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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Resoluciones judiciales y "contestación callejera"

Fiscal de la Audiencia de Oviedo

La tentación de acudir al «poder de la calle» para resolver conflictos individuales o de grupo, al margen de las instancias judiciales u oponiéndose a las resoluciones de aquéllas, es una incitación que, en ocasiones, se ha revelado demasiado poderosa. De cuando en cuando, informaciones de prensa dan cumplida cuenta de tales acontecimientos. El hecho es particularmente grave y digno de reflexión. El pensamiento de que respondan a un preordenado plan de destrucción de las instituciones sociales parece absolutamente pueril. Pero una actitud de desentendimiento resulta igualmente improcedente.

Es interesante preguntarse, en primer término, si en la conciencia popular existe una sólida y bien formada opinión sobre lo que es o debe ser, sobre lo que representa o debe representar el poder judicial. Conocidos «visionarios del futuro», como HuxIey, Orwell o Bradbury, han explicitado los riesgos que nuestra civilización está creando y el temor a la pérdida de los valores individuales en beneficio de un asfixiante y todopoderoso Estado. Frente a la omnipresencia del Estado, frente a la indiscriminada presión de los grupos sociales, el individuo debe contar con un poder judicial independiente y eficaz que le ampare, proteja y defienda. Pero para que la tutela judicial alcance verdadera efectividad, el aparato judicial ha de contar con el asentimiento, respeto y colaboración de los ciudadanos que, entre otros aspectos, se manifiesta tanto en la delegación de poder que libremente le ha de conferir para que resuelva sus conflictos con justicia y equidad como en la voluntad de acatar y cumplir sus resoluciones. En la concepción actual del Estado de Derecho, el respeto a las decisiones judiciales y su cumplimiento efectivo, sin obstáculos o injerencias extrañas e ilegales, constituye una premisa insoslayable. Ese acatamiento no significa un acto de ciega adhesión, sino que es o debe de ser la expresión de una voluntad, libre y racionalmente formada, que opera desde la aceptación de la proclividad al error que la Justicia, en tanto actividad humana, lleva consigo. Las posibles consecuencias injustas derivadas del error humano deben y pueden paliarse acudiendo a otros procedimientos, entre los cuales estará, sin duda, la crítica objetiva, seria y razonada, de la actuación judicial. Impedir por la fuerza del número o por las resonancias de unos gritos destemplados -que a veces obedecen a razones partidistas y no de estricta justicia- el cumplimiento de una sentencia o la actuación de unos tribunales es crear un riesgo para el funcionamiento de todo un sistema que, aun plagado de defectos, resulta por ahora imprescindible para mantener el imperio de la ley.

Junto al desconocimiento del papel que representa el poder judicial en el Estado de Derecho a que aspiramos, juegan otras motivaciones, como son la creencia en la parcialidad de los tribunales, en la ineficacia del aparato judicial, en su ciega sumisión a unas leyes que, en ocasiones de modo precipitado, se dicen injustas, en su apartamiento de la realidad.

Es curioso observar que tales críticas se han aplicado a una institución que, para un observador desapasionado, se ha desenvuelto con aceptables niveles de independencia y honestidad en épocas pasadas, quizá porque nunca ha dejado de estar sometida a cierta crítica pública. Negar, sin embargo, el relativo asentamiento de tales opiniones en la conciencia popular y su reflejo en la posición de recelo, cuando no de desconfianza hacia la Administración de Justicia sería cerrar los ojos a la realidad y, lo que es peor, poner obstáculos a la reforma que la Administración de Justicia precisa ahora y que precisará siempre. El reconocimiento de la existencia de defectos en la maquinaria judicial debe descansar en la previa aceptación del hecho de que la responsabilidad por tales defectos alcanza al Estado, a la sociedad y a los propios componentes de la institución.

En términos de necesaria generalización, los defectos de la Administración de Justicia no se deben a falta de independencia o de imparcialidad, sino a la interacción de diversas causas, entre las cuales podrían citarse: la insuficiencia de medios materiales, la exigüidad de retribuciones económicas -con el efecto de producir una selección «al revés» del personal que la sirve-, la deficiente organización, como causas imputables al Estado; el desinterés y falta de colaboración de los ciudadanos, consecutivos a la pérdida de significación del valor comunitario de la Justicia, como causas achacables a la sociedad, y, finalmente, el desaliento, la poca preocupación por trascender de los niveles de la mera «praxis» y el excesivo apego a la letra de la ley que muestran, en ocasiones, los miembros integrantes del poder judicial.

El resultado más palpable que de ello se deduce es la extendida opinión sobre la exasperante lentitud y la pérdida de eficacia de la Justicia, a la que se reprocha llegar tarde y mal. Es cierto que en esta desfavorable opinión no se tienen en cuenta ni los aciertos que se alcanzan con relativa frecuencia, ni la penosa situación en que han de desarrollarse, demasiadas veces, las actuaciones judiciales, ni el empeño, serio y honesto, de mantenerse en un nivel de integridad e imparcialidad que caracteriza a la generalidad de quienes participan o colaboran en la función jurisdiccional. Pero aunque se llegara al reconocimiento de estas situaciones, no dejaría de tener virtualidad ese sentir ciudadano sobre el funcionamiento de la Justicia, que no es, por cierto, privativo de nuestro país. En Francia, por citar un ejemplo, una encuesta hecha en el año 1962 arrojó el sorprendente resultado de que sólo el 17 % de los encuestados hallaba a la Justicia necesaria y útil; del resto, el 27 % creía que la Justicia consagraba la injusticia o que era muy cara y demasiado lenta, y un 40,5 % la encontraba lenta, desagradable y complicada, costosa y venal, a la vez justa e injusta.

Es preciso, sí, acometer una reforma profunda de la Administración de Justicia, pero sobre la base de que no es necesaria la implantación de un orden radicalmente nuevo. La afirmación, tantas veces repetida, de que son preferibles leyes viejas con jueces buenos a leyes nuevas con jueces malos, cobra aquí especial significación. Es esencial una buena educación ciudadana, pero también considerables dosis de imaginación, prudencia, realismo y buena voluntad, y muy especialmente, el pensamiento de que a la meta final -siempre inalcanzable- no se llega en un solo impulso, sino en una marcha firme e ininterrumpida. Bueno sería que, tomando todos conciencia de la necesidad de esa reforma, se ejercitara la crítica de la institución desde la serena y reflexiva perspectiva de la razón, y no desde la algarada callejera, cuyas últimas motivaciones escapan, con frecuencia, a los propósitos de quienes toman parte en ellas. La solidaridad, siempre deseable, no necesita del recurso a la desobediencia colectiva frente a las resoluciones judiciales. Resultaría peligroso para la paz ciudadana y para la propia libertad e igualdad que cundieran tales ejemplos de desobediencia, pues podría ocurrir que, como dijo en una ocasión un conocido humorista, la ley diera la razón al que gritara más fuerte.

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