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Una sobredosis de economistas

En estos tiempos de apostasía, los altos sacerdotes de la economía se enfrentan a un desafío amargo. Como adivinos han fracasado lamentablemente, mostrándose tan falibles como oráculos griegos o como lectores de las entrañas de ovejas. Como médicos, sus curas se han probado peores que la enfermedad.Durante el largo período de inocencia sostenida de los 1950 y 1960, nos solazábamos en la convicción feliz de que la economía era una ciencia desarrollada. El profeta venerado, John Maynard Keynes, había enseñado que podíamos, mediante una cuidadosa gerencia de demanda, volver los ciclos económicos tan planos como una autopista en el desierto; así que, manteniendo la fe, podríamos anticipar un largo futuro de crecimiento económico progresivo. Los economistas estuvieron, según nos aseguraron, a punto de dominar las enfermedades económicas del hombre, al igual que los doctores médicos estaban dominando las enfermedades físicas. Dábamos por sentado, en otras palabras, que la economía había alcanzado un nivel de progreso más o menos equivalente a la edad de las sulfamidas en la medicina.

No es sorprendente, pues, que nos horrorizáramos cuando descubrimos que el estado de la ciencia económica más bien está a la altura del descubrimiento del doctor Harvey de la circulación de la sangre. Ciertamente, esa perspicacia perturbadora no ha frenado la producción de nuevos economistas; los candidatos doctorales están llenando miles de folios con fórmulas opacas y están maquinando tablas esmeradas que se parecen notablemente a un dibujo esquemático de un frenólogo del cráneo humano. Pero los médicos-economistas honrados ya no están intentando esconder su incertidumbre; francamente muchos echan mano de sanguijuelas y cataplasmas.

De momento los médicos han recetado una sangría prolongada con la esperanza de curar la economía estadounidense de la alta fiebre de la inflación, pero, como es tradicional con los médicos, están en estridente desacuerdo entre ellos. En algunas partes hay una gran moda por el doctor Milton Friedman, que está muy ocupado recetando no solamente para Ronald Reagan, sino también para Margaret Thatcher. Estoy agradecido a Friedinan, porque fue él quien en el otoño de 1974 me aseguró que no tenía necesidad de preocuparme de los altos precios petrolíferos, puesto que la inflación los reabsorbería y la OPEP se desmoronaría muy pronto.

Consistentemente brotan nuevos curanderos, tales como el joven doctor Laffer, que afirma que podría curar indoloramente todos nuestros males recortando los impuestos un remedio calurosamente coreado por un número cualquiera de practicantes legos. Pero algunos, como el venerable doctor Hayek, tenazmente se adhieren a la fe verdadera de Adam Smith, negándose, como el sacerdote medieval legendario, a cambiar su mumpsimus por el sumpsimus novelero. Finalmente, un núcleo fervoroso de verdaderos creyentes todavía recurre a la charlatanería consagrada por el paso de tiempo de Carlos Marx.

El desacuerdo persiste incluso sobre los temas más fundamentales; así, los constructores de modelos económicos rivalizan con sus colegas más clásicos, al igual que la antigua Escuela de Cnidos, que se concentraba en los síntomas del paciente, fue refutada por la Escuela de Hipócrates, que estudiaba las causas y mantenía que la enfermedad era resultado de un desequilibrio de la sangre, bilis amarillo y bilis negro.

Para un antiguo como yo mismo, que estuvo en Washington en la primera parte del New Deal, todo esto se asemeja a la orgía de teorizar y a las prácticas de experimentación sobre la economía estadounidense efectuadas por la cuadra cambiante de «PhDs» (los doctorados) del presidente Roosevelt. Nadie supo qué sanalotodo, si es que habla alguno, funcionaría, pero esto no nos desanimaba al intentarlo. Hoy día, el pueblo norteamericano está haciendo el mismo papel de cobayo que hizo en los 1930.

Aunque no tengo ninguna marca especial de aceite de serpiente para ofrecer, tengo fe en que la economía. estadounidense está lo suficientemente robusta para sobrevivir. Sin embargo, no se me borra de la mente el infante Luis XV, que, después de contraer la viruela, fue salvado de la muerte únicamente porque su niñera le había escondido de los tratamientos de los médicos, cuyas atenciones vigorosas mataron tanto a su hermano como a su padre. Para los norteamericanos no hay ningún sitio donde esconderse y, al igual que con los médicos medievales, ni siquiera se les puede poner un pleito a los economistas por daños y perjuicios.

No es sorprendente que el ciudadano paciente esté preocupado, desconcertado y frustrado por el consejo diferente y los resultados diferentes de los economistas, que están igualmente preocupados, desconcertados y frustrados. Todavía faltan décadas y décadas para los antibióticos económicos.

La humildad, sin embargo, es el primer requisito para la comprensión, y es confortador descubrir a algunos economistas que, por lo menos en privado, confiesan que ya no tienen plena confianza en su propia omnisciencia. Es una buena señal y el principio de la sabiduría. Harían bien si recordasen el comentario famoso de aquel doctor médico distinguido, Oliver Wendell Holmes, padre: «Si la totalidad de la materia médica, tal como se utiliza ahora, pudiera hundirse en el fondo del mar, sería lo mejor que podría ocurrir a la Humanidad, y lo peor para los peces». Desgraciadamente, la receta de Holmes nunca podría aplicarse, a nuestros libros de texto de economía: violarían la ley de Aguas Limpias.

George W. Ball ha sido subsecretario de Estado en Estados Unidos.

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