dificultad de esta cuestión radica en la enorme complejidad que el hecho nacional de un pueblo encierra en sí mismo.

Sea cual sea la forma política que una nación revista: Estado soberano, Estado federado con otros Estados, región autónoma dentro de un Estado, protectorado, estatuto de colonia -o cualquier otra que pueda inventarse por debajo o dentro de esa forma latirá siempre el verdadero vivir nacional.

Lo oscuro, lo difícil de captar, no es la forma política, la cual no es más que una construcción ideológica, sino el ser y el existir mismo de la nación.

Algunos pretenden definir lo etnológico en función de lo político. Por tanto, para ellos, una nación no es otra cosa que la población humana, el conjunto de los ciudadanos de un Estado. De esta manera todo parece claro. Pero para contemplar la auténtica nación se hace necesario practicar una epojé, es decir, poner entre paréntesis la forma política, y es así como aparece la profunda complejidad del hecho nacional.

Estamos siempre en lo mismo: claridad de la forma, oscuridad de la materia.

Claridad del Estado, oscuridad de la nación.

Pero, aparte de esto, está la cuestión del lenguaje.

«En cuanto hay palabras, hay batallas de palabras, verbalismo, confusión. Ninguna palabra es sincera ni está intacta. Pero esto no debe ser un motivo que nos impida hablar ni nombrar a las cosas», escribía Emanuel Mounier.

Ahora bien, toda lengua es el producto de gentes y generaciones anteriores que incrustaron en ella sus propias creencias e ideologías. De esta suerte, las que a menudo parecen simples batallas semánticas, son en el fondo batallas ideológicas encubiertas.

Todo el mundo sabe, por ejemplo, lo que ocurrió en el siglo XVIII con la palabra «nación», la cual fue entonces vaciada de su contenido tradicional para hacerla significar algo completamente distinto, e incluso opuesto, a la vieja nación etnológica: la nación del contrato social y del plebiscito cuotidiano.

Hasta la Revolución Francesa, poco más o menos, se entendía la palabra nación en su sentido etimológico -de «gen», por «gnasci», a «nasci»-, que era como un medio generador, procreador o «nacedor» del hombre. Porque el hombre, en realidad, no nace, sino que «es nacido». Nacido no sólo por sus padres, sino también por un medio familiar, social, cultural, lingüístico, etcétera, que es precisamente lo que llamamos la nación etnológica.

Claro está que cuando hablamos de un concepto etnológico de la nación no confundimos lo étnico con lo racial. La raza no es considerada actualmente como un factor esencial, sino simplemente como uno de los posibles ingredientes de la nación etnológica, y nunca el más importante.

Por otra parte, las naciones etnológicas no están casi nunca desprovistas de formas políticas, por elementales que sean, que permitan reconocerlas más fácilmente. Desgraciadamente, el lenguaje ha sido «copado» por las concepciones estatalistas y hoy nos faltan palabras adecuadas para hablar de esas realidades tan importantes en la vida de los hombres y de los pueblos que son lo que Robert Lafont llama las «naciones primarias».

Este sociólogo francés occitano, profesor de la Universidad de Montpelier, introdujo, en efecto, una distinción muy útil entre «nación primaria» y «nación secundaria».

Las naciones primarias son previas al Estado Y casi siempre siguen existiendo dentro de éste e, incluso, a veces, frente a éste. La nación secundaria, por el contrario, es la que crea o va creando el Estado mediante su acción fijadora y unificadora en todos los dominios.

Un simple ejemplo: en la época de la Convención, el 80% de los franceses desconocía la lengua francesa. La unificación lingüística, dato esencial para la existencia de una nación secundaria, la realizará el Estado jacobino a lo largo de muchos años por medio de la escuela, que es uno de los principales pilares de la nueva nación francesa.

Durante mucho tiempo, lo mismo en Francia que en España, la estrategia del Estado ha consistido en debilitar o destruir las naciones primarias consideradas como el principal obstáculo para el desarrollo de la nación secundaria.

Hoy en día, en cambio, se tiende a reconocer la necesidad de que las naciones primarias adquieren formas políticas propias. Dentro de una sociedad política moderna, nación secundaria y naciones primarias deben convivir en perfecto equilibrio.

Robert Lafont es precisamente uno de los pensadores que más han contribuido a una clarificación de las ideas en este orden de cosas, con su obra Sur la France (Gallimard), muy leída y citada en Francia, pero poco conocida, según creo, en España.

Lafont pone también rigor en la moderna noción de nacionalidad, que en modo alguno debe confundirse con la de nación primaria, y que es por completo necesaria para abordar esta clase de problemas políticos.

Sería interesante que alguien que tuviese la necesaria preparación para ello nos diese un libro homólogo al de Lafont: un Sobre España. Un libro en que se hiciera el trabajo de profundización necesario para que se pudiera hablar con claridad y sin recelos lingüísticos de todas estas cosas «nacionales».

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