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Premios Nobel: finanzas y espíritu

Se ha señalado siempre la contradicción albergada por los Premios Alfred Nobel, entre la personalidad de su creador -un químico enriquecido con la fabricación de nitroglicerina y la invención de la dinamita, que posibilitó guerras más destructivas- y el objetivo de los mismos premios, según el testamento del inventor: recompensar a quienes «hayan proporcionado a la Humanidad los mayores beneficios». Menos se cita, en cambio, las contradicciones de la Fundación Nobel, administradora del fondo que paga los premios, y la forma implacablemente enmarcada en el mundo de las finanzas internacionales con que los fideicomisarios ganan y reinvierten dividendos.Constituye una reflexión algo melancólica sobre la conducta humana (sugieren algunos idealistas) que el premio destinado a quienes procuran el avance de la paz, el arte y la investigación científica que mejore la vida siga basándose -después de originar-. se en el arrepentimiento de un mercader de la guerra- en inversiones seleccionadas con la más acendrada técnica de ese capitalismo cuya escala de valores es denunciada, a veces, en lá obra de los propios premiados.

Una familia resonante.

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El primer antepasado notable en la familia de Alfred fue Petrus Olavi Nobelius (el apellido se acortaría en el siglo XVII), un hijo de campesinos suecos que logró estudiar música en la Universidad de Uppsala, casó con la hija de su profesor, el humanista Olof Rudbeck, y terminó como un magistrado melómano y respetable en la provincia de Uppland. Los Nobel del siglo XIX fueron gente menos pacífica y aficionada a ruidos más contundentes que los musicales. Immanuel -padre de Alfred, constructor y arquitecto autodidacta abrió un taller de mecánica en San Petersburgo y fabricó para el zar, durante la guerra de Crimea, barcos a vapor y minas submarinas. Este tráfico lo enriqueció convenientemente, pero la paz le fue funesta y debió dar quiebra en 1859. Sus hijos, sin embargo, lograron restablecer la temible tradición familiar, y los dos mayores regresaron a Rusia para transformarse en hombres de negocios parecidamente sombríos: Robert desarrolló, dentro de los planes del Estado Mayor zarista a aplicar en la futura guerra contra el Japón, los campos petrolíferos de Bakú, y Ludvig fundó una considerable fábrica de armamentos. Alfred, el pequeño, era un joven retraído y de vasta timidez, pero también un químico brillante que admiraba la vocación paterna por las explosiones. Cuando Inimanuel reincidió con otro taller en Suecia, Alfred perfeccionó allí la nitroglicerina (descubierta por un oscuro italiano) hasta lograr su producción en escala industrial; creó el detonador de mercurio y, en 1867, obtuvo la dinamita. Con admirable obsesión, inventaría, más tarde, la gelatina explosiva -antecesora de la goma-2-, la balistita o pólvora sin humo y numerosos procedimientos para mejorar los mecanismos de la artillería.

Alfred Nobel fue, además, un solterón solitario y de alma torturada, probablemente con tendencias homosexuales, que adoraba sólo a la imperiosa sueca de su madre y descreía del género humano restante. Sus contemporáneos han asegurado que, aunque dueño de una de las mayores fortunas del siglo, era imposible sacarle dinero para obras benéficas y, especialmente, para estatuas o monumentos conmemorativos. Su albacea y amigo Ragnar SohIman ha añadido que, como patrón, sus obreros le odiaban bastante.

Ya en la tercera edad, la misantropía de Nobel cumplió el viraje freudiano de interesarse por la paz mundial, si bien a través de una consecuente premisa: vender armamentos era la mejor garantía contra la guerra. En ese sentido fue indudable precursor del concepto de disuasión utilizado hoy por las grandes potencias; en una carta a la pacifista alemana Berta von Suttner, afirmaba: « Mis fábricas pondrán fin a la guerra más pronto que sus congresos. El día en que dos ejércitos puedan aniquilarse mutuamente en un segundo, todas las naciones civilizadas, es de esperar, retrocederán ante la guerra y licenciarán sus tropas».

Las circunstancias y efectos del famoso testamento han sido relatados muchas veces. Nobel lo firmó en noviembre de 1895 y murió solo, entre dos sirvientes, el 10 de diciembre de 1896. En unas trescientas palabras manuscritas, con el fabricante de municiones Thorsten Nordenfeld como testigo, ordenó que el total disponible de su herencia (31 millones de coronas, que eran 8,6 millones de dólares de entonces y alrededor de cuarenta de hoy) pasara a formar un fondo cuyos intereses deberían «ser anualmente distribuidos, en forma de premios, a aquellos que durante el año precedente hayan proporcionado a la Hurnanidad los mayores beneficios».

Los sobrinos del capital

Los premios nacieron rodeados de circunstancias tormentosas y antes de cobrar su majestuoso prestigio e ingresar al mundo del espíritu tuvieron que ver con estrados de Justicia, ambiciones sórdidas y procedimientos ilícitos. Las disposiciones que instituyeron los premios eran vagas y estaban redactadas con insuficiencia, pero, sobre todo, contenían el error de desheredar a los sobrinos de Nobel Hjalmar, Ludvig, Emanuel y el conde Carls Gustaf Ridderstolpe, cuñado de éstos), todos ellos personas más bien ávidas, y de creer que compartirían el proyecto filantrópico. Los sobrinos -herederos según un testamente anterior- impugnaron (infructuosamente, ya que debían querellarse contra la Corona sueca) el de 1895, basándose en ciertas tropelías de los albaceas Sohlman y Rudolf Lillejqvist. Para eludir los impuestos franceses, estos leales caballeros habían falsificado la declaración de residencia de Nobel (fijándola en Suecia, cuando el hombre había vivido durante los últimos diecisiete años en París) y habían trasladado el juicio sucesorio primero a Suecia y, luego, de Estocolmo a un juzgado provincial de KarIskoga, más fácilmente manejable; por último, se habían llevado de Francia, como equipaje de mano y con la complicidad del cónsul sueco Gustaf Nordling, todas las acciones y valores de la Societé Générale pour la Fabrication de la Dynamite y de la Societé Centrale de Dynamite, sujetas al fisco francés. «Los papeles», confesaría después el fiel Sohlman, «fueron sacados del cofre bancario por Nordling y yo ( ... ), y después de guardarlos en una maleta llamamos a un carruaje de alquiler para ir al Consulado. Tomé asiento en el coche con un revólver cargado en la mano ( ... ). La transferencia hasta la Gare du Nord fue cumplida en el mismo estilo.» Es seguro que la santa madre Teresa de Calcuta, al recibir hace unos días el Premio Nobel de la Paz para sus pobrecitos, no sospechaba estos antecedentes.

Banqueros contra caballeros

El monto del Premio Nobel (reciben sumas idénticas los laureados en Química, Física, Medicina, Literatura y Paz*) puede servir casi como índice de la inflación sueca. La primera vez, en 1901, fue de 150.000 coronas, pero en 1974 había llegado a 550.000. En 1975, cuando en Suecia empezó el período de las vacas flacas, subió a 630.000 y, desde entonces, no ha dejado de crecer en valor nominal: 681.000 coronas en 1976, 700.000 en 1977, 725.000 en 1978 y 800.000 en 1979. El Premio Nobel es, de ese modo, una de las pocas retribuciones en metálico que, dentro de la economía mundial moderna, mantienen relativamente estable su valor real. Ese notable resultado se debe al grupo de austeros y casi desconocidos señores que manejan la Fundación Nobel: los fideicomisarios y los miembros del consejo de administración. Aquéllos nombran a éstos (cinco, más tres suplentes), pero, en realidad, éstos -y, sobre todo, su director ejecutivo- orientan y asesoran a aquéllos en materia económica.

Los Premios Nobel tienen así dos historias paralelas: la pública, de elección de los laureados, casi siempre polémica, que divide mundialmeáte la opinión de críticos, sabios, escritores y políticos; la secreta, de inversión de los millones del fondo, donde se ponen de acuerdo los capitanes de industria, los corredores de Bolsa y los financistas.

Hasta la década de 1950 ocupaban preferentemente el Consejo de Administración los llamados en Suecia Rikets Herrar, o Caballeros del Reino: ex primeros ministros, ex ministros, académicos de nota, altos funcionarios. Después han ido siendo sustituídos por gente más útil. «La política de inversión desde principios de los años cincuenta», reconoce Nils K. Stahle, presidente de la Fundación hasta 1972, «conduce, naturalmente, a que la elección (del director ejecutivo del Consejo) deba efectuarse entre personas con experiencia en economía y, a la par, con facilidad para buenos contactos y conocimiento de las relaciones internacionales. » Esa definición también conduce naturalmente a un banquero, Jacob Wallenberg, dueño del grupo bancario sueco más poderoso; fue nombrado en 1951 director ejecutivo de la Fundación Nobel y, desde entonces, cada vez hay menos Caballeros del Reino en el consejo de administración. Las respetables Instituciones Otorgantes (Prisgrupperna), que son, en Suecia, la Academia de Letras la Real Academia de Ciencias y el Instituto Carolino, y en Noruega, el Parlamento, han cedido paulatina y delicadamente a los banqueros esas tareas. Las instituciones Otorgantes habían sido consideradas de hecho herederas de Nobel (como parte del arreglo con los sobrinos, y también como estratagema jurídica para rehuir al fisco de otros países donde estaban radicadas partes de la herencia) y la Fundación fue un arreglo reglamentario a posteriori, pero, por un fenómeno burocrático muy común, los técnicos se apoderaron del timón. « La propiedad de todos los capitales Nobel y el derecho a administrarlos, ya no son discutidos por las Instituciones Otorgantes» -escribió Stahlen en 1976-Se ha eliminado así una innecesaria causa de rozamientos.»

Las buenas acciones

Alfred Nobel era famoso por su habilidad como hombre de negocios, pero razonaba cón mentalidad finisecular. Todo lo que se le ocurrió, en cuanto a previsiones financieras para sus premios, fue la cláusula de que el fondo debía formarse «con valores seguros» (safe securities); en esa época, principalmente, bonos de deuda pública y colocaciones de dinero a interés. Los albaceas y fideicomisarios no sólo irían más lejos, sino que lograrían invertir la paradoja Nobel: Alfred había transformado los millones extraídos al sistema capitalista en una recompensa a los más altos valores humanos; la Fundación, sin descuidar el cumplimiento inobjetable de los premios, ha transformado el dinero destinado a los valores humanos en una fuente de inversiones muy beneficiosa para el sistema capitalista, al menos en Suecia.

La Fundación había advertido, ya en la primera posguerra, la creciente inestabilidad de las safe securities, y se propuso seguir con más dedicación las tendencias modernas de la economía. En principio persistió durante casi dos décadas para lograr del Gobierno sueco mayor libertad de inversión (el Reglamento Real de 1901 se atenía estrictamente a las safe securities y a la cláusula-oro en el pago de dividendos de los bonos), hasta que en 1939 obtuvo permiso para operar en bienes inmuebles y, en 1943, para especular con acciones, aunque exclusivamente suecas.

La llegada de Wallenberg al Consejo proporcionó todas las ventajas de un grupo de presión y, por decisiones gubernativas de 1953, 1958 y 1973, la Fundación Nobel tuvo, finalmente, libertad total para invertir en los mercados nacional y extranjero de acciones. (En proporción razonable, empero, ya que Jacob Wallenberg era un patriota: 60% para acciones suecas y 25% para acciones extranjeras.) Las nuevas formas de inversión no previstas por Nobel, acciones e hipotecas inmobiliarias, pasaron en 1968 del 35 % al 63 % de la cartera de la Fundación y deben ser hoy un porcentaje mayor, aunque no hay información actualizada al alcance del público. Todos han quedado conformes: la Fundación porque puede aumentar regularmente los premios; el empresariado sueco porque ha conquistado para siempre una interesante forma de capitalización.

El consejo de administración es tán hermético para enterar sobre sus inversiones, como los Prisgrupperna con su votación de los premios. Apenas desliza algunos datos inofensivos; por ejemplo, que ya en 1976 el 92% de los fondos estaban invertidos en moneda sueca, o que la mayor parte de las acciones que posee la Fundación corresponden, según parece, a empresas del grupo Wallenberg, o que las inversiones Nobel corresponden en un 88,8% a Suecia, en un 7,8% a Noruega y en 1,9% a Dinamarca. Ese hermetismo da pábulo, a veces, a algunas interrogantes que circulan más o menos privadamente en medios suecos. ¿Mantiene todavía la Fundación la mayoría accionaría que Alfred Nobel poseía en las acerías Bofors-Gullspaeng, hoy fábrica Bofors de armamentos? ¿En qué proporción hay dinero de la Fundación Nobel invertido en las empresas suecas que operan en Africa del Sur o aprovechan la mano de obra barata en plantas textiles de Seúl y Portugal, o en los bancos suecos que prestan dinero a las satrapías latinoamericanas?

De eso se sabe poco. Pero, en Suecia, las gentes que conocen los círculos concéntricos del poder han mirado siempre con escepticismo hacia el testamento de Alfred Nobel. A veces, con la impugnación feroz de Hjalmar Branting, el jefe fundador del Partido Socialdemócrata, que se comía crudos a los ricos: «Un millonario que hace una donación puede ser personalmente digno de respeto, pero sería mejor librarse de los millonarios y de las donaciones.» Otras, con la leve ironía del maligno Augusto Strindberg: «Dinero de Nobel, dinero de la dinamita ... »

*El Premio de Economía, con igual recompensa en dinero, fue instituido, hace unos años, por el Banco de Suecia, y no constaba en el testamento de Nobel.

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