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Nostalgia de España

De un tiempo acá -sin exactas coincidencias con determinadas mutaciones socio-políticas- proliferan en escritos, conferencias y declaraciones, ciertos planteamientos que van a desembocar en la puesta en tela de juicio de la misma realidad de España. Negar su existencia como nación es un argumento esgrimido, desde hace años, por quienes -con razón o sin ella- viven envueltos en las místicas y estrategias de cualquier especie de particularismo. Hay que tener un cuidado extremo con el uso yel abuso de estas negaciones, porque sin demasiadas esperas concluyen por revolverse contra los que las agitan, ya que la continuidad de casi todas las naciones -mucho más si son jóvenes e inexpertas- se halla determinada por el equilibrio entre sus ilusiones expansivas y la interna corrosión provocada por las tensiones fragmentadoras.Nadie ignora -por muy lego que ande en conocimientos del pasado- el papel aglutinador ejercido por la Monarquía en el proceso de identificación de España y del gradual, y nosiempre equilibrado, avance hacia su conciencia de nación, dentro de los marcos de la sensibilidad europea. Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Italia, etcétera, son realizaciones -¡algunas bien recientes!- de sus respectivas monarquías, poseedoras en cada caso de una clara voluntad de diferenciación y cometido nacionales. ¡Qué después de las construcciones monárquicas fuera el jacobinismo -tal el ardoroso ejemplo de Francia- quien se convirtiese en el denodado espoleador de las efusiones patrióticas, eso es harina de otro costal!

La extraordinaria y originalísima creación de la Monarquía española -con tanta clarividencia estudiada por Luis Diez del Corral en las geniales simbolizaciones llevadas al lienzo por Velázquez- no se redujo, cual ahora pretenden algunos, a una ambiciosa superestructura universalizadora, montada poco menos que al socaire de unos fortuitos acontecimientos, sin apoyaturas ni poderes efectivos.

El sueño del Estado universal -que tan distintas formas, incluso en nuestros días, ha ido adoptando en el transcurrir de los siglos- encarnó con la Monarquía española no sólo la ilusión de resucitar ancestrales aventuras. Un tema que exige algo más que rápidas enunciaciones. Lo cierto es que la superestructura de la Monarquía española estuvo dotada, especialmente en sus momentos iniciales y de puesta a punto, de una auténtica imaginación y dinámica creadoras. Fijémonos, a manera de ejemplo y por encima de inevitables errores y reveses, lo que significaron hechos de la dimensión de la gran estrategia europea y del proceso de integración política y cultural del recién descubierto continente americano.

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El sentido de lo español, con su natural desarrollo de vínculos e intereses, fue consolidándose al amparo de las esperanzadas empresas de la Corona. El español peninsular de los siglos XVI y XVII va sintiéndose, día a día, integrante de un más determinado cuerpo nacional. Si el Rey sigue ostentando diversidad de títulos de dominio, presentes y pretéritos, sobre tierras y señoríos, sus súbditos de España se mueven ya dentro de las redes sentimentales que configuran una conciencia de nación.

España, lo español, el español, son conceptos que se abren camino mundo adelante. Europa entera -aliada o adversaria- sabe a qué atenerse cuando se los menciona, cuando se combate en su contra o cuando se pelea bajo las banderas de sus reyes. Con deformaciones de visión -¡dejó de haberlas alguna vez!-, ya nadie duda tras las reestructuraciones políticas acaecidas al inaugurarse la que llamamos Edad Moderna, de que existe una realidad española, con sus correspondientes atributos de identificación histórica y de ejercicios de poder.

La caracterización de lo español, incluso con evidentes trazos peyorativos, es materia para escritores, tratadistas y hasta fabricantes de coplas de feria y mesón. Resulta imposible, por más turbia obstinación que se ponga en el empeño, ignorar la presencia de España y de los españoles en elgran despliegue del mundo a partir de las horas de plenitud espiritual europea del Renacimiento.

España es una de las más significativas y, por tanto, acosadas creaciones de la Europa dominadora y expansiva. A la vez que víctima sacrificada desde las primeras luchas por el poder y la hegemonía sobre el mundo conocido. Muy pronto -a partir de las grandes guerras de las potencias, occidentales en el siglo XVII- se comienza a hablar de la decadencia española. Se alude a ese declinar con el regusto, entre satisfecho y victorioso, de quien ha participado en el arriesgado derribo de un gigante. El arbol español da para mucha leña, y unos y otros no cesan de golpear con sus hachas.

Se principia a mirar a los españoles como seres excesivos, pasionales y quiméricos. No cuesta demasiado admitir, en vista de ello, que el enloquecido Don Quijote y el desafiante Don Juan sean claras mitificaciones de la naturaleza y la exaltación de los hispanos. El español, reconozcámoslo, gusta poco mundo adelante. Con justicia o sin ella es acusado de pintoresco o de sombrío. Levenda negra o mundo de pandereta y esperpento le acompañan a lo largo de su caminar histórico, sin que nosotros mismos podamos excluirnos de haber contribuido a esta distorsión secular y degradante.

Buenos o malos, nobles o pícaros, engreídos o espléndidos, entre gratitudes e invectivas, hemos hecho -y seguimos haciendo- nuestra difícil marcha. España y lo español vienen siendo entidades de bien reconocida y díferenciada presencia. El estilo de vida que representan constituye una de las más peculiares aportaciones al complejo entramado de lo que conocemos por civilización occidental. ¿Imaginan lo que significaría para la conciencia y la trayectoria europeas la súbita desaparición de España de sus mapas y su historia? La empresa europea resultaría tan incomprensible y mutilada cual si, de repente, se decretase la evaporacíón de Francia o Alemania en la construcción -para bien y para mal- del mundo en que vivimos.

Sin embargo -y como señalé al principio-, existen y hormiguean por ahí ciertas gentes empeñadas en predicarnos que la realidad de España no ha representado más que el mantenimiento de una atávica ficción, de un descomunal engaño histórico y político. Los misioneros de este curioso invento, que a la postre no va a traer sino perjuicios para todos, no celan en su ofensiva, iluminada por un clamante catastrofismo medioeval. Acaso piensan, al reiterar pintorescarnente sus tesis, que un loco hace ciento y, que para convertir en verosimil un incierto episodio basta con repetir infatigablemente la equivoca versión.

Claro que España no fue nunca ese monolítico artilugio que en ocasiones se nos ha querido ofrecer. El mosaico español obedeció a una curiosa dinámica de la diversidad nacional, donde los elementos más diferentes han convivido. coordinándose en unas complejas e imaginativas combinaciones de voluntariosa y comlicada empresa común.

Pero que España haya vivido en un continuo rehacerse -lo que, además, ocurre en casi todas partes-, en un esfuerzo natural de busca de las propias identidades, es un hecho que no autoriza a la simplista proclamación de su inexistencia. Nos encontramos ante un juego de máxima peligrosidad. Y no sólo por los riesgos de una procelosa y devastadora disolución, que por ahí anda mostrando sus hirsutas orejas. No se trata de eso, exclusivamente. La impunidad no acostumbra ser Compañía del despedazamiento, de la dislocación de las naciones.

Un fino olfato puede ya advertir algo parecido al olor de la nostalgia. De la nostalgia de España, concretamente. Una nostalgia que nada -o muy poco- tiene que ver con las tradicionales invocaciones del reaccionarismo nacionalista, que por ahora elevan sus proclamas por las esquinas peninsulares. La añoranza que se está incubando es de otro signo y esencia. No se olvide -como antes señalaba- que el jacobinismo ha servido, en tremendas encrucijadas históricas, de detonador de abrasadores fuegos patrióticos. El aviso está en el aire. Los sentimientos de nostalgia -muy inconcretos por lo general- suelen florecer en los momentos de desbarajuste, confusión e impotencia. No es imposible que esos voceros de la inexistencia de España estén siendo, en virtud de las subterráneas -estaciones de los precipitados sociales, los inconscientes porteadores de una inesperada nostalgia española.

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