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Reflexiones de un poeta

Eran tiempos de tolerada licencia, y dioses y demiurgos cumplían sus caprichos bélicos y lujuriosos descendiendo de Olimpo a Tierra y regresando una vez satisfechos sus designios dudosos.Aunque resulte extraño en estos días de España, tan llena de generosos premios literarios, la única recompensa que los desenfadados dioses otorgaban a los poetas consistía en dejarlos poblar en una isla que luego fue griega. Se llamaba Parnaso y mantuvo este nombre hasta que un escritor la visitó y le dio nueva inmortalidad. En un folletón redactado de manera admirable, casi perfecta, este inglés, llamado Larry Durrel, la bautizó Likari.

Es posible que me equivoque; pero dudo de la existencia de nadie capaz de releer El cuarteto de Alejandría para desmentirme.

Como es sabido, el Parnaso fue frecuentado por sombras augustas. Los inevitables Homero, Dante, Shakespeare divagaban, sombras inmortales y ya presentidas, entre olivos, laureles, mirtos, pinares, asfodelos y malas hierbas. No escaseaban los poetas menores, casi todos favoritos de Minerva; con la aquiescencia de Júpiter-Zeus, dios del Olimpo, que, como todo dictador que en la Tierra ha sido, era guardián de la ley, de la justicia y de la libertad. Lo confirma el diccionario. Lo reconfirman los telegramas que publican hoy los periódicos.

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Este paseo por inexistentes tiempos remotos lo juzgué necesario como antecedente de los actuales Parnasos y como vara para medir.

Y procedí honradamente al mencionar los periódicos, pues gracias a ellos está naciendo este artículo. Gracias también a un espectador amigo, ubicuo e imparcial, que me ha revelado los detalles increíbles.

Los poetas de todo el mundo, unidos por las letras PEN u otra sigla que ignoro, se cartearon, se reunieron, conspiraron para obtener (en este año del niño) permiso y vía libre para que les fuera concedido uso y abuso de un corto pero fecundo parnasito. Basta mirar con atención el rostro de Juan Pablo II para saber que, entre la multitud de admirables atributos que le han sido dados, no está ausente la ironía.

Unica condición: los futuros parnasianos, cualquiera fuese la escuela poética que habían elegido o creado, debían reunirse alejados de la Ciudad Eterna.

Ostia. De manera que las voces canoras se fueron a Ostia para celebrar el primer festival internacional de la poesía. En fin, lograron un parnasito de tres días. Milosz, juro, no estaba.

O casi, porque curiosamente Ostia tiene habitantes y muy pocos de ellos se alimentan con versos. Groseros, quieren comer comida. Y los tiempos no están para endecasílabos ni sonetos.

Comenzó la fiesta y un amigo de Berlinguer anunció que era el primer poeta del mundo. Ahora bien, en ruso, poeta y payaso tienen fonética parecida. Por no ser poeta nos perdimos la oposición o disidencia de Salvador Dalí.

De modo que el poeta condenado por sorteo trepó al tablado de la vieja farsa, ya en estado de derrumbe, y comenzó a esnetorear uno de sus poemas, tal vez el último.

Y esto fue la voz de orden para que robustos campesinos y fuertes Dulcineas alzaran hasta el micrófono el grito plebeyo, irrespetuoso e imposible de convertir en motivo de disputa literaria: «No queremos poesía, queremos comer.». Y lo confirmaron desplazando al vate y colocando en mitad de escena una enorme olla de cocido o puchero, de las que se hacían y manducaban nuestros abuelos.

La gente -los poetas que viven por encima del término vulgar-, los vecinos de Ostia, murmurando ostias de satisfacción, comieron hasta saciarse y se ignora si alguno de los miembros del congreso cedió también a la debilidad o a la gula.

Y, así, entre poemas pertenecientes a la nueva poesía (que ignoro o salteo) y las invasiones del pueblo al tablao, se cumplió la etapa primera del congreso. No sé sí hubo otras. Sólo supe del desbande final, en viaje oportuno hacia las estrellas. Me resulta cortés no dar nombres. Sólo mencionaré a Ginsberg, que ya no puede molestarse por nada y que, al parecer, fue el único parnasiano que encontró musa.

Esto pasó y Ostia debe haber quedado abundante de chismes que nunca llegarán a mis ávidos oídos. Pero este congreso me repica una muy vieja pregunta; pregunta que he reiterado sin obtener nunca una respuesta que me satisfaga.

Comencemos, si no molesta, desde mi principio. En Santa María, en sus campos y estancias o fundos, abundó en un tiempo el payador. Hombre melenudo, con vincha en la frente y serio consigo mismo hasta la hora fraternal del mate y la caña. Ahora me han dicho que se bautiza cantautor -neologismo que España ignora-. Este hombre, después de asado, cantaba cosas así:

«La Luna se hizo con agua/tan blanca como tu enagua. »

Por ese amoroso trabajito de pulsar cuerdas y desesperarse con disimulo mientras buscaba consonantes, era conocido como «el pueta» en toda la extensión campera de la pequeña e inolvidable Santa María. No vale la pena buscar antecedentes, porque el buen hombre cantaba antes. Tal vez los tuviera, pero policiales. Esto lo haría más respetable, más «pueta».

Antes de olvidarlo anoto aquí que el cantautor de mis tiempos rurales no trabajaba nunca. Pagaba la vida con sus estrofas. Algo de esto puede notarse en sus descendientes. Y además no le molestaba que ambularan colegas suyos, defendiéndose del hambre, el frío y la soltería por la mitad norte del país. Pero no debemos olvidar que el «pueta» lo era por consenso general de los habitantes de los rancheríos.

Luego me trajeron a la capital, ya en edad de leer y comenzar a sentir y juzgar. Fue entonces cuando me di cuenta que Santa María sólo ha tenido, en un siglo, un gran poeta: Julio Herrera y Reissig, que vivió permanentemente desterrado en su tierra, ausente de su ciudad (de la que nunca salió), como si Santa María no hubiera existido jamás. ¿Jueces? Yo y todas las personas inteligentes, que son inteligentes por coincidir conmigo. No conozco otro sistema de opinión que me resulte creíble.

Peroya en mi juventud me fui enterando que el poeta Juan Pérez iba a leer sus poesías (en público, claro) y que José Fulánez, vate exquisito, acababa de lanzar a la expectativa admiradora su último Florilegio poemático.

Abundaron sucesos semejantes y surgió sin remedio la pregunta que me sigue preocupando. ¿Quién decidió que Juan Pérez, por el hecho de escribir y publicar en líneas cortas, cuyas terminaciones silábicas eran iguales a la otras líneas siguientes, era poeta? ¿Bastaba ese juego de ingenio para declarar poeta al firmante?

Alguien ha dicho que «los verdaderos; poetas son muy pocos y que esos pocos lo son de verdad muy pocas veces». Sin embargo, parece ser que todos los que se reunieron en Ostia eran poetas y que -ollas aparte- la poesía es para ellos el pan de todos los días. ¿Por qué no? Si el sucio anciano borracho de Bukowski es un respetable escritor y un guía para la juventud de su país, ya todo es posible. Y también simple, porque la solución, única, intransferible, dice así:

Poeta es el que escribe unas cosas -no necesariamente en verso- que despiertan en mí unas misteriosas sensaciones, que llamo poéticas, porque no hay otra palabra para nombrarlas. Y punto.

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