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Eugenio d'Ors

Con motivo del vigésimo quinto aniversario de su muerte, se recuerda a Eugenio d'Ors. En Barcelona, reivindicando el gran valor que en la historia de la cultura catalana -después de Verdaguer, después de Maragall- tuvo el noucentisme de Xenius; esto es, la lúcida y eficaz voluntad de situar a esa cultura en un nivel transromántico, transfolklórico y transnacionalista, en el que la figura de La ben plantada fuese símbolo, modelo y acicate. En Madrid, conmemorando algo de lo que Ors hizo y fue durante los años menesterosos que transcurrieron entre 1939 y 1954, cuando, tan patética como significativamente, dejó su casa de Castilla para morir sobre su tierra de Cataluña. Tras haberle evocado lúdicamente tantas veces, mediante el inagotable comodín de sus anécdotas, con qué melancólica gravedad viene a mi memoria la tarjeta que me envió desde Villafranca del Panadés, desde Vilafranca del Panedés, si así se quiere, en momentos en que su mano apenas era ya capaz de escribir palabras legibles. Dijo una vez Ortega que algunos, perdidos entre sus metáforas, no sabían -o no querían, añado yo- llegar hasta sus pensamientos. Sin menospreciar las anécdotas de Ors, parte tan importante en la vida de quien nunca olvidó lo que de espectáculo tiene la vida misma, ¿no es esta una buena ocasión para elevarse desde ellas -lo diré orsianamente- hacia sus categorías?A mi manera quiero, hacerlo yo. Para lo cual, echando mano de lo que en mi memoria vive, prescindiendo, por tanto, de toda lectura actualizadora, diseñaré y comentaré sumariamente algo de lo que Ors pensó acerca del arte, sobre la cultura y en torno al hombre.

El arte. Ors me enseñó, y ha enseñado a muchos, a entender la significación de Cezanne en la historia de la pintura, a percibir la distancia entre la estética de sus paisajes -ordenadora, racionalizadora, precubista; ¿cabría llamarla noucentista?- y la estética impresionista de los paisajes de Monet. Muchas más cosas nos enseñó a los españoles el saper vedere de la retina orsiana ante el mundo inmenso e inacabable del arte universal, no sólo de la pintura. Pero, acaso, pudiera formularse la quintaesencia de su enseñanza con el metódico establecimiento de una contraposición formal: la que existe entre «las formas que pesan», aquellas en que el objeto pintado, limitémonos al caso de la pintura, tiende a hacerse escultura, a la postre arquitectura (ejemplos cimeros, el Mantegna y Poussm), y «las formas que vuelan», aquellas en que el objeto pintado tiende a hacerse música (ejemplos sumos, el Greco y Monet). Menguada sería una intelección de las artes plásticas sólo atenida a esta tipificación de orden formal, porque la pintura, de nuevo quiero limitarme a ella, es también color y contenido, además de ser forma, y sin la cabal estimación de uno y otro jamás podría ser íntegramente entendida la transfigurante realidad de un cuadro. Desde luego. Pero el menos orsiano de los críticos y los historiadores del arte, ¿no es cierto que sentirá acrecentada y ensalzada su capacidad de comprensión incorporando a su mente esa nítida y orientadora contraposición que a todos nos ofreció la mente de Xenius?

La cultura. La tipificación bipolar de las formas artísticas fue para Ors -para el Ors que desde Mi salón de otoño pasa a Du Baroque- la expresión estética de otra tipificación y otra contraposición mucho más generales y profundas: la que existe entre dos modos cardinales de la actividad creadora del hombre y, por tanto, de la cultura, que con terminología deliberadamente gnóstica él denominó «eones»: el «eón de lo clásico» (norma, razón, cosmos) y el «eón de lo barroco» (anarquía, pasión, caos). «El corazón tiene razones que la razón no conoce», escribió Pascal. «La razón tiene sentires que el corazón no palpita», replica Ors. Frente a las raisons du coeur, las passions de la raison. Movido por su libertad y condicionado por su mundo, el hombre va creando su multiforme obra histórica: leyes, instituciones, edificios, batallas, teoremas, sinfonías, cuadros. Pues bien, nos dice Ors: sin mengua alguna de la libertad del creador, y cualquiera que sea el contenido de lo que él crea, esa cambiante multiformidad puede ser mentalmente ordenada según la mayor o menor prevalencia que en la forma y en el sentido de cada obra alcance uno u otro de los dos eones. ¿Basta este esquema para construir una doctrina de la historia y de la cultura? Indudablemente, no. Más aún: la faena de ordenar conforme a esa bipolaridad las creaciones del hombre -como la que pudiera emprenderse, valga otro ejemplo, mediante las tres básicas concepciones del mundo del conocido esquema de Dilthey- nos ofrecería un catálogo sugestivo, no una sucesión verdaderamente histórica. No, la orsiana «ciencia de la cultura» no puede desplazar a la «filosofía de la historia» -hegeliana, comtiana, marxiana, catastrofista, escatológica; la que sea- que para interpretar racionalmente la aventura terrenal del género humano uno haya elegido. Pero. el menos orsiano de los filósofos de la cultura y de la historia, repetiré mi anterior interrogación, ¿podrá desconocer que esa dicotomía enriquece su personal o doctrinaria visión de cada una de las creaciones de la humanidad?

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El hombre. Animado por un oculto pero eficaz esprit de systelme -¿no lo hubo acaso en él, bajo la irrefrenable versatilidad y el indudable inacabamiento de su producción?-, Ors, el Ors poco anterior y poco posterior a El epos de los destinos, quiso esbozar, más que edificar, la antropología subyacente a su manera de ver y entender el arte y la cultura. El esquema de la descripción y la ordenación se hace ahora ternario; la vida concreta del hombre, salvo que uno se decida a ser maniqueo, no puede ser descrita y ordenada mediante un esquema binario. Veámoslo en El epos de los destinos. El centro de los tres modos cardinales de ser hombre -de serlo en la ejecución de su vida, «en la corriente del mundo», diría Goethe, no en el laboratorio psicológico- es la genialidad equilibrada. Arquetipo orsiano de esta línea vital de la hominidad, los Reyes Católicos. A un lado de ella, la genialidad del desequilibrio, cuando éste tiene su motor en los impulsos de la subconciencia. El Goya ulterior a 1808 es la persona que para ejemplificar este segundo modo típico de ser hombre eligió Ors. Y al otro lado de la línea-eje, la genialidad del desequilibrio, cuando son las iluminaciones de la sobreconciencia las que la determinan. Ejemplar demostrativo de ella en la trilogía orsiana -aquí operó, no puedo evitar mi sospecha, la secreta y redomada ironía de quien tan temprana y agudamente había proclamado el mandamiento del juego- será el licenciado Torralba, aquel nigromante cuyos viajes por los aires, de Madrid a Roma y de Roma a Madrid, recordaba Don Quijote sobre el lomo de Clavileño, y cuyo trato con Zequiel, espíritu bueno e iluminador, había de llevarle a las cárceles de la Inquisición de Cuenca. Con su apelación a la figura del licenciado Torralba -como Platón frente a la verdad-mentira de los mitos; platónico quiso ser Xenius-, ¿se propondría el Ors escritor, gran escritor, una presentación irónica, homóloga del esperpento valleinclaniano, en este caso, de su personal angelología? No lo sé, y ahí queda la sospecha para los estudiosos de la obra orsiana. Yo sólo diré lo que todos saben: que esa angelología fue creada por su autor para dar figura tradicional a su idea, fecunda idea, de la sobreconciencia del hombre; por tanto, al servicio de una exigencia antropológica. ¿Cómo y de dónde vienen a la mente de una persona las ocurrencias -geniales unas, mínimas otras- a que por sí mismas no pueden llegar la inducción y la deducción lógicas? ¿Cómo, por ejemplo, apareció la idea del hexágono bencénico en la mente del químico Kekulé? Cualquiera que sea la actitud mental del antropólogo ante la angelología de Ors, la orsiana preocupación por la sobreconciencia le obligará a pensar con ahínco en la realidad de que el licenciado Torralba fue literario e ironizante símbolo.

El Ors de la anécdota y el Ors de la categoría se funden en esa apelación al ejemplo del licenciado Torralba, como se fundieron en la rica e inteligentísima vida de su autor. A partir del vigésimo quinto aniversario de su muerte, la edición de sus Obras completas -una posible tarea para el mecenazgo del Estado- y la atención juvenil de los compositores de tesis y tesinas universitarias será, pienso, el mejor de nuestros homenajes a uno de los más altos ingenios españoles de este siglo.

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