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Lorca y la conciencia nacional española

El pasado sábado, día 7, nos reuníamos en Fuente Vaqueros, bajo los mismos cielos que Federico García Lorca contemplara de niño, unos cuantos miles de españoles (¿diez, quince mil?), la inmensa mayoría de ellos andaluces y campesinos, pero también castellanos, vascos, gallegos... y aun extranjeros. Nuestro propósito era reivindicar la memoria del poeta asesinado y, reparar... lo que aún puede y debe repararse, cuanto antes.¿Reparar? Algo hay en el caso de Lorca que es irreparable, absolutamente irreparable (aparte, claro está, de la desaparición física de una persona que llevaba ese nombre ilustre). Hablo de «reparar» en el plano de las consecuencias y de las significaciones universales. Hay, en efecto, el Lorca que todos conocemos: el poeta y el dramaturgo que ha alcanzado una inmensa gloria que su patria entera comparte. Pues bien, sin querer rebajar el alto nivel de su obra (aunque esperando, sí, el juicio crítico sereno que ponga las cosas en su sitio; por ejemplo, una buena parte de su teatro que ha sido manifiestamente supervalorada, y que resulta estética y culturalmente limitada), no creo muy arriesgado afirmar que esa obra, aun siendo a menudo admirable y aun prodigiosa, hubiera quedado superada por lo que el poeta estaba a punto de comenzar a darnos cuando lo fusilaron.

Hay artistas, hay escritores que, aunque murieron jóvenes, tuvieron tiempo para dar la medida plena de sí mismos; si hubieran vivido veinte o treinta años más nos habrían dejado otras cuantas obras maestras, pero probablemente ninguna de mayor altura que las que ya habían creado. Su genio se había desenvuelto cabalmente. Es el caso de un Mozart, de un Rafael Sanzio, de un Arthur Rimbaud, muertos más o menos a la edad de Federico (Rimbaud, en realidad, dejó de escribir a los veinte años, para sobrevivir penosamente otros veinte años más). Mozart no hubiera ido seguramente mucho más allá del Requiem y del prodigioso Cuarteto opus 590, ni Rafael de las Estancias del Vaticano, ni Rimbaud de las Iluminaciones.

El caso de Federico es totalmente distinto. Justo cuando lo mataron empezaba su genio a dar la plena medida de sí mismo. Releyendo ahora su admirable Poeta en Nueva York, sus soberbios últimos poemas desde El diván del Tamarit, escudriñando ese muñón de drama explosivo que es El público, nos asalta la sospecha de lo que Lorca llevaba en sí mismo de fuerza e imaginación creadoras en el terrible verano de 1936 y que se hubiera transformado en poemas de inimaginable belleza y profundidad; en dramas de trágico o épico soplo en que el hombre del siglo XX hubiera encontrado un refulgente espejo para sus miserias y para sus grandezas.

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Ese Lorca, el Lorca nonato, el que sólo podemos sospechar e imaginar aproximadamente, quedó para siempre tendido en la nada bajo las balas asesinas del barranco de Víznar, esas balas que iban a abrir un gran agujero negro en la literatura española, en, la literatura universal. He ahí lo irreparable, lo definitivo y sin enmienda posible. Ningún acto, reunión ni homenaje de desagravio podrá devolvernos lo que se perdió para siempre, dejándonos no se sabe cuán empobrecidos.

En cambio, lo que, creo yo, queríamos reparar quienes nos reunimos en Fuente Vaqueros es algo que atañe exclusivamente a la vida de los españoles de hoy, a nuestra existencia colectiva como nación. Porque el caso de Federico García Lorca, de su trágica e inexpiable muerte, ha sido y sigue siendo un desgarrón, una herida muy profunda y muy dolorosa, todavía sin cerrar, en la conciencia nacional española. Durante largos años, desde la muerte del poeta, desde la hecatombe colectiva de la guerra y de la posguerra, se hizo el desierto en esa conciencia. El alma del país, desgarrada, calcinada, desertizada, callaba en un silencio de desamparo y muerte. El autócrata desertizador y sus ejecutantes aplicaban a rajatabla una estrategia, diríamos, de «alma quemada», para que no volviera a crecer la hierba en los predios espirituales de España. Inmenso, largo, devastador desierto cuyas consecuencias estamos pagando todavía. La conciencia nacional española aún no se ha recuperado de esos largos años de desolación, de las mutilaciones y las heridas sufridas.

Una de esas heridas sin cerrar en nuestra conciencia de españoles es el asesinato de Lorca. ¡Todavía hoy, casi medio siglo después! Y, sin embargo, no se trata de ninguna fatalidad, de nada irreparable. Y porque lo sabíamos, y queríamos iniciar la reparación necesaria y bienhechora, nos reunimos esos cuantos miles de españoles en Fuente Vaqueros, un hermoso día de junio bajo los espléndidos cielos del poeta. La herida ha comenzado a cerrarse. Sólo comenzado. Los reunidos representábamos una parte de la conciencia nacional; no la representábamos toda. Y es menester que un día, lo antes posible, la nación toda se disponga a cancelar esa herida. Porque es el país entero el que debe reivindicar como propio lo que a él entero pertenece. Sí, no debemos dudar en proclamarlo: Federico pertenece a todos los españoles, incluidos aquellos que todavía hoy, inexplicablemente, irracionalmente, dificilísimamente, le siguen odiando (¿puede haber algo más difícil que odiar a un ser tan luminoso como el poeta granadino?).

Hoy tenemos en España una Constitución democrática, unas libertades democráticas -no todas, ni todas en su plenitud-, muchas leyes necesarias para la democracia. Nos falta aún, -y ése es el inmenso vacío que nos amenaza y del que, por desgracia, suele desentenderse nuestra llamada «clase política», no sólo, ¡ay!, la que nos gobierna o malgobierna- una conciencia nacional democrática que las vivifique. El homenaje de Fuente Vaqueros quería ayudar a construir -o reconstruir- esa conciencia. Creo que no debería ser ya pedir la luna que un día no lejano quienes representen en los más altos niveles políticos la conciencia nacional española tomen la iniciativa de elevar en el fatídico barranco de Víznar un sencillo monumento donde sencillamente se diga: «A Federico García Lorca, símbolo de todas las víctimas inocentes de la guerra civil, con amor y gratitud, la nación reconciliada».

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